Sábado, 3 de agosto de 2002 | Hoy
NOROESTE VISITA A LOS PRINCIPALES SITIOS ARQUEOLóGICOS DEL PAíS
El noroeste argentino, hasta donde llegó la influencia cultural del imperio incaico del Kollasuyo, alberga las mayores ruinas arqueológicas de nuestro país. La trágica historia de los indios quilmes, en Tucumán; el casi milenario Pucará de Tilcara, en Jujuy, y los restos de la ciudad diaguita de Santa Rosa de Tastil, en la provincia de Salta.
El noroeste argentino fue la región del país donde las culturas indígenas autóctonas alcanzaron su mayor nivel de desarrollo tecnológico y poblacional. Los grupos étnicos predominantes en la época de la conquista española eran los diaguitas, los calchaquíes y los omaguacas, quienes solían establecerse en poblaciones construidas en las laderas montañosas y alrededores, con una fortificación en las alturas hacia donde se replegaban en caso de ataque. Los tres ejemplos clave de este tipo de ciudad-fortaleza del período del Tardío (850-1480 d.C.) son la ciudad de los indios quilmes, en la provincia de Tucumán; el restaurado Pucará de Tilcara, en Jujuy, y las ruinas de Santa Rosa de Tastil, al sur de Salta.
El peso
de una cultura El pueblo de jujeño de Tilcara, 30 kilómetros
al norte de Purmamarca, es considerado la capital arqueológica del noroeste
argentino. A cada lado de la Ruta 9 que conduce a Tilcara se levantan
unas altísimas cadenas montañosas de color rosado que despliegan
una extraña gama de franjas con vivos colores cerca de la cumbre. Y en
lo alto se descubren los primeros cardones, esos dedos acusadores que apuntan
al cielo bajo la forma de un cactus.
El ingreso al pueblo es a través de un puente sobre el río Grande.
Muchas casas son de adobe, y por las calles empedradas sin autos corretean los
chicos y las gallinas. Algunas llamas pastan en el patio de un hotel, y ciertas
casas poseen en el frente una vitrina con una gran vasija indígena que
fue desenterrada en ese mismo lugar.
A un kilómetro del pueblo, en las alturas de un cerro, se erigen los
restos del Pucará de Tilcara, un asentamiento fortificado de antigüedad
casi milenaria, edificado por los omaguacas. Lo descubrió en 1908 Juan
Ambrosetti, y en 1948 fue restaurado parcialmente con un criterio bastante discutido
por los arqueólogos actuales.
Ingresar en los recintos cuadrangulares de este laberinto de muros y casas de
piedra inspira un silencio reverencial. Este poblado fortificado medía
17.000 hectáreas, y su población alcanzaba los dos mil habitantes.
Algunas casas han sido reconstruidas y se ingresa en ellas por entradas muy
bajas que hacen necesario agacharse un poco. En el interior hay esculturas actuales
que reproducen a los indígenas en su tamaño natural, inmersos
en los quehaceres domésticos. Uno podría pasarse horas recorriendo
los recovecos del Pucará, o caminando entre los cardones con el pasto
hasta las rodillas, sobre grandes piedras milenarias que alguna vez sostuvieron
los muros de una infranqueable fortaleza.
Todos los visitantes de Tilcara hablan de su magia especial. Cada
cual tiene su propia explicación, y nunca falta algún cultor de
la new age que llega aquí a cargarse de energía.
Sin embargo, para los humahuaqueños el misticismo es cosa seria y, al
igual que los ancestrales habitantes del Pucará, siguen encontrando a
su Dios principal en la tierra y no en el cielo. De hecho, todavía los
tilcareños ofrendan alimentos a la Madre Tierra alimentándola
a través de un hoyo en la tierra. Tilcara yace a los pies de una fortaleza
abandonada, que es la máxima expresión de los habitantes del Kollasuyo
en todo el norte argentino. Aquí, el peso de una cultura se nos viene
encima, desde lo alto de una colina.
El silencio
de los quilmes A una hora de Tafí del Valle, al oeste de la
provincia de Tucumán, las ruinas de la ciudad de los indios quilmes se
despliegan en forma de terrazas escalonadas sobre los faldeos del cerro Alto
Rey. El segmento restaurado es apenas una parte de lo que fue una gran ciudad
indígena que llegó a albergar a 3000 personas. Basta con internarse
un poco entre la maleza, para toparse con infinidad de montículos de
piedra que alguna vez conformaron las gruesas paredes de las casas.
La ciudad comenzó a poblarse a mediados del siglo XV y fue uno de los
principales asentamientos prehispánicos del país. Alrededor del
siglo XVII había crecido tanto, que en su centro y alrededores vivían
unas 10.000 personas. Vista desde las alturas del cerro, la ciudad se asemeja
a un complejo laberinto de cuadrículas de hasta 70 metros de largo, que
servían de andenes de cultivo, depósito y corral para las llamas.
Sólo se reconstruyeron las bases de las casas y se utilizaron las mismas
piedras que yacían amontonadas en el sitio. También se puede observar
que existían numerosas casas de estructura circular que originalmente
estaban techadas con paja.
La ciudad era una verdadera fortaleza. Aún quedan restos de piedra laja
clavados en la tierra formando parapetos ubicados a 120 metros de altura, que
ofrecían una protección infranqueable. Los quilmes estaban entrenados
en el arte de la guerra debido a sus conflictos con las tribus vecinas, y por
esa razón fueron el hueso más duro de roer para los españoles
en el norte argentino. Disponían de un verdadero ejército de 400
indios que resistió el asedio español durante 130 años.
Sus hermanos de armas eran los cafayates, y no solamente resistieron
en su ciudad fortificada sino que también salían de ella en malón
a destruir las que iban fundando los españoles, propinándoles
humillantes derrotas bajo el mando del célebre cacique Martín
Iquim.
Pasada la fiebre del oro en América, la conquista codiciaba a los quilmes
como fuerza de trabajo. Para dominarlos llevaron a cabo una política
sistemática de destrucción de sus cultivos, y finalmente lograron
rendirlos en 1666, no por la fuerza ya que la ciudad era indoblegable
sino por hambre y por sed. Existen testimonios dramáticos de numerosos
suicidios por parte de los indígenas, quienes en muchos casos preferían
la muerte a la esclavitud, y se lanzaban al precipicio desde lo alto de su gran
fortaleza. A los sobrevivientes unas 200 familias se les fijó
como lugar de residencia la zona de la provincia de Buenos Aires que hoy se
conoce como partido de Quilmes, adonde debieron llegar caminando bajo custodia
militar. Allí vivieron hasta 1812 en la Reducción de la Santa
Cruz de los Quilmes, que funcionó como encomienda real donde los indios
pagaban tributo a la corona mediante su trabajo.
El proceso de desarraigo implicó la pérdida sostenida de sus dioses
y sus técnicas pastoriles, mientras quedaban sumidos en una virtual incomunicación
con el mundo exterior debido a las barreras idiomáticas. Los jesuitas
abjuraban de ellos por sus costumbres licenciosas. Su cultura se
fue desangrando de a poco y sufrieron una fuerte caída demográfica.
Con los años perdieron su lengua y se desintegraron como grupo étnico
al desperdigarse los miembros de su comunidad. Sin embargo, todavía existen
en Tucumán muchas personas que se consideran quilmes, reivindicándose
descendientes de los ancestrales guerreros que defendieron sus tierras hasta
las últimas consecuencias y aún hoy aspiran a que se las devuelvan.
El sometimiento de los quilmes fue paradigmático por la efectiva metodología
de desnaturalización que se aplicó. Una carta del
virrey del Perú al gobernador Mercado y Villacorta ilustra con las palabras
más exactas que sea posible imaginar la naturaleza de este proceso: La
ocasión que se ofrece de desnaturalizar este gentío es la más
a propósito que jamás con él se ha experimentado y casi
imposible de reducir otra vez a tan oportuna razón... las razones que
tengo justifican el fuero de la conciencia.
Las ruinas de la ciudad de los quilmes son hoy un testigo silencioso de su trágica
historia.
Las ruinas
de Tastil
En el borde sudoriental de la Puna, en la provincia de Salta, están los
restos arqueológicos de uno de los mayores núcleos poblacionales
del período Tardío Preincaico del noroeste argentino (1000-1450
d.C.). Para llegar al sitio hay que salir de la carretera con un vehículo
doble tracción e internarse por un angosto sendero que asciende con dificultad
la empinada ladera montañosa. Llegado cierto punto se debe continuar
a pie entre una gran proliferación de cardones que miden hasta cuatro
metros de altura. La caminata no es exigente, pero los efectos de la altura
se hacen sentir (3100 metros sobre el nivel del mar).
Al llegar a la parte alta de la montaña aparecen los primeros rectángulos
de pircas reconstruidas de este poblado diaguita que llegó a tener más
de 2000 habitantes. En total son 12 hectáreas excavadas en un 30 por
ciento, donde se ha podido identificar un trazado urbano bien definido, conformado
por unidades de viviendas, calles principales y secundarias, plazas, mercados,
un centro político y otro religioso.
La estratificación social se reflejaba claramente en las viviendas: en
lo alto del cerro estaba el barrio de casas más complejas, con varios
recintos, mientras que en la parte baja se encontraron viviendas más
sencillas, de un solo cuarto. Los muertos eran enterrados dentro del pueblo,
junto a la pared exterior de las casas (lejos de la puerta). En los barrios
altos la riqueza de los ajuares funerarios encontrados son un indicador claro
de nivel social. En cambio, las tumbas de los barrios inferiores guardaban pertenencias
mucho más pobres, que el muerto se llevaba al otro mundo.
En la cima del orden social se hallaban el cacique y el chamán. Todas
las casas se construyeron colocando piedra sobre piedra sin la utilización
de argamasa alguna. Las estructuras cuadrangulares y rectangulares propias del
patrón habitacional del noroeste argentino no se cumplen aquí
de manera estricta, debido a la irregularidad topográfica de la montaña.
No se sabe bien cómo estaban conformados los techos (quizás con
cueros o tejidos) y en el interior había un fogón, algún
mortero y hoyos que se usaban como silos de almacenamiento de granos. En los
faldeos de los cerros vecinos se ven los cuadros de cultivo con sus pircas de
piedra que servían para proteger del viento y la lluvia a las plantaciones
de poroto, calabaza y maíz.
El sitio fue ocupado por primera vez a mediados del siglo XIV, y no se encontraron
evidencias de dominio incaico, ya que cuando el reino del Cuzco avanzó
sobre la región los pobladores de Tastil habían abandonado la
ciudad. Se cree que lo hicieron por decisión propia. La hipótesis
central propone que Tastil había crecido tanto como núcleo urbano
que se hizo imposible alimentar a una población tan numerosa en un medio
tan inhóspito.z
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