Domingo, 18 de febrero de 2007 | Hoy
JUJUY DE TILCARA AL PARQUE NACIONAL CALILEGUA
Un viaje de contrastes, de la aridez de la Puna jujeña a la exuberancia de la selva. La metamorfosis se da entre nubes, rondando por momentos los 4000 metros de altura.
Por Mariana Lafont
La ciudad de Tilcara está a 2465 metros de altura y es el punto de partida del trekking. Es un lugar apropiado para la adaptación a la altura ya que en travesías de estas características siempre es conveniente llegar unos días antes para ir aclimatándose paulatinamente a la altitud. La exigencia es grande, porque se debe caminar cuatro días para unir Tilcara y Calilegua, que están cerca a vuelo de pájaro pero que piden una caminata de 100 kilómetros si uno no vuela.
La marcha comienza en la puna jujeña, con sus inconfundibles cactus a ambos lados de los milenarios senderos, y culmina en las yungas del Parque Nacional Calilegua. Mientras se atraviesan diminutos caseríos (a los que sólo es posible acceder en mula o a pie) se es testigo del dramático cambio de paisaje. Al principio se recorre la extrema aridez de la puna, pero con el transcurso de los días las espinas van quedando atrás dando paso a pequeños arbustos con hojas hasta que finalmente se alcanza la pródiga vegetación de la selva nubosa.
Este tipo de selva, conocida también como selva norteña o tucumano-oranense, se adentra como una cuña hasta Tucumán con 4,5 millones de hectáreas y es parte del último reducto de la selva nubosa de Sudamérica, uno de los ambientes de mayor biodiversidad del mundo. Se caracteriza por trepar hasta los 1800 metros encontrándose, por encima de ella, el bosque montano con alisos y pinos del cerro y finalmente los pastizales de altura.
Los Amarillos El primer tramo es poco exigente. Se parte de Tilcara en camioneta y se adentra en la sequedad de la Puna. A escasos kilómetros ya se empiezan a divisar, a la vera del camino, cactus centenarios formando fila como soldados. Menos de media hora después se arriba al paraje Los Amarillos. Basta ver el brillante e intenso color del cerro, contrastando con el azul radiante del cielo, para entender inmediatamente su nombre. Caída la tarde y mientras la luna custodia la Quebrada de Humahuaca armamos un precario campamento para descansar y pasar la primera noche.
A la mañana siguiente, se desayuna bien temprano y se organiza y divide el equipo. Por un lado, se mete todo el equipaje y las provisiones en bolsas que luego serán cargadas por las mulas. Por el otro, el grupo debe llevar en las mochilas ropa de abrigo, bolsa de dormir y la ración de agua. Pasarán muchas horas sin toparse con una sola gota.
En ese momento conocimos a Chabelo, el guía local. El baqueano era un hombre muy delgado pero fuerte y macizo a la vez. Su piel estaba muy curtida por el sol y la vida a la intemperie. Su mirada atrajo inmediatamente mi atención. Si bien era grave y seria al principio, lentamente fue revelando una fascinante mezcla de timidez, sabiduría y sumisión que permanecía oculta detrás de sus ojos negros. Asimismo, aparentaba más edad de la que tenía, algo muy común en los habitantes de la zona ya que, en general, están sometidos a condiciones de vida más duras y exigentes. Uno de sus incontables hijos lo ayudaba a preparar las monturas y alistar las mulas que, inmutables, agachaban la cabeza cada vez que un nuevo bulto era colocado sobre su lomo.
El primer día de trekking es decisivo. El impacto de la altitud puede sentirse rápidamente si no se empieza con calma. El mal de altura, también conocido como soroche, es una consecuencia de la falta de oxígeno que ocurre en personas no aclimatadas que ascienden por encima de los 2000 metros en menos de 1 o 2 días. Los síntomas suelen ocurrir dentro de las primeras 48 horas del ascenso (aunque también mucho después) e incluyen dolor de cabeza, náuseas, vómitos, falta de apetito, sensación de ahogo, alteraciones del sueño y vértigo. Todos estos síntomas pueden moderarse haciendo una aclimatación adecuada y previa a una travesía de estas características. Una vez que el itinerario ha comenzado es importante buscar el ritmo que mejor se ajuste a nuestro cuerpo. Sin embargo, los designios de la Pachamama son imprevisibles y se hacen sentir en esta región del país. Pachamama es un término quechua que significa “Madre Tierra” y es el nombre que recibe la tierra, concebida como persona, por los pueblos indígenas de los Andes. En síntesis, por más medidas y precauciones que uno tome siempre hay una pizca de sorpresa cuando se viaja al noroeste.
En promedio, se camina entre seis u ocho horas diarias parando solamente a almorzar. A medida que transcurren las horas es posible contemplar el progresivo cambio de tonalidades de la altiplanicie siempre coronada de blancas nubes. Finalmente se llega a Huaira Huasi (que en quechua significa “Casa del viento”) y se arma el campamento. Es preciso retomar fuerzas para continuar hacia el siguiente punto del itinerario: Molulo.
La fase de adaptación ha quedado atrás y el cuerpo ya se siente más a gusto y se desplaza con más soltura. Sin embargo, el tercer día de trekking es una jornada exigente porque se llega a un abra a 4200 metros para luego volver a descender y alcanzar la meta: la escuela rural Juan B. Ambrosetti de Molulo. Esta escuela rural, perdida en medio de los cerros, alberga un promedio de veinte niños que, junto a su maestra, permanecen allí durante tres semanas seguidas y la cuarta retornan a sus hogares para estar con sus familias. No existe otra alternativa ya que la maestra tarda tres días en arribar a Molulo. Debido a su inhóspita ubicación, la única opción para llegar es caminando o en lomo de mula, como en la mayoría de los parajes de la región.
No bien se pone un pie en la escuela, uno presiente estar siendo observado. Lentamente se van asomando las cabecitas de los chiquilines a través de las ventanas de las aulas mientras la maestra intenta, en vano, atraer su atención y continuar la clase. No es para menos, para estos niños los nómadas que visitan la escuela parecen personajes exóticos venidos de algún lugar muy lejano. Es divertido observarlos tan curiosos y ansiosos queriendo ver qué hay en esos enormes y extraños bolsos que llamamos mochilas.
Las miradas vuelven a captar mi atención. Esta vez no veo la seriedad que noté en Chabelo, supongo que aún son muy jóvenes para tenerla. Sin embargo, la timidez vuelve a estar presente pero mezclada con una pizca de chispa y risas. Inocentemente se ríen de nosotros, de nuestros atuendos y de lo cansados que llegamos a su escuela. Parecen no entender tanta fatiga y falta de aire e incluso nos invitan a jugar un picadito. La victoria es obvia e inmediata y mientras ellos ríen, nosotros pedimos un respirador.
Durante la grata estadía en Molulo tuvimos la oportunidad de conocer la rutina escolar de una escuela rural y revivir momentos de la propia niñez como el izamiento de la bandera en el patio. Sin embargo, lamentablemente también fuimos testigos de la falta de infraestructura básica que padece este tipo de lugares. El problema principal es lograr que el agua llegue hasta la escuela misma y no tener que ir a buscarla y cargarla hasta el establecimiento. Es necesario comenzar por lo esencial.
Como siempre, el día empieza temprano, desayunamos, nos alistamos y salimos a caminar nuevamente. La mañana está soleada, los chicos nos despiden y abandonamos Molulo. La escuela va quedando atrás y, a medida que la marcha avanza, ésta parece cada vez más pequeña y frágil dentro de tanta inmensidad.
Después de dos horas advertimos cambios. Aparece el primer signo de vegetación: un arbusto, luego dos, tres, cuatro y más hasta transformarse en hileras de matorrales al costado del camino. La metamorfosis ha comenzado. La sequedad de la puna finalmente quedó atrás. Sabemos que una parte del viaje ha concluido pero, al mismo tiempo, una nueva etapa comienza: las yungas. El color de la tierra se torna rojizo y el verde es cada vez más intenso. El aire se siente más pesado, la humedad del ambiente nos va envolviendo y la selva nubosa se aproxima a cada paso. Al atardecer llegamos a un pequeño poblado llamado San Lucas, última parada antes del Parque Nacional Calilegua. Allí pasamos la noche.
El último día de trekking continúa entre montañas alfombradas de verde. De pronto oímos un lejano eco, un sonido que hacía tiempo no escuchábamos: agua. Avanzamos un poco más y vemos, a lo lejos, el caudaloso río San Francisco que corre al costado del sendero. El abrupto cambio de paisaje nos sigue maravillando y por momentos roza lo sobrenatural. Así como el día anterior un diminuto ojo de agua era como un oasis en el desierto, ahora la presencia de tanta agua nos parece un espejismo. Por fin llegamos a la orilla del río y todos tenemos la misma reacción: descalzarnos y poner los pies en el agua.
El viaje ha terminado. Hemos llegado a destino: el Parque Nacional Calilegua. Este parque (creado el 24 de julio de 1979) posee una extensión de poco más de 76.000 hectáreas y se encuentra dentro del departamento de Ledesma, en un enorme macizo montañoso cubierto íntegramente por una flora exuberante. Su objetivo, además de proteger la selva nubosa, es preservar una importante cuenca hídrica que abastece a una de las zonas más agrícolas y productivas de la provincia de Jujuy. El esfuerzo bien ha valido la pena.
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