Domingo, 24 de julio de 2005 | Hoy
En el cuento La edificación de la Muralla China, Franz Kafka escribió: “Nuestra tierra es tan grande que no hay un cuento de hadas que pueda declarar su grandeza. El cielo mismo apenas la abarca, y Pekín es un punto y el palacio imperial es menos que un punto. El emperador, como tal, está sobre todas las jerarquías del mundo. Pero el emperador individual es un hombre como nosotros, que duerme como un hombre en una cama que tal vez es amplísima, pero que tal vez es corta y angosta. Como nosotros, a veces se estira y cuando está muy cansado bosteza con su delicada boca. Pero nosotros que habitamos al Sur, a millares de leguas, casi en los contrafuertes de la meseta tibetana ¿qué podemos saber de todo eso? Además, aunque nos llegaran noticias, nos llegarían atrasadas, absurdas. En torno del emperador se aprieta una brillante y sin embargo oscura muchedumbre de cortesanos –maldad y hostilidad disfrazadas de amigos y servidores–, el contrapeso del poder imperial, perpetuamente dirigiendo al emperador flechas envenenadas. El imperio es eterno, pero el emperador vacila y se cae; dinastías enteras se derrumban y mueren en un solo estertor. De esas batallas y esas luchas no sabrá nada el pueblo: es como el retrasado forastero que no pasa del fondo de una atestada calle lateral, mientras en la plaza central están ejecutando a su rey”.
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