A la sombra de las ruinas de Tulum, inmóviles e impertérritas ante el paso constante de los turistas, los ojos atentos descubren aquí y allá numerosas iguanas. De distintos tamaños –hay ejemplares machos de hasta dos metros– pero siempre de mirada fija y cabeza angosta, esta especie está protegida en México, donde tiene una larga tradición y está asociada a numerosas leyendas. Los antiguos mayas creían que su propia estirpe derivaba de las iguanas, y las respetaban como a deidades, según relata el Popol-vuh: “En el origen del cielo y la tierra, sobre el mundo sólo había agua. La tierra estaba oculta por las aguas del mar. No había hombres, ni animales, ni plantas. Sólo existía una pareja de dioses: el Gran Padre y la Gran Madre, dos viejos sabios a quienes se les debía el mayor respeto porque él era el Señor Iguano y ella, la Señora Iguana. El Gran Padre dormía, abrazado y lleno de amor a la Gran Madre, porque él era como el agua y ella, como la tierra”. De este modo, los mayas representaban a Itzamná, el dios que regía los cielos, con la forma de una iguana, a la que consideraban resumen de la vida y la muerte, la luz y la oscuridad.
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