Recorriendo la meseta patagónica hacia el norte de Puerto Deseado, unos 80 kilómetros a lo largo de parajes desérticos sólo cruzados por los alambrados de las estancias –además de manadas de ovejas merino, ñandúes y guanacos tan gráciles como huidizos–, se llega a la reserva de Cabo Blanco. El cabo, dominado por el aroma del mar y la espuma que golpea sin pausa contra las afloraciones rocosas de pórfido, está unido al territorio continental por un tómbolo (o acumulación de sedimentos) coronado por un faro. Hasta 1943 había aquí unas 500 personas, que vivían de la explotación de la salina cercana: cuando cerró, la zona fue quedando desierta. Desaparecieron las precarias casitas, y florecieron los matorrales de calafate, en tanto sólo un puñado de marinos vive durante todo el año y vigila las costas y los farallones donde descansan cormoranes y lobos marinos de dos pelos. Mientras tanto, desde el pie mismo del faro se pueden ver las piruetas de los delfines australes.
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