UNIVERSIDAD › OPINION
› Por José Pablo Feinmann
A él no le importaría, tampoco podría sorprenderlo. Estaba habituado a estas cosas. Si uno no hace buena letra, la llamada “academia” se incomoda, se sacude, se rasca, les tiene alergia a los que no se paran en la vereda en que todos lo hacen. Con León nos conocimos en la Universidad de Maryland, hace mucho, allá por 1984. Se había tramado un Congreso de Intelectuales argentinos para que hablaran de la reconstrucción del país. Nos lo confesamos en el primer café que tomamos, lejos de todo y de todos, sólo los dos, y estuvimos de acuerdo: ¿Qué país se había reconstruido? Al año, el Congreso se repitió en Buenos Aires. Alguien me acercó la opinión del maestro: él y yo éramos los únicos que no estábamos contentos. Ni con los radicales ni con los peronistas. Tiempo después –junto a varios escritores más– yo renunciaba al justicialismo. Eso le agradó a León. Tan pocas cosas le gustaban del peronismo que acaso se pudiera decir que no le gustaba ninguna. Con los años, cambió.
Pensaba con rigor y con pasión. Hablaba y sus palabras lo envolvían, era un vértigo, un tornado, tenía una oratoria expectorante, según le dijera un filósofo mexicano en Maryland. “Tú, León –había dicho—, nos enloqueces con tu oratoria expectorante.” León no buscaba enloquecer a nadie. Era un polemista admirable. De esos que quieren “ganar” las polémicas. No aniquilar al otro, sino ganar porque lo llevó a pensar mejor, a revisar sus supuestos, a descubrir esos puntos que había engarzado con ligereza, tal vez por querer derrotar a su adversario, no pensar con él, no llegar a una certeza compartida, elaborada entre los dos polemistas, en que cada uno cede algo que creía irrenunciable y no, no lo era, era el núcleo de su error, el que cercenaba su comprensión, y aceptar el desarrollo impecable del otro, su manejo riguroso de los conceptos –y León era brillante en esto– y agradecerle que le hubiera tendido una mano, por medio de la polémica, para llevarlo a un lugar en que el saber se confundía con la verdad, esa inasible reina del conocimiento, tan esquiva, tan proclamada por todos y poseída por nadie, ya que sólo existe en la lucha, ya que la verdad es la lucha por la verdad y la impone el que gana la batalla.
León era un batallador incansable. Y creía tener la verdad. Sólo desde esta certeza –verificable o no, triunfante o no– solía arrojar sobre el mundo sus veredictos morales. No vacilaba en llamar canallas a los canallas. Ladrones a los ladrones. Torturadores a los torturadores. Se apropiaba de las conversaciones. Si el pianista Oscar Levant decía de su amigo Gershwin: “Una noche con Gershwin es una noche de Gershwin”, con León, lo mismo: una noche con León era una noche de León.
Al final de sus años se acercó a la izquierda peronista. Lo encontré en un hermoso y solitario acto en que Horacio González, como director de la Biblioteca Nacional, le cambió el nombre a una sala de ese edificio que tan bien y tan largamente ha conducido. Se llamaba Gustavo Martínez Zuviría (el escritor conocido por el seudónimno Hugo Wast). Zuviría había dirigido esa biblioteca durante largos, larguísimos años. Y muy bien, según reconoció Horacio Verbitsky, uno de los oradores. Pero era antisemita y probablemente (todos fueron cautelosos en el uso de las palabras) nacionalsocialista. Después habló León. Y ese judío al que tanto entristecía el Estado de Israel, una tristeza que también y sobre todo, conjeturo, era dolor, dijo que el Estado judío –con los halcones como Benjamín Netanyahu– reproducía en sus actos represivos, en sus ataques a las poblaciones palestinas, el mismo dolor, la misma humillación, la misma cultura de la muerte que ellos, el pueblo judío, habían padecido a manos del horror nazi. ¿Cómo un pueblo que tan profundamente ha sido sometido al Mal puede ejercerlo sobre otro? Acaso ahí está la respuesta: el que ha sufrido el dolor se siente autorizado a provocarlo.
Después nos sentamos a una pequeña mesa y pedimos un par de cafés. Ahí, cálidamente, le dije: “¿Qué pasa, León? ¿Te uniste a la izquierda peronista?”. Pensó un instante. Fumaba su pipa. Dijo: “No, pero ahora los comprendo”.
¿Qué pasa en la Universidad? ¿No saben quién ha sido y quién es León Rozitchner? Se burlan de nosotros. Esa cátedra está ahí porque muchos lucharon por ella. Porque la inventó León. ¿Qué infinita mediocridad, qué cobardía ante el pensamiento riguroso y persistente, ante el coraje del pensamiento que no se entrega, que quiere cambiar o, al menos, mejorar sustancialmente este mundo oscuro, infame, desigual, mortalmente injusto, en que vivimos se atreve a extirpar el nombre de León Rozitchner como se extirpó de la Biblioteca Nacional el del antisemita filonazi Martínez Zuviría? Hace falta una cátedra León Rozitchner en la Universidad. Ese nombre es un símbolo. Es una bandera del pensamiento libre. De las conciencias ingobernables. De los juicios, incómodos o no, pero necesarios. León era incómodo. ¿Quién no lo sabe? ¿Y qué? Pensar es incómodo. Sobre todo en una sociedad organizada para que nadie piense. No destruyan esa cátedra. No extraigan el nombre de León Rozitchner de la Universidad. Mientras continúe ahí, la Universidad podrá decirse democrática. Si lo sacan, ya no.
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