UNIVERSIDAD › OPINION
› Por Fernando Peirone *
La escuela secundaria se ha vuelto un problema cotidiano. Familiar, institucional, político, social. Las numerosas reformas e innovaciones que diferentes países han ensayado en el nivel medio durante las últimas décadas dan cuenta de la dimensión del problema, pero también de la preocupación y la desorientación general. Contamos, sin embargo, con un sinnúmero de investigaciones y trabajos de campo que abordan el tema con suficiencia y nos permiten identificar los principales desafíos de la escuela secundaria. Sin agotar su caracterización y sin perjuicio de los logros conseguidos por políticas educativas cada vez más democráticas e inclusivas, se podría decir que la escuela tiene dificultades para: 1) enseñar satisfactoriamente lo que se propone; 2) incorporar los nuevos modos del saber al esquema institucional; 3) interesar a adolescentes que han desarrollado una forma divergente de estar en el mundo; 4) interactuar con identidades dinámicas; 5) acompañar los procesos de subjetivación actuales.
No hablamos, por si hiciera falta aclararlo, de una escuela ausente ni despreocupada. Por el contrario, la escuela sigue siendo una de las instituciones más estables de los Estados nacionales, y uno de sus principales garantes. Esa valoración es la que lleva a encomendarle misiones que muchas veces la exceden o sobrecargan, como cuando se le pide que aborde temas tales como alimentación saludable, drogas, bullying, desarrollo sustentable, idiomas nativos, etc. Y que, además, contenga a los más vulnerables, incluya la diversidad, se adapte a las exigencias del mundo contemporáneo y garantice un proceso de enseñanza-aprendizaje de alto nivel. En otras palabras, mientras las instituciones de la modernidad, una a una, se ven sobrepasadas por los efectos de la mutación cultural en curso, se ha naturalizado pedirle a la escuela que –en los distintos niveles– identifique y resuelva muchos de los nudos que el conjunto de la sociedad aún no ha podido destrabar. Es decir, los problemas de la escuela secundaria no son sólo relativos a un modelo pedagógico que se volvió inactual. Son también, y fundamentalmente, la expresión de un desencuentro epocal que en el interior de la escuela se vuelve patente, si no dramático. ¿Por qué? Porque es la institución que más horas convive con el principal actor de la mutación cultural: los jóvenes actuales. Más que cualquier otra que, a fuerza de evitar el roce con los jóvenes o de manipular los dispositivos de poder, cae en la ilusión de no ser alcanzada por la transformación.
Pero el cambio es vasto y tiene diferentes versiones. Lo podemos ver en las preocupaciones que manifiesta el mundo de la empresa cuando habla de la “desafección de los Jóvenes Y”; en el modo que la producción fabril se ve alterada por códigos, hábitos y pertenencias juveniles que desandan la tradición obrera; pero también lo podemos ver en la Puna jujeña o en zonas aisladas del litoral, con jóvenes que con celulares y compus de conectar-igualdad incorporan una interacción que altera costumbres añejas.
A esta generación le cuesta sobrellevar el desfasaje que hay entre la escuela y su modo de habitar el mundo. Para ellos la escuela es un recorte temporoespacial en el que su lógica existencial es reemplazada por una lógica “retro” que no terminan de comprender ni asimilar. Porque a pesar de los muchos docentes y directores que en la actualidad se cargan el problema sobre los hombros y acompañan las trayectorias de los jóvenes con vínculos refrescados, creando comunidad e innovando sus saberes, el sistema sigue reproduciendo ambientes del pasado. A la escuela le cuesta sincronizarse con el presente, asumir que administra saberes mutantes, en un contexto donde mucho de lo que teníamos incorporado para interactuar con el mundo se ha separado de un sentido que estaba homologado por la cultura dominante para resignificarse en forma permanente, independientemente de que lo registremos o no.
A grandes rasgos, y sin desmedro de una pormenorización mayor, los jóvenes de la escuela secundaria: 1) se perciben a sí mismos de un modo diferente al que los considera la institución; 2) experimentan una temporalidad y una espacialidad sin correlato con la lógica y los ambientes escolares; 3) se han desclasificado de los estándares interpretativos y sienten que no son evaluados adecuadamente; 4) no disponen de modelos vivos que les sirvan de referencia para afrontar las requerimientos de la sociedad conexionista; 5) construyen una lógica relacional alternativa; 6) participan de una nueva esfera pública que interpela la vigencia y la funcionalidad del plexo institucional; 7) transitan una experiencia cognitiva diferencial; 8) producen saberes fundamentales para la interacción con su mundo –y el futuro común– que no son tenidos en cuenta por las instituciones; 9) interactúan en red y en una multiculturalidad cosmopolita; 10) tienden a una lengua universal convergente. Frente a este escenario vivencial, las herramientas institucionales se tornan ineficaces –si no desfavorables– para administrar una cotidianidad que cada vez se vuelve más tensa y conflictiva.
Mientras, como quien explora un planeta desconocido, los jóvenes intercambian percepciones y figuraciones sobre un nuevo mundo de la vida. Y lo hacen en una zona de desarrollo próximo atípica: entre pares, sin la participación efectiva de saberes maduros. Esto les permite realizar ensayos prospectivos y habilitar una cognición que por el momento carece de respaldos teórico y epistemológico, pero no de elaboración ni de utilidad efectiva. De ese modo, los jóvenes participan de la construcción colaborativa de una cosmovisión emergente que revalúa la idea de trabajo, familia, amistad, pareja, dinero, política, identidad, aprendizaje, profesión, etc.
Si queremos revertir el vínculo errático que la escuela mantiene con los adolescentes actuales, estamos desafiados a interrumpir la cadena imitativa en la que nos sume la inercia cultural y a trasponer algunos corralitos conceptuales, apelando a cierta audacia pedagógica. No se trata de realizar cambios radicales. Se trata, sí, de darle entidad en el esquema institucional y curricular a un nuevo patrón cultural. Se trata de incomodarse y desprejuiciarse, de romper la palabra escolarizada y suscitar otros modos del decir, menos proclives a la condescendencia funcional. Caso contrario, corremos el riesgo de ampliar la brecha entre la escuela y la cuña experiencial de los jóvenes que hoy forja buena parte de su educación fuera del alcance escolar. Más aún, corremos el riesgo como sociedad de no agenciar saberes juveniles que conllevan un potencial promisorio para el futuro común.
* Director del Programa de Saber Juvenil Aplicado, Universidad Nacional de San Martín.
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