UNIVERSIDAD › OPINIóN
› Por Ernesto Villanueva *
Con orgullo, estoy organizando una nueva universidad nacional que se llama Arturo Jauretche. El no fue ni un outsider ni un francotirador por vocación, como sostuvo recientemente el hijo de un gran historiador argentino. Más bien, como otros pensadores nacionales, fue un marginado por el establishment. Incluso, cuando en 1973 le ofrecimos la presidencia de Eudeba, rápidamente aceptó participar en aquella propuesta del mundo académico. Más aún, basta leer sus libros para entender que muchos de ellos tenían por detrás una gran tarea previa de búsqueda e investigación, escritos eso sí con un cuidado lenguaje para ser fácilmente comprensibles.
No se me escapa que las denominaciones, como los bautismos, son hechos de fuerza. Hay ciudades que cambian su nombre cuando se modifica el espectro de fuerzas que lo detenta. El Virreinato del Río de la Plata no fue lo mismo que la Argentina. Bautizar a alguien en 1956 como María Eva implicaba una actitud rebelde digna de admiración. Los nombres tienen tras de sí una historia pletórica de conflictos. Al imponerse, logran un refuerzo de su potestad. Con el tiempo logran naturalizarse y, en muchas ocasiones, borran designaciones anteriores.
En nuestro país, donde la política de la historia fue aún más presente, dada la concepción positivista de quienes la llevaron adelante, no sólo estaban dispuestos a borrar nombres, sino a no ahorrar sangre de adversarios. Incluso inventaron héroes, ningunearon seres de carne y hueso, negaron hechos históricos.
En el mundo universitario, en particular, es sorprendente la negación que la historia oficial llevó adelante respecto del momento en que se instituyó la enseñanza gratuita en la universidad. El esquema políticamente correcto indica glorificar la Reforma del ’18, olvidar que muchos reformistas apoyaron el golpe del ’30, ignorar que en 1949 se estableció la gratuidad, aplaudir sostenidamente la época gloriosa entre 1955 y 1966, adoptar una actitud distraída en relación con la experiencia de 1973/4 y cantar loas a la universidad radical desde 1983.
Este fuerte entrenamiento en silencios, recortes y exageraciones, en denominaciones arbitrarias y bautismos interesados, en ocasiones se naturaliza tanto que algunos lo confunden con la Historia, así escrito, con mayúscula. Eso lleva también a creer que sólo el mundo académico es el que crea conocimiento, siempre y cuando el mundo académico se corresponda con la fracción que siempre ha impuesto la historia. Pequeños detalles, como que gran parte de las invenciones y teorías científicas se originaron fuera de las dependencias áulicas o que numerosísimas instituciones universitarias en el mundo llevan por nombre a seres humanos concretos (v.g. Harvard, Sorbonne), se pasan por alto para reforzar nuevamente aquel esquema políticamente correcto, hoy tan agrietado, por cierto.
En la universidad que estamos organizando no se trata de satisfacer la sensibilidad peronista, sino de hacer justicia, a través de su denominación, a quien en su reflexión siempre tuvo como eje saber que la zoncera mayor es la de “civilización o barbarie”, esa creencia tan irracional que desprecia todo lo nuestro y ensalza todo lo externo. Hoy hablaríamos de un pensar situado, de una reflexión que se proyecta al mundo pero desde un espacio definido, de un análisis que critica esa visión apocalíptica que se enamora de las meras apariencias sin detenerse en las corrientes profundas que siempre han estructurado los verdaderos movimiento históricos.
Como académicos, como universitarios, nos parece extraordinario este homenaje no para que quede sólo un nombre, sino para que esa perspectiva de análisis de la realidad económica, social y política se conozca, se profundice y siga enriqueciendo nuestros modos de pensar y actuar.
* Rector organizador de la Universidad Nacional Arturo Jauretche.
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