Por Arthur Miller
Febrero de 1949: la tarde previa al estreno de La muerte de un viajante en el Walnut Theatre de Filadelfia. El elenco no tenía nada que hacer salvo jugar a las cartas, vagar por ahí y evitar las muestras de optimismo, para no engualichar una obra que todos creían sería un éxito.
Lee J. Cobb (el primer actor en interpretar a Willy Loman y probablemente el Willy más heroico) era lo que podría llamarse un depresivo-alegre. Tal era su tristeza que, cuando sonreía, lograba llenarte los ojos de lágrimas. Durante los ensayos había creado una figura monumental, a la altura del Rey Lear. Pero la sola idea de que subiera a escena la noche siguiente nos aterraba; durante los últimos ensayos, hacia el final de la obra, parecía perder el foco y se entregaba a un bramido sin sentido. Horas antes de que el público –esos asquerosos extraños– empezara a pasearse por el lobby del teatro, los ojos de Lee ya delataban un miedo sofocado. Cuando habíamos comenzado a ensayar, él dijo que la obra se convertiría en un hito dentro de la historia del teatro; ahora, no parecía muy seguro de estar a la altura del desafío.
Elia Kazan, el director, era amigo de Lee desde los tiempos del Group Theatre, en la década del 30, y no le costó demasiado detectar su pavor, un pavor exacerbado por los rumores que calificaban la obra de extraordinaria, convirtiéndola de antemano en el blanco predilecto de la crítica irónica. La gente llegaba desde Nueva York para presenciar una “ocasión histórica”: personas como Kurt Weill, su mujer Lotte Lenya y toda una troupe del mundo del teatro y del cine.
Si no recuerdo mal, el Auditorio de Filadelfia se encontraba enfrente al teatro y Kazan decidió que cruzáramos la calle a escuchar la Séptima de Beethoven, para relajarnos. Medio siglo después, sigo sin recordar si era Bruno Walter quien dirigía. Pero sí me recuerdo sentado en el palco y golpeado por una serie de semiclímax, cada uno haciendo su entrada majestuosa para acumularse, uno sobre otro, hasta la explosión final. Entonces me incliné hacia adelante y le susurré a Lee al oído: “Así son los últimos diez minutos”. Lo que Lee temía (y por eso aullaba durante los ensayos) era perder sus fuerzas antes del clímax final. Desesperado por sacarle provecho a cada momento, llevaba la actuación hasta ese punto en el que se sucumbe, se quiebra el arco controlado de la obra y se deja paso a las emociones propias. Asomado al borde del palco, mirando a la orquesta desde arriba, Lee asintió, como si recién en ese momento estuviera cobrando plena conciencia del genio con el que Beethoven se negaba a los clímax para poder volver sobre ellos una y otra vez, hasta que, con un dominio pleno sobre cada uno de sus temas, los tomaba todos juntos para hacerlos atravesar el techo y lanzarnos hacia los cielos.
No sé si la Séptima fue o no una fuente de inspiración, pero siempre creí que esa visita al auditorio le sirvió a Lee J. Cobb para mantenerse dentro de la obra la noche del estreno, y no desviarse nunca más.
Este texto está incluido en la edición de Penguin del CD
Beethoven: Sinfonías No. 5 & 7/
Interpretadas por Philarmonia Orchestra y
Vladimir Ashkenazy
Por John Fowles
Hace unos años tuve la suerte de ser invitado por una universidad a una charla brindada por Edward Said. Los temas principales eran Theodor W. Adorno, el gran crítico de Frankfurt, y el último período de Beethoven. Además de conocer su profundo humanismo y el hecho incidental de que fuera víctima de una rara forma de cáncer, sabía que Said era pianista y un crítico musical extremadamente agudo. Y así me lo demostró con una exposición que me remontó a mis días de estudio en Oxford, cuando me entregaba profundamente a las últimas composiciones de Beethoven, el carácter inefable de ese último período, lo indescriptible de sus efectos sobre nosotros. Me sentía particularmente conmovido por sus últimos cuartetos, a los cuales sigo considerando una de las cimas de la sensibilidad humana. Lo mismo vale para su última sonata para piano (Nº 32 op. 111). Su exquisito ariete, descrito por su autor como semplice e cantabile me ha llevado siempre hasta las lágrimas. Sin embargo reconozco que no me gusta mayormente la música orquestal. Es esa habilidad para moverse instrumentalmente a través del piano y el violín lo que me atrae de Beethoven; ésos son los instrumentos que seducen. Sus grandes sonatas para piano explican por qué. Y entre éstas, todo el mundo debería conocer –en realidad, debería sentir debilidad por– Claro de luna, Appassionata y Waldstein. Beethoven sabía cómo emocionar a la gente de un modo casi divino, cómo lograr que ciertos sonidos evoquen nuestros sentimientos más profundos. Las sonatas para piano y los cuartetos para cuerdas consiguen este efecto en mí, aunque el resto del repertorio clásico muy rara vez lo logra (de hecho, con menos frecuencia que ciertas formas secretas del jazz y la música oriental). Las emociones que conjura van más allá que cualquier emoción despertada por músicos como Mozart y Bach.
Hace pocos días, visitando un lugar recóndito de Grecia, un sitio en el que siempre me pareció estar cerca del Paraíso, pensé que, en un mundo verdaderamente feliz, creado por un Dios real, todos deberíamos tener acceso a un lugar así. En un rincón de mi corazón, parado frente a ese paisaje, sentí que las sonatas para piano de Beethoven, tocadas por Ashkenazy, ofrecen diferentes caminos para acceder a ese mismo lugar.
Este texto está incluido en la edición de Penguin del CD
Beethoven: Claro de luna, Appassionata,
Sonatas para piano, Waldstein / Interpretado
por Vladimir Ashkenazy
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