› Por Charles Baudelaire
En España, un hombre singular ha abierto nuevos horizontes en lo cómico.
A propósito de Goya, debo en primer lugar remitir a mis lectores al excelente artículo que Théophile Gautier ha escrito sobre él en Le Cabinet de l’Amateur, que fue posteriormente reproducido en un volumen de misceláneas. Théophile Gautier está perfectamente preparado para comprender semejantes naturalezas. Por otra parte, en cuanto a las técnicas de Goya –aguatinta y aguafuerte mezcladas, con retoques a punta seca–, el artículo en cuestión contiene todo lo necesario. Quiero solamente añadir unas palabras acerca del elemento sumamente raro que Goya ha introducido en lo cómico: quiero hablar de lo fantástico. Goya no es exactamente nada de especial, de particular, ni cómico absoluto, ni puramente significativo, a la manera francesa. Sin duda alguna, a menudo se zambulle en lo cómico feroz y también se eleva hasta lo cómico absoluto; pero el aspecto general bajo el que ve las cosas es principalmente fantástico, o, mejor dicho, la mirada que echa sobre las cosas es una traductora naturalmente fantástica. Los Caprichos son una obra maravillosa, no solamente por la originalidad de los conceptos, también por la ejecución. Imagino ante Los Caprichos a un hombre, un curioso, un aficionado, que no tiene la menor idea de los hechos históricos a los que varias de esas planchas hacen alusión, un simple espíritu de artista que no sabe ni quién es Godoy, ni el rey Carlos, ni la reina; sin embargo, sentirá en lo más hondo de su cerebro una viva conmoción, producida por el estilo original, la plenitud y la certeza de los medios del artista, y también por esa atmósfera fantástica que baña todos sus temas. Por lo demás, en las obras surgidas de las personalidades profundas hay algo que recuerda esos ensueños periódicos o crónicos que asedian regularmente nuestro sueño. Es eso lo que define al verdadero artista, siempre duradero y vivaz hasta en sus obras fugitivas, por así decirlo pendientes de los acontecimientos, que llamamos caricaturas; es eso, digo, lo que distingue a los verdaderos caricaturistas históricos de los caricaturistas artísticos, lo cómico fugitivo de lo cómico eterno.
Goya es siempre un gran artista, a menudo tremendo. Aúna a la alegría, a la jovialidad, a la sátira española de los buenos tiempos de Cervantes, un espíritu mucho más moderno, o al menos que ha sido mucho más buscado en los tiempos modernos, el amor a lo inasible, al sentimiento de los contrastes violentos, los espantos de la naturaleza y de las fisonomías humanas extrañamente animalizadas por las circunstancias. Es curioso observar que este espíritu que sigue al gran movimiento satírico y demoledor del siglo XVIII, al que Voltaire le habría estado agradecido, por la idea solamente (pues el pobre gran hombre no tenía ni idea en cuanto al resto), por todas esas caricaturas monacales –monjes bostezantes, monjes glotones, cabezas cuadradas de asesinos preparándose para los maitines, cabezas arteras, hipócritas, finas y malvadas como los perfiles de las aves de rapiña–; es curioso, digo, que ese execrador de monjes haya soñado tanto con brujas, sabbat, maleficios, niños a los que se asa al espetón, yo qué sé, todos los excesos del sueño, todas las hipérboles de la alucinación, y además todas esas blancas y esbeltas españolas que las viejas sempiternas lavan y preparan bien para el sabbat o bien para la prostitución nocturna, ¡sabbat de la civilización! La luz y las tinieblas juegan a través de todos esos grotescos horrores. ¡Qué singular jovialidad! Recuerdo en particular dos planchas extraordinarias: una representa un paisaje fantástico, una mezcla de nubes y rocas. ¿Se trata de un rincón de Sierra desconocido y poco frecuentado? ¿Un ejemplo del caos? Allí, en el centro de ese teatro abominable, tiene lugar una encarnizada batalla entre dos brujas suspendidas en el aire. Una está a caballo sobre la otra, la vapulea, la doma. Esos dos monstruos se desplazan a través del tenebroso aire. Todo el horror, todas las indecencias morales, todos los vicios que puede concebir el espíritu humano aparecen escritos sobre esas dos caras que, siguiendo una costumbre frecuente y un procedimiento inexplicable del artista, se encuentran a medio camino entre el hombre y la bestia.
La otra plancha representa un ser, un desgraciado, una mónada solitaria y desesperada, que quiere salir a toda costa “de su tumba”. Los demonios malévolos, una miríada de feos gnomos liliputienses, hacen peso con todas sus fuerzas sobre la tapa de la tumba entreabierta. Esos guardianes vigilantes de la muerte se han coligado contra el alma recalcitrante que se consume en una lucha imposible. Esa pesadilla se agita en el horror de lo vago y de lo indefinido.
Al término de su carrera, los ojos de Goya se habían debilitado hasta el punto que, dicen, había que afilarle los lápices. Sin embargo, incluso en esta época, ha hecho extraordinarias litografías de gran valor, entre ellas corridas de toros llenas de gente y de hormigueo, planchas admirables, inmensos cuadros en miniatura –nuevas pruebas en apoyo de esa ley singular que rige el destino de los grandes artistas, que exige que, gobernándose la vida a la inversa de la inteligencia, ganen por un lado lo que pierden por el otro, y vayan así, conforme a una juventud progresiva, fortaleciéndose, remozándose, creciendo en audacia hasta el borde de la tumba–.
En el primer plano de una de esas imágenes, donde reinan un tumulto y un barullo formidables, un toro furioso, uno de esos rencorosos que se ensañan con los muertos, ha quitado la parte trasera de los calzones a uno de los combatientes. Este, que no está más que herido, se arrastra pesadamente sobre las rodillas. La formidable bestia ha levantado con los cuernos la camisa desgarrada dejando al aire las dos nalgas del infortunado, e inclina de nuevo el hocico amenazante; pero esta indecencia en la carnicería apenas conmueve a la asamblea.
El gran mérito de Goya consiste en crear lo monstruoso verosímil. Sus monstruos han nacido viables, armónicos. Nadie se ha aventurado como él en la dirección del absurdo posible. Todas esas contorsiones, esas caras bestiales, esas muecas diabólicas están imbuidas de humanidad. Incluso desde el punto de vista específico de la historia natural, sería difícil condenarlos, tanta es la analogía y armonía de todas las partes de su ser; en una palabra, la línea de sutura, el punto de unión entre lo real y lo fantástico, es imposible de aferrar; es una frontera difusa que el analista más sutil no sabría trazar, el arte es a un tiempo trascendente y natural.
Los flamencos y los holandeses han hecho, desde el principio, cosas muy bellas, de un carácter verdaderamente especial y autóctono. Todo el mundo conoce las antiguas y singulares producciones de Brueghel el Loco, a quien no hay que confundir, como han hecho varios escritores, con Brueghel del Infierno. Que ahí dentro hay una cierta sistematización, una determinación de excentricidad, un método en lo insólito, es indudable. Pero es igualmente cierto que este extraño talento tiene un origen más elevado que el de una especie de apuesta artística. En los cuadros fantásticos de Brueghel el Loco se pone de manifiesto toda la potencia de la alucinación. ¿Qué artista podría componer obras tan monstruosamente paradójicas, si no se sintiera empujado desde el comienzo por alguna fuerza desconocida? En arte, es algo en lo que nunca se ha insistido lo bastante, la parte que se deja a la voluntad del hombre es bastante menor de lo que se cree. Hay en el ideal barroco que parece haber perseguido Brueghel muchas analogías con el de Grandville, en particular si se desean examinar las tendencias mostradas por el artista francés durante los últimos años de su vida: visiones de un cerebro enfermo, alucinaciones de la fiebre, cambios a la vista de los sueños, extrañas asociaciones de ideas, combinaciones de formas gratuitas y heteróclitas.
Las obras de Brueghel el Loco pueden dividirse en dos clases; una de ellas contiene alegorías políticas hoy prácticamente indescifrables. Es en esa serie en la que encontramos casas cuyas ventanas son ojos, molinos cuyas alas son brazos, y mil pavorosas composiciones en las que la naturaleza es incesantemente transformada en logogrifo. Aun más, muy a menudo, resulta imposible decidir si ese tipo de composición pertenece a la clase de los dibujos políticos y alegóricos, o a la segunda clase, que es evidentemente la más curiosa. Esta, que nuestro siglo, al que nada le es difícil de explicar gracias a su doble carácter de incredulidad e ignorancia, calificaría simplemente de fantasías y caprichos, contiene, así me parece, una especie de misterio. Los últimos trabajos de algunos médicos, que por fin han vislumbrado la necesidad de explicar una infinidad de hechos históricos y milagrosos por otros medios que los cómodos de la escuela volteriana, que sólo veía en todas partes la habilidad en la impostura, no han conseguido aún esclarecer todos los arcanos psíquicos. Pues desafío a que se explique todo el amasijo diabólico y chistoso de Brueghel el Loco si no es por una especie de gracia especial y satánica. Sustituyan, si lo desean, la palabra gracia especial por la de locura, o alucinación; pero el misterio continuará siendo casi igualmente oscuro. La colección de todas esas piezas propaga un contagio. Las comicidades de Brueghel el Loco producen vértigo. ¿Cómo ha podido una mente humana contener tantas diabluras y maravillas, engendrar y describir tan espantosos absurdos? No puedo comprenderlo ni determinar claramente la razón; pero frecuentemente encontramos en la historia, incluso en más de una parte moderna de la historia, la prueba de la inmensa fuerza de los contagios, del envenenamiento por la atmósfera moral, y no puedo evitar señalar (aunque sin afectación, sin pedantería, sin una finalidad afirmativa, como probar que Brueghel ha podido ver al diablo en persona) que esta prodigiosa floración de monstruosidades coincide en la más singular de las maneras con la famosa e histórica epidemia de las brujas.
Este fragmento pertenece a Lo cómico y la caricatura de Charles Baudelaire. Editorial La balsa de la Medusa.
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