› Por Stendhal
Terminada apenas la estatua para Julio II, Buonarroti recibió un correo que lo llamaba a Roma. Bramante no pudo parar el golpe: Julio II se mostró inquebrantable en su deseo de dar trabajo al gran hombre, aunque ya no pensase en la tumba. El partido de Bramante acababa de traer a la corte papal a su pariente Rafael. Los cortesanos le oponían a Miguel Angel. Habían aprovechado para obrar el tiempo que Miguel Angel pasó en Bolonia. Sugirieron al Papa, que sin embargo era un hombre firme y de talento, la idea singular de hacer pintar al gran escultor la bóveda de la capilla de Sixto IV en el Vaticano.
Fue un golpe maestro. O Miguel Angel no aceptaba, y entonces perdía para siempre el afecto del atrabiliario Julio II, o pintaba aquel inmenso fresco y necesariamente quedaba en inferioridad respecto de Rafael, que trabajaba entonces en las célebres cámaras del Vaticano, a veinte pasos de la Sixtina.
La trampa no podía estar mejor preparada. Miguel Angel se vio perdido. ¡Cambiar de oficio en mitad de su carrera, empezar a pintar al fresco sin conocer el procedimiento del género y pintar aquella inmensa bóveda cuyas figuras debían ser vistas desde tan lejos! En su aturdimiento no sabía qué oponer a tal sinrazón. ¿Cómo probar lo evidente?
Intentó convencer a Su Santidad de que en pintura no había hecho nunca obras de importancia; que aquello lo debía hacer Rafael. Por fin se enteró de en qué país vivía.
Lleno de rabia y de odio hacia los hombres, se dispuso para el trabajo, hizo venir de Florencia a Jacobo de Sandro, a Agnolo de Dómino, a Judaco, a Bugiardini, a su amigo Granacci, a Aristóteles de Sangallo, los mejores pintores de frescos, y los hizo trabajar en su presencia. Cuando se hubo enterado del mecanismo del género, borró lo que habían hecho, les pagó, se encerró solo en la capilla y no los volvió a ver más. Los otros, muy descontentos, regresaron a Florencia.
El mismo preparaba la cal para el estuque, molía los colores y hacía todas las demás penosas tareas que desdeñaban los más vulgares pintores.
Para colmo de contrariedades, apenas terminado el panel del Diluvio, uno de los más importantes, vio que la pintura se cubría de moho y desaparecía poco a poco. Lo dejó todo y se creyó libre de su carga. Fue a ver al Papa y le explicó lo sucedido. “Ya advertí a Vuestra Santidad que no es ése mi arte. Si no me creéis, que vayan a examinar mi obra.” El Papa envió al arquitecto Sangallo, que advirtió a Miguel Angel que había puesto mucha agua en la cal empleada en el estuque, y lo obligaron a comenzar la tarea.
En tal estado de ánimo, solo, en veinte meses, terminó la bóveda de la Capilla Sixtina. Tenía entonces treinta y siete años.
Es un caso único en la historia del espíritu humano el hacer cambiar a un artista, en la mitad de su carrera, el arte que hasta entonces había ejercido y hacerlo comenzar en otro, que se le pida como ensayo la obra más difícil y la de mayor dimensión que existe en este género, el terminarla en tan corto espacio de tiempo, sin imitar a nadie y de tal modo que ha quedado como inimitable, colocándose en el primer puesto de un arte que no había elegido.
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