Mar 04.06.2002

UNIVERSIDAD  › OPINION

Ciencia y contexto social

Por Guillermo Artana *

Decía en los `80 un reconocido físico: “Hay ciencia aplicada y todavía no aplicada”. Esta reflexión ilumina la actitud que debe tener un científico “serio” que intenta modificar el contexto social. Una actitud de búsqueda de aplicación del conocimiento que él genera para promover el bienestar del hombre y de la sociedad. Este es un contrato que deberíamos respetar los investigadores con la sociedad que nos sostiene. Requerir este tipo de “seriedad” no menoscaba la importancia de ningún área del conocimiento. Al contrario, pone el énfasis en procurar un sistema científico equilibrado y integrado, con una fuerte interacción entre las distintas áreas y con una impronta mayor en la sociedad.
La propuesta de un circuito de transferencias de conocimiento en cascada (ciencias básicas-ciencias aplicadas-tecnología) no incorpora a este contrato si el derrame sobre la sociedad sólo ocurre en la última etapa. Los defensores de este esquema deberían reflexionar a la luz del ridículo número de patentes que hoy se producen y del más ridículo número de las efectivamente transferidas. Si la Argentina hubiese definido su política científica en los últimos tiempos en forma totalmente autónoma, sería hoy menos urticante discutir la “seriedad” de nuestra actividad científica. Desgraciadamente, no ha ocurrido así. Gran parte de las reformas que se realizaron en los `90 en el sistema científico argentino, sobre todo en el universitario, ha estado en consonancia con políticas enunciadas por el Banco Mundial. Es cierto que esto ha provocado el rechazo de muchos, pero también es cierto que dichas reformas encontraron adhesión en una parte importante de la comunidad científica. Tal vez en un principio hayan existido adherentes genuinos. Otros sumaron su apoyo al ver que algunas de esas políticas implicaban una inyección importante de fondos al sistema.
Analicemos el caso de la privatización de las empresas del Estado. Ellas solían ser consideradas partenaires naturales de una gran parte de la actividad científica. En el momento de su cesión, ninguna cláusula contempló una reinversión que propiciara la preservación o el fomento de los vínculos hasta entonces difícilmente establecidos. De nuestro sector deberían haber surgido fuertes críticas por los efectos previsibles que traía para la sociedad la enajenación de estas empresas, pero ni siquiera se escucharon pronunciamientos denunciando el debilitamiento del sistema científico estatal. Un silencio cómplice invadió la mayoría de las facultades, universidades y de otros que habrían podido fijar su posición.
Al fin y al cabo, parece normal que algunos sigan hoy defendiendo una actividad científica desentendida del contexto social. Resulta un buen refugio el insistir con un modelo de producción de conocimiento “puro”, sin fronteras e independiente de la sociedad. Así se abre un paraguas protector por la posible lluvia de críticas provenientes de parte de la comunidad científica y la sociedad, que puede pedir explicaciones por el incumplimiento del contrato. Si el conocimiento es un instrumento emancipador de los pueblos y permite cortar lazos de dependencia, en las circunstancias excepcionales que hoy vivimos, nos compete a los que producimos conocimiento trabajar más que nunca lo más “seriamente” posible. Es necesario desde todas las áreas del conocimiento intentar alcanzar objetivos como el de la recuperación de la soberanía en la toma de decisiones por parte de nuestro país. Los actores del sistema científico que no se involucren con responsabilidad en la búsqueda de soluciones se sumarán a la larga lista de cómplices de la exclusión que sufre la inmensa mayoría de la población.
* Coordinador de la Comisión de Doctorado de la Facultad de Ingeniería (UBA).

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