Los diarios y relatos de Franz Kafka están salpicados por sus largas exploraciones de la ciudad. Caminaba sin cesar, por lo general solo: “En aquel entonces, caminando nunca llegué al límite de mis fuerzas. Y cuando la casa era invadida por ruidosos parientes desaparecía por el vestíbulo sin ser visto y salía a pasear por las calles”. Cruzaba con frecuencia el barrio Malà Strana, adonde llegaba en pocos minutos por el melancólico Puente de Carlos, y se perdía entre el esplendor barroco de los palacios, la tristeza del Cementerio Judío y el misterioso laberinto de la Ciudad Vieja con su castillo en lo alto. El rincón más kafkiano de Praga está frente a la Sinagoga Española. Allí se erigió en 2003 el primer monumento en su homenaje, una estatua de bronce con un Kafka de traje y sombrero sentado a hombros de un gigante sin manos, ni piernas ni cabeza, reducido a la pura envoltura de un traje vacío.
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