UNIVERSIDAD › OPINIóN
› Por Horacio González *
En su libro Eichmann en Jerusalem, Hannah Arendt escribe ciertos fragmentos que siempre solicitan una atención especial. Piensa que Eichmann, que se defiende con argumentos kantianos –transformaba el imperativo categórico en un sucedáneo de la obediencia debida– debía morir en la horca. Era la única manera de compensar sus crímenes. Se manifiesta en contra de lo aconsejado por filósofos judíos humanistas que de algún modo habían sido sus maestros, como Karl Jaspers, quien se había pronunciado por realizar el juicio a Eichmann no en los tribunales israelíes sino en un tribunal internacional. Por otro lado, es sabido los dilemas que tuvo que afrontar Arendt en relación con su idea de una burocracia del mal, que parecía tender a aminorar las culpas de Eichmann. Pero su libro establecía que la pena era sobre un individuo, al margen de la culpabilidad o inocencias colectivas. Y que el juicio humano sobre un crimen jamás podía asegurar que no se volviese a repetir.
El libro Eichmann en Jerusalem puede considerarse un durísimo tratado filosófico sobre la relación de la historia con la pena, de la filosofía con la facultad de juzgar entendida como lo esencial de lo humano. Libro inexorable, tiene el aspecto drástico de la relación de las leyes de excepción con el cumplimiento de una filosofía de la culpa. Aunque esta culpa es individual, y su castigo no es aleccionador. Quizá Arendt se siente tratando un tipo de violencia que otro filósofo, judeoalemán, aunque poco se le parecía, también había llamado “violencia mítica”. Se trataba de un acontecimiento interno al propio derecho, al que obligaba constantemente a luchar contra su propio estado de excepción.
En el caso de la discusión sobre los cursos universitarios que tendrían derecho a tomar los ex jefes de la ESMA condenados, estamos en un terreno en apariencia muy diferente. Por un lado, no nos encontramos ante la violencia de la pena capital sino de la cárcel indefinida, regulada por el estatuto constitucional. De tal modo se abre un debate sobre la pena, la pedagogía de la pena y las partes del derecho constitucional que abarcan a los penados, que actuaron –y por ello fueron condenados– dentro de un sistema de guerra clandestina que aplicaba un sustituto de la “violencia divina”. Borges calificó a Massera, al asistir a uno de los juicios a la Junta de Comandantes, como “Señor del Infierno”. Definía vida y muerte de los encerrados.
Muy distinta es la cárcel constitucional, donde se ponen de manifiesto distintos encuentros institucionales. Por un lado, la Universidad y sus cursos a los penados, por otro la cárcel con sus siempre vulnerados reglamentos de vigilancia y vida desnuda minuciosa y, en tercer lugar, en este caso, los ex miembros de la ESMA que purgan condena, que vienen de un sistema que implicó el asesinato masivo a través de tecnologías administrativas letales y el “señorío sobre la vida y la muerte” de los capturados. Este sistema competía con todos los elementos conocidos de la decisión pedagógica, pero lo ejercía sobre la base del terror. Lo que había en términos de conversión de almas, exigía de la maquinaria de la tortura y la desaparición. Así dicho, lo ocurrido en la ESMA y otros lugares semejantes nunca lo habíamos visto en nuestro país, pero es innegable que todo ello tenía una parte de intensificación de lo que ya se amasaba en el interior de lóbregas instituciones argentinas y en aspectos untuosos de la propia lengua nacional. La Universidad no puede ser ingenua frente a lo ocurrido en esta Escuela de Mecánica, tan otra y tan diversa, pero que en su nombre ostentaba una idea educacional. La Universidad debió tomar la resolución, desde urdimbres morales previsibles, de no brindar sus prácticas a estas personas portadoras de una alteridad educacional tan radicalmente grave. Pero es un punto de partida para repensarse ella misma. No puede la Universidad decir simplemente “no” si no emprende –puesto que lo ha dicho– la dificultosa tarea de ser otra, de tornarse una universidad que tome como tema crucial la propia fisura que su atendible negativa ha producido.
La cárcel, como forma débil y legal de los campos de concentración, es también un lugar de meditación, de conversión, de estudio y de conspiración. Todas estas dimensiones están presentes en el mundo penitenciario, que sobre todo inventa lenguajes clandestinos tan poderosos que poco tiempo después suelen difundirse como forma más creíble del idioma común y con más fuerza de la que podría darle un conglomerado de lingüistas letrados. La activación de derechos constitucionales en las cárceles introduce un principio salutífero de ciudadanía y los estudios que se imparten permiten un generoso establecimiento de un derecho educacional. ¿Pero puede hacérselo sin sapiencia filosófica, sin metaprincipios de la memoria y sin reflexión sobre los presupuestos últimos de la misma justicia? De alguna manera, se le debe a la cárcel sin universidad la gran obra de August Blanqui, en el siglo XIX. Y la de Gramsci y Graciliano Ramos, en el siglo posterior. Ciertamente, las cárceles son lugares de una ruda teología menor, donde el condenado tiene a su servicio una idea de conversión religiosa y ciudadanía educativa.
La conversión es una ilusión pedagógica y un fascinante simulacro. Poder seguir pensando estos temas por parte de una sociedad democrática es tomar como acción de reanimamiento de la misma democracia la posibilidad de hacer cesar en ocasiones específicas un continuo igualitarista que se mantiene sobre bases falsas. Es el caso de los estudios universitarios de los responsables de la ESMA, que no obstante podrían gozar del beneficio de bibliotecas amplias en sus lugares de reclusión y acaso de grupos de discusión que, sin ningún innecesario propósito de reinscripción social, puedan examinar frente a éste prisioneros específicos el caso que no casualmente los alude: ¿qué excepción real debe competirle a una democracia educacional cuando decide quebrar un igualitarismo abstracto en casos en que se esté ante biografías sostenidas en terribles actos (que eran también “pedagógicos”) que tornarían letra muerta el afán de ilustración o certificación universitaria?
Sería, sin duda, un magnífico ejemplo que una sociedad que ha castigado crímenes de lesa humanidad provea enseñanza universitaria a los representantes del régimen de terror e incluso a sus jefes. Pero las cosas no son tan simples, al punto de poderse resolver la gravedad de este tema con la lógica constitucional o reflexiones que hagan de estos prisioneros un motivo para provocar nuestra propia misericordia. O, si se quiere, nuestra propia arrogancia: “nosotros no somos como ellos”. Pues bien, hay que demostrarlo de otra manera. Hay dos formas de conocimiento: el de la facultad de juzgar y el de los juicios de la memoria. A veces son complementarias, a veces se aplica una por encima de la otra. En nuestro país tienden a superponerse y en ciertos momentos, a privilegiarse una u otra. Nuestra adhesión a los principios generales de la conciencia jurídica universal no debería evitar una decisión sin duda difícil, con otro tipo de constitucionalismo que se revitaliza en la excepción. ¿Qué significa no hacer ingresar al módulo de la enseñanza universitaria a individuos con los cuales la memoria pública mantiene una heterogeneidad notoria, basada en que con ellos quedan pendientes discusiones últimas, más allá de lo que la ley ha dictaminado con su señero castigo? Significa no perder un vínculo vital, más allá de las leyes, sobre la obligación de seguir manteniendo vivo un pasado activo e interrogable. No un pasado fijo y ritualizado, sino uno que nos sea abierto a nuevas interpelaciones.
El vínculo con el pasado no es inerte si no tiene la facultad de repregunta constate. La persona esencial de estos asesinos es producto de decisiones de educación, preparación, mando e ideología de instituciones específicas argentinas; hay elementos de una historia que inhiben la simple presencia en ellos de lo que de otra manera sería justo: el universalismo educacional superior, con titulación asequible. Y no porque valgan un tanto así los títulos, sino porque en este caso serían especialmente significativos; paradójicamente valdrían más puestos sobre el cuerpo de los asesinos; serían únicos en su estimación formal y material. Pero la existencia no es un mero acumularse de instancias jurídicas, sin pasiones, dolor o espesura histórica. ¿Y si los asesinos fueran parte de una maquinaria que entra en una oscura competencia con otros arbitrios institucionales, como los que representa la Universidad?
Desde luego, deben regir las leyes comunes porque nada debe quedar exento de esta crucial categoría civilizatoria: ser sujetos de derecho es lo que mantiene viva la trama heredada de la cultura. Pero también hay distintos momentos de suspensión ética socialmente acordados de lo que las leyes indican. La constitución, el sentimiento antidiscriminatorio y el sistema de las libertades públicas –la Justicia, en suma– se resguarda mucho más con la censura de sus momentos de abstracción machacona, permitiendo así el rescate de los puntos irresueltos de una historia. Esos puntos son precisamente la base para nuevos programas universitarios que se refieran tanto a las nuevas reformas autonómicas universitarias como al resguardo de la libre reflexión sobre el pasado, a condición de que éste siga existiendo en su drama específico. Y es más: llamamos ética precisamente a esa suspensión, que no es meramente un estado de excepción, aunque tiene de éste la capacidad de aislar temas del flujo normativo general, para hacerlos concretos, animados por determinaciones históricas múltiples. Este es un debate de la Universidad consigo misma y una encrucijada vital del conocimiento, en este momento del país en que todo está bajo discusión.
* Sociólogo, profesor de la UBA, director de la Biblioteca Nacional.
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