Mié 30.12.2009

VERANO12  › “DE MáS LEJOS”, DE MIGUEL BRIANTE

Los gauchos fumados

› Por Juan Forn

Miguel Briante nació en 1944, en General Belgrano. A los diecisiete años ganó en Buenos Aires un famoso concurso organizado por la revista El Escarabajo de Oro (en el jurado estaban Beatriz Guido, Dalmiro Sáenz, Humberto Costantini y Augusto Roa Bastos) y antes de cumplir los veintitrés había publicado dos libros de cuentos tan cortos como extraordinarios (Las hamacas voladoras y Hombre en la orilla). Pero debieron pasar veinte años para que publicara su tercer libro de cuentos (Ley de juego), que en realidad rescataba y reordenaba su breve obra cuentística anterior y le agregaba apenas veinte páginas, en forma de cuatro cuentos nuevos: los que él llamaba “de gauchos fumados”. En esos veinte años intermedios, Briante se dedicó al periodismo con los dientes apretados y sufrió el karma de los escritores poco prolíficos: que se le exigiera más obra, que se lo viera como una promesa malograda, que se fueran olvidando de su voz literaria.

En el medio intentó una novela (Kincón) que pareció clausurar su vínculo con la literatura: por lo que pudo o lo que no pudo poner en ella (eso lo sabía sólo él, y daba versiones diferentes del asunto según su humor). Lo cierto es que después de ese libro, que terminó a los veintiséis años (aunque publicó bastante más tarde y fantasmalmente, en la horrible Argentina de 1975), empezó un vaivén que iba a ser el leitmotiv del resto de la vida de Briante, hasta que murió prematuramente, a los cincuenta años: dejar el periodismo para poder escribir, añorar el periodismo cuando estaba afuera.

La publicación póstuma de sus mejores crónicas (en el volumen titulado De este mundo) demostró no sólo que Briante no había sido tan poco prolífico como siempre se lo “acusó” (la gran mayoría de esas crónicas, escritas bajo la presión y las limitaciones del cierre diario, han resistido más que airosas el paso del tiempo) sino que ese ejercicio a regañadientes del oficio periodístico le era a Briante tan necesario como respirar: un tipo como él no podía vivir sin contar historias. Eso es lo que se llama “respiración narrativa”, y se practica no sólo publicando libros sino en la máquina de escribir de una redacción o incluso en la tertulia trasnochada de un bar.

El cuento que se reproduce en estas páginas es uno de los protagonizados por esos “gauchos fumados” de Briante. Sucede en General Belgrano, o más precisamente “en lo de Arispe”, una mezcla de boliche de pueblo y sala de espera existencial ambientada en la nada que es el territorio por excelencia del universo narrativo de Briante. En ese boliche, como en la literatura, no pasa convencionalmente el tiempo (o pasa lejos, que viene a ser lo mismo). En ese boliche puede entenderse lo que significa para Briante ese rito que vulgarmente se conoce como el ejercicio de la palabra: las historias que tenemos adentro van haciéndose cada noche más grandes dentro de nosotros, hasta que nos decidimos a contarlas. Y uno cuenta una historia para saber cómo termina, para saber si esa historia vivirá. De eso se trata, en el fondo, todo el asunto: de lograr, como fue el caso de Briante, que cuando uno muera, la historia que contó siga viviendo.

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