Cuando en la Edad Media un cristiano ortodoxo se arrodillaba frente a un icono con las manos en posición de rezo, cerraba los ojos con sumisión para no mirarlo, ya que el santo se consideraba presente en la obra. En el arte bizantino el icono no es un retrato, sino el mismo ser divino que se revela a través de la imagen; por lo tanto la presencia del icono coloca a la persona ante el propio Dios. La función del artista, que no firmaba las obras, era comunicar a través del arte el verdadero misterio de la fe cristiana. Por eso las imágenes son objeto de veneración (proskynesis), un concepto diferente al de culto (latreia), que se dirige sólo a Dios. El artista revela la verdad, y por eso le teme a la innovación. La ortodoxia se impuso en el arte a tal punto que los iconos griegos del siglo XI casi no difieren de los del siglo XVII.