Domingo, 31 de diciembre de 2006 | Hoy
LECTURAS > LA MIRADA DE UN GEóLOGO EUROPEO
Imponentes, las montañas atraen con su poder telúrico. Pero no siempre fue así. A lo largo de los siglos, el paisaje de montaña dejó de ser considerado un territorio hostil para convertirse en un lugar emblemático de la belleza natural.
Por Eduardo Martinez
de PisOn (El País Semanal)
Feijoo escribía en el siglo XVIII sobre las montañas, con entera razón, lo siguiente: “Estas constan, por la mayor parte, de piedra; o por mejor decir, no son otra cosa, por la mayor parte, que unos grandísimos peñascos”. Pero también es cierto que son un paisaje no sólo hecho de rocas, sino de ideas.
No siempre han tenido buen nombre las montañas. Un escritor al que podríamos llamar gótico, el Arcipreste de Hita, miraba la sierra de Guadarrama sin complacencia: “Siempre ha mala manera la sierra e la altura: / Si nieva o si yela, nunca de calentura; / Encima de ese puerto, fazía orilla dura, / Viento con grand elada, rucío con friura”. En cambio, Michelet se refería, en el siglo XIX, a la montaña como una “iniciación” en una experiencia y en una cultura, como integración en un modo de civilización contemporánea. Media, pues, entre estas dos actitudes opuestas, la tradicional y la moderna, la del viajero obligado y la del viajero devoto, un proceso histórico de conquista mental de un paisaje.
En la Edad Media, las montañas son percibidas con rechazo desde los llanos, y ellas mismas constituyen territorios sin apenas cultivo, despobladas, pobres y peligrosas. No está elaborado un modelo cultural de su paisaje en el que inscribirlas o desde el que entenderlas, y aún menos admirarlas. Su representación no es habitual, y permanece simbólica quizá hasta la pintura italiana del siglo XV y la mirada viajera de Brueghel. Tal vez la literatura precedió en este terreno a la pintura, aunque en contados autores. Sin embargo, las rutas sacras atraviesan los Alpes hacia Roma y los Pirineos hacia Santiago, pero si así ocurre es porque determinados itinerarios no pueden sortearlas. Y en ese camino constituyen pasos difíciles y temidos, reinos del frío, puertos difíciles y tránsitos arriesgados. Es cierto que, a pesar de todo, en una tradición universal se enclavan en sus alturas lugares sagrados, como el Sinaí, que en el pensamiento de Occidente remite no sólo a la existencia de un ámbito prohibido y legendario, la altitud, sino, además, al valor de la peregrinación con el ascenso hacia la virtud.
Tendremos que esperar al Renacimiento para ver surgir en Europa la primera mirada complaciente con conceptos humanistas y naturalistas en los que se expresan sus valores, como parte del descubrimiento en nuestra cultura de la belleza del paisaje natural. Una de las facetas más divulgadas de ese nuevo sentimiento se ha personificado en Petrarca, quien expresó el goce del pensamiento en la naturaleza al sumar a su amor por los libros el placer de su estancia en montes, bosques y ríos. Pero el relato de la ascensión a una cumbre que nos ha dejado Petrarca es más bien una parábola para llegar a una lección moral, sin vivencias de la montaña ni descripciones del paisaje. (...)
Nadie duda de la importancia de Jean-Jacques Rousseau en la apertura del gran peregrinaje hacia los Alpes, en busca del paisaje, de las gentes y de la serenidad de espíritu. Pero Rousseau puso además la montaña al servicio de sus teorías sociales. La montaña está al fondo como expresión de la naturaleza, como refugio y como albergue de una sociedad apartada, simple y honesta, que se expone como una isla o reserva de un ideal perdido en Europa, como la figura de una teoría. Las gentes ilustradas sintieron esta llamada a los Alpes, acudiendo no sólo a un santuario de la naturaleza, sino de los hombres y de las ideas. En el albor del romanticismo, E. P. de Senancour, lector de Rousseau y de De Saussure, será además el primer gran intérprete literario del lenguaje cifrado de la montaña alpina. En lo que había permanecido mudo expresa la voz de la armonía, y encuentra en los altos valles y en las vastas ruinas del invierno eterno, donde nada ha hecho el hombre, la raíz de lo verdadero. Será procedente llegar, a partir de tal declaración, adonde todo dura, nieves, bosques y silencios; adonde nada se desea, ni se busca, ni se imagina fuera de la naturaleza.
Pero fue el descubrimiento de la alta montaña, al lado mismo de los domesticados llanos europeos, lo que constituyó el encuentro radical de lo diferente, de un nuevo mundo suspendido en altitud, el paisaje estrictamente sublime. Fue Horace Benedict de Saussure, en sus viajes y primeras ascensiones al Mont Blanc (1786 y 1787), quien estableció esta comunicación mediante su proeza alpinista y sus escritos.
El Mont Blanc se convirtió en “la montaña símbolo” de esta época, es decir, de nuestros tiempos. Símbolo de un cambio del espíritu de los hombres y de la concordia entre la razón y la emoción. El desarme del mito geográfico es rellenado entonces por una espléndida valoración cultural. En el Pirineo, la fundación del sentimiento de la montaña aparece, en seguimiento de la línea alpina, con un singular grado creativo, en 1787 con Ramond de Carbonnières, continuador de Rousseau, de Goethe y de De Saussure. Ramond hizo un viaje a los Alpes en 1777 dentro de la práctica del helvetismo, que fue para él iniciático, influyéndole de modo determinante y trasladando al Pirineo sus estilos.
En el montañismo naciente en la segunda mitad del siglo XVIII hay un ingrediente especialmente necesario y activo: la percepción del paisaje. No sólo de modo intelectual, artístico o contemplativo, sino además en la acción. La participación en el escenario incluso con los sentidos, oyendo, viendo, oliendo, tocando; transcurriendo por él con esfuerzo y destreza; sintiendo frío o calor, lluvia, viento, brisa o calma, es una experiencia, un ejercicio e incluso un proyecto que necesita imperiosamente del paisaje, pues se trata de recorrerlo. Todo ello va a contribuir a formar un cuerpo cultural nutrido por poetas, prosistas, pintores, compositores, científicos y montañeros, más veces combinados que separados.
Y al exponer de un modo o de otro la alta montaña, resaltan todos ellos el carácter identificativo de los glaciares como referencia paisajística y como símbolo cultural. Lo glaciar será la sustancia de lo otro, lo distinto que ofrecen los paisajes de montaña, lo identificativo, la identidad del Mont Blanc y, en consecuencia, de la montaña símbolo. Y por extensión creciente, de las demás montañas sucesivamente descubiertas para la acción, la geografía y la cultura. Lo que había estado asociado a lo estéril, lo duro, lo incontrolable, alto y peligroso, a la catástrofe, con la Ilustración y en todo el proceso que llega hasta hoy pasa a ser entendido, en un claro cambio de estima, como lo diferente, lo explorable, lo indómito y fuerte. Los glaciares –y con ellos la montaña, la altitud– constituyen de este modo un nuevo elemento cultural de nuestros tiempos. (...)
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