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Opinión, por Martín Granovsky
El derrocamiento de Dilma Rousseff tiene un efecto doble sobre la Argentina. En el terreno de las ideas sin duda refuerza la apuesta conservadora o neoconservadora del presidente Mauricio Macri. En el terreno de la economía y el comercio puede dificultar aún más las condiciones materiales de esa apuesta. A menos que alguien crea en los milagros, el reemplazo de un gobierno débil pero legítimo por otro débil pero ilegítimo no parece ser el mejor modo de retomar el crecimiento a corto plazo. Como mínimo, es seguro que no ocurrirá en el segundo semestre donde están puestas las esperanzas del gobierno argentino. Hoy es 12 de mayo y para el comienzo de la segunda mitad del año faltan solo 50 días.
Para la Argentina el problema de un Brasil en crisis no es una simple cuestión de tipo de cambio. Incluso en las peores condiciones cambiarias los empresarios argentinos tienen mejores chances de exportar a Brasil si el vecino crece. El crecimiento es la clave de cualquier círculo virtuoso. Un crecimiento que, justamente, viene siendo esquivo para Brasil en los últimos dos años con un Producto Bruto Interno que en 2015 se redujo en más del 3 por ciento y en 2016 repetirá el comportamiento recesivo con una cifra cercana al 5 por ciento. Ni hablar del volumen de comercio, que en 2015 alcanzó solo 23.083 millones de dólares y quedó lejos, muy lejos, de los míticos 40 mil millones de 2011. Para el país el problema además es cualitativo, porque Brasil compra la mitad de las exportaciones industriales Made in Argentina.
El escenario se repite para los otros socios del Mercosur (Venezuela, Uruguay y Paraguay), para Bolivia y para Colombia. Según los casos, un Brasil sólido puede jugar el rol de socio principal, de garante de la estabilidad en situaciones de crisis interna como sucedió con Bolivia y sucede con Venezuela, de apoyo a proyectos de largo plazo como la paz en Colombia y de contrapeso objetivo de los Estados Unidos en el continente. No es que Brasil buscase ser la alternativa a Washington. Carece de su poder militar y financiero y no tiene la maquinita de imprimir dólares. Desde el 1 de enero de 2003 venía desplegando una política exterior que el canciller de Lula, Celso Amorim, definía como “activa y altiva”. No procuraba el choque con la Casa Blanca pero quería tener noción de su propio poder relativo y utilizarlo sin sobreactuaciones. La clave de un Area de Libre Comercio de las Américas, para los Estados Unidos, era tener a Brasil dentro de un bloque que sería no solo comercial sino geopolítico y estaría encabezado por Washington. El Brasil de Lula no quiso ser parte de ese bloque porque entendió que le quitaría margen de negociación internacional y se alió a la Argentina de Néstor Kirchner y a la Venezuela de Hugo Chávez para terminar con el Plan ALCA en la cumbre de Mar del Plata de 2005.
Con Brasil como eje Sudamérica se jugó por la diversificación y la multipolaridad. Multiplicó sus relaciones con China, Rusia e India, tres de los cinco países del Brics junto con Brasil y Sudáfrica.
Un mito argentino sostiene que el Estado brasileño tienen una sola política exterior y que esa diplomacia permanece inalterable gobierne quien gobierne. Falso. En las últimas dos elecciones brasileñas, las de 2010 y 2014, la relación con Mercosur, con Venezuela y con los Estados Unidos fue parte del debate y dividió las aguas. El opositor José Serra dijo que el Mercosur era “una farsa”. Dilma, igual que el resto de sus colegas de Sudamérica, fue tildada de “chavista” como si fuera el peor insulto posible. Como si, encima, fuese posible ser chavista fuera de Venezuela.
En la Argentina el golpe esclavócrata contra Dilma también dividió aguas. Macri no expresó simpatía por las maniobras del vice Michel Temer, del ahora suspendido presidente de la Cámara de Diputados Eduardo Cunha y del ex candidato neoliberal Aecio Neves, que actuaron como las figuras del golpe en una constelación de poder que incluyó a los grandes bancos internacionales, los grandes medios, una facción activa del Poder Judicial y de la Policía Federal y la poderosa Federación de Industriales de Sao Paulo, la Fiesp. Ese perfil bajo como presidente tenía, sin embargo, un antecedente contrario que cada vez cobra mayor fuerza: como presidente electo Macri visitó la FIESP después de encontrarse con Dilma, el 4 de diciembre último, y fue condecorado por la Orden de Mérito Industrial del Estado de San Pablo. “Su victoria fue celebrada por millones de brasileños convencidos de que con usted se inicia un nuevo ciclo en nuestro continente”, dijo el presidente de la Fiesp Paulo Skaf.
O por realismo o porque no quiere irritar a nadie en su probable camino hacia la candidatura para la Secretaría General de la ONU, la canciller Susana Malcorra se apegó a una frase desde que asumió. “Si Brasil estornuda, la Argentina puede tener neumonía”, dijo. Repitió la frase la semana pasada en un encuentro con los senadores de la Comisión de Relaciones Exteriores.
Dos ex presidentes argentinos, Cristina Fernández de Kirchner y Eduardo Duhalde, se sumaron a un documento de repudio a la detención forzada de Lula. El kirchnerismo en todas sus variantes se mostró contrario al impeachment contra Dilma.
Pero en ese contexto de gran simpatía por el Partido de los Trabajadores la actual oposición argentina fue muy módica en presencia física junto a los agredidos de Brasil. A pesar de que hay solo tres horas de vuelo a Brasil y menos a San Pablo, Río o Porto Alegre, pocos tomaron un avión a Brasil para confortar a Dilma, abrazar a Lula o tomar parte en actos públicos. Entre esos pocos figuran el Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, que estuvo con Dilma y enfrentó a los senadores golpistas brasileños en la propia Cámara alta, el ex canciller Jorge Taiana por el Parlasur, el secretario de la Central de Trabajadores Argentinos Hugo Yasky y el juez de la Corte Interamericana de Derechos Humanos Raúl Zaffaroni.
Los motivos de esa ausencia física pueden ser diversos. Una posible razón es que a menudo los dirigentes no terminan de comprender algo que a menudo dice Lula: “La confianza y la política no se construyen por celular sino tocando al otro y mirándolo a los ojos con una copa de vino en el medio”. Otro motivo a explorar es el ensimismamiento de cada fuerza política en su propio país. En el caso argentino, por efecto de la derrota frente a Macri el 22 de noviembre.
Con Temer provisoriamente en el Planalto, Brasil aún tiene por delante un largo ciclo de transición. Puede ser que después de los 180 días de suspensión Dilma sea apartada definitivamente. Puede ser que Temer complete el período o que, en un escenario muchísimo menos probable pero no imposible, se vea forzado a llamar a elecciones generales adelantadas.
Sea cual sea el resultado final está claro que el ciclo lulista de reparación social, responsable de haber integrado millones de brasileños a la educación, el consumo y la autoestima, quedó trunco antes de consolidarse. No es que el ideal fuese la perpetuación indefinida del PT sino, como escribió el ex vocero de Lula André Singer, que ese ciclo perdurara incluso con el PT fuera del poder. El objetivo solo podía lograrse, claro, con tiempo y estabilidad.
Tiempo y estabilidad para avanzar en los márgenes de justicia social son justo los elementos que la élite brasileña quiso sacar del tablero para erradicarlos de Brasil y de toda Sudamérica. Ni siquiera, como en la Argentina, los conservadores de Brasil esperaron a las próximas elecciones programadas para octubre de 2018.
Que los esclavócratas triunfen o no, y que les cueste mucho o poco, son cosas que dependen también del grado de ensimismamiento que revelen de aquí en adelante el PT y sus amigos en la región. Que hoy están tristes y son millones.
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