› Por Ariel Dorfman
¿Te han hablado acerca del número 55?, dijo ella. Es un nuevo servicio. Ven. Ven, que te lo muestro.
Levantó el teléfono. El no se había dado cuenta de que el aparato estaba ahí, escondido, casi como acunado, en medio del revoltijo de las sábanas, un modelo viejo, de ésos que ya nadie fabrica, con la serpiente negra de un cordón colgándole umbilicalmente, o tal vez como el tentáculo de una enredadera, porque se meció suavemente cuando ella se puso a discar.
Hola, dijo ella, se lo dijo al teléfono. Hola. Una madre y su chico, sí. Ambos decapitados en una accidente de automóvil. En la última media hora. Me gustaría que se me informara de quién se trata, los nombres, eso.
Ella esperó y le sonrió, extendió sus piernas sobre la cama. El notó de nuevo cuán sucio estaba su camisón, tenía que tomar cartas en el asunto. Pero no era lo de que de veras estaba pensando. Estaba pensando: así que en esto se pasa, en esto se entretiene durante el día, durante la noche, ésta es la última novedad.
Es la última novedad, dijo ella, como si pudiera leerle el pensamiento. Lo que siempre había sido capaz de hacer, pero de alguna manera no esperaba que siguiera siendo así esta vez, en esta visita. Ella cubrió con una mano la boca del teléfono, pero en forma suave, no como si estuviese sofocándolo o le diera rabia ni nada por el estilo, solamente el velo de esa mano en el receptor para que la persona al otro lado no pudiese escuchar lo que iba a decir. Son muy atentos, simpáticos. A veces conversamos por horas. Bueno, no exactamente por horas. Hablamos todo lo que se puede. No quiero que esta mujer o que otra mujer tenga problemas porque son todas mujeres, eso es lo que me gusta de este servicio, hasta me he preguntado si quizá podría conseguir una pega con ellos, sabes, porque lo podría hacer desde acá. Tendría que aprender a usar una computadora, claro, pero las mujeres me cuentan que es fácil, una nonada, eso me dijeron, me acuerdo de esa palabra, nonada, porque me encantó. Pero justamente por eso, porque son tan buenas conmigo, no quisiera que ninguna de ellas tuviera problemas, que las echaran por hablar demasiado con un cliente. Que alguien como yo les mantuviera ocupada la línea, sobre su cuota, eso quiero decir. Que echaran a ésta, por ejemplo. Aunque eso podría abrir una posibilidad para mí, una oportunidad, digo. Mandar mis datos, pedirles trabajo.
Ahora ella dejó de hablar, retiró su mano, se rascó la oreja con la mano, le dijo al teléfono: ¿Está segura? Ella se calló, se puso a escuchar por unos segundos. Un momentito. Voy a anotar los detalles.
El la vio estirar la misma mano, la que no empuñaba el receptor, vio cómo se alargó perezosamente hacia la mesa de luz donde un pedazo de papel y una lapicera bic reposaban en medio de un desbarajuste de medicinas. Colocó la hoja de papel sobre las sábanas y garabateó algunas palabras, en forma laboriosa, menos como una chica de seis años aprendiendo a escribir que como una persona cualquiera en cualquier lugar que tendría problemas, perfectamente normales, en borronear algo con una mano en un pedazo de papel torcido por el contorno deforme de la ropa de cama. El tuvo ganas de apretar los bordes de la hoja, ayudarla, tal como ella le había ayudado a él cuando era niño, y ella una adolescente en toda su plenitud, gloriosamente segura del cuerpo al que él no se atrevía a mirar, en ese entonces, temeroso de que ella percibiría el efecto electrificante que tenía sobre él esos pechos a punto de florecer, el florecimiento de su alegría perpetua. Pero no hizo nada ahora, dejó que ella apuntara las letras como si fueran palos y no signos.
¿Dijo F o dijo S? preguntó ella, se lo preguntó al teléfono. Una S, por cierto, claro que sí. Es difícil advertir la diferencia. O tal vez debería decir la diserencia. Y se rió y la risa era tan agradable como siempre, tibia en el invierno y refrescante en el verano, eso es lo que él siempre había pensado, y lo pensó de nuevo en esta pieza donde la temperatura era invariablemente la misma, las luces eran siempre las mismas noche y día, de manera que así pasaba ella sus días. Y sus noches. También sus noches.
No, no, soy yo la que debo dar las gracias, decía ella ahora, hablando por teléfono. Soy yo la que siente gratitud, tiene que creerme. Esta es información interesante, pero muy interesante. La voy a llamar más tarde para saber algo más acerca de la familia accidentada, ¿tal vez me va a tocar Ud. la próxima vez? Y que usted también esté bien, mi amor.
Colgó y le pasó el pedazo de papel. Eran casi indiscernibles los dos nombres que ella había pintarrajeado, él prefirió ni siquiera intentarlo.
Es un gran servicio, el número 55, dijo ella. ¿Quieres hacer la prueba? Sólo son trescientos pesos la hora. Imagínate. No deben pagar muy bien a sus empleados, pero las mujeres son asiduamente corteses y sorprendentemente eficaces. Pregúntales algo, anda, te va a gustar.
Ella le estaba alargando el teléfono entero hacia él, casi como una ofrenda, un pollito negro y muerto o algo semejante, una criatura que alguna vez estuvo viva, a la que habían degollado y, por primera vez esa tarde, él no supo qué hacer. Vamos, vamos, yo te convido. Yo tengo algo de plata, de mis ahorros. ¿Qué cosa te gustaría saber, averiguar? ¿La última noticia que te mueres por conocer y que no sabes?
El lo que quería saber era cómo estaba ella, cómo se estaba manejando después de la última intervención, pero eso no era algo que iba a poder articular, ni ahora, ni antes, ni nunca, y por cierto no se trataba del tipo de pregunta que las simpáticas mujeres al otro lado de esa línea iban a poder responder.
El dijo: No soy muy bueno para esto. No tengo la experiencia.
¿La experiencia? Y ella se rió, desde muy adentro de la garganta, feliz con la palabra o tal vez con la idea de que ella poseía algo que él no, una zona donde ahora, tantos años más tarde, ella tenía más habilidad y talento. Tienes razón.
Hazlo tú por mí, dijo él. Pregúntales algo a nombre mío, algo que crees que necesito saber.
¿Al número 55?, preguntó ella. ¿Quieres que vuelva a llamar al número 55?
Sí, dijo él. Pregúntales algo.
Tal vez me va a tocar la misma mujer que esta última vez. Ella meneó la cabeza con entusiasmo, pero con una leve ola de agitación que él no había anticipado. Tal vez ella me va a reconocer, pero esta vez no vamos a ponernos a parlotear, no vamos a –¿cómo se dice?– prolongar la conversación. ¿Qué quieres que te averigüen? Lo que sea, puedes preguntarles lo que sea y siempre te consiguen una respuesta.
Acerca de esta madre y su chico, dijo él ahora, exhibiendo los nombres sobre el papel que todavía yacía frente a él, como un bostezo entre ellos, o más bien como si fuera una balsa sobre un lago que se bamboleaba cada vez que ella movía sus piernas, removía la ropa de cama. Pregúntales si alguien queda vivo en la familia que tuvo ese accidente, un padre, otro hijo, una hija tal vez, dijo él, pregúntales eso.
Me gusta esa idea, dijo ella, arqueando la cabeza para un lado como solía hacer, y de pronto él la vio el día de su matrimonio, cuando ella había arqueado el cuello exactamente de esta manera para besar los labios del hombre que ella amaba, el hombre que había jurado amarla para siempre jamás. Y también le vino como un diluvio el recuerdo de la luz resplandeciente que la envolvía esa mañana, por lo menos en su memoria, el sol que apareció desde detrás de las nubes en ese preciso instante, como si fuera todo parte de un plan. Tú siempre has sido un hombre bueno, dijo ella repentinamente, que le importa la vida de los demás, los que han logrado sobrevivir. Fuiste así de niño, siempre fuiste así. Tal vez demasiado. Porque es posible, sabes, preocuparse demasiado por los demás, ¿sabías eso?
¿Se trata siempre del número 55?, preguntó él, porque se sintió extrañamente azorado por esa remembranza, cómo ella lo recordaba. No había nadie más en el mundo que sabía cosas como ésas, nadie salvo ellos dos que podían rememorar cosas como éstas.
Un bufido se le escapó por las narices. Es cierto de que te falta experiencia, oye, dijo, pero fue un regaño gentil, no como si estuviera reconviniéndole sino más bien como “ay estos hombres”, o tal vez turbada porque por ahí su hermano estaba mostrando signos de envejecer, el hermano que no entendía algo tan elemental. Claro que siempre es el número 55. ¿Crees que este servicio se consigue con un número cualquiera? Siempre es el número 55. Vamos, díscalo tú.
Pero no le pasó el teléfono. Ella mismo apretó dos teclas y esperó.
No están respondiendo, dijo. Pero yo puedo esperar. Quiero decir, son tan populares, tal vez no debería contarle a nadie acerca de este servicio. Ahora la línea está ocupada.
Colgó y volvió a discar. Puedes preguntarle todo lo que se te ocurra, dijo. Cómo terminar con el cáncer. O con la guerra. Eso era algo que siempre te agitaba, ibas a todas esas marchas por la paz.
Iba porque tú me llevabas, dijo él.
Bueno, pues, ahora puedes averiguarlo; cómo terminar con las matanzas, las guerras, digo. Las bombas. Es cosas de preguntarles. Esas mujeres tienen una respuesta para todo. ¿Sabes lo que me contaron el otro día? Anoche mismo, fíjate. Le pregunté a ella, le pregunté acerca de esta enfermera, creo que así se llama. No muy agradable, sabes, un poco perfeccionista y muy mandona. Cómo manejar las cosas con ella, con la enfermera, eso pregunté. Y la mujer en el número 55 respondió, la persona que de veras es poderosa es alguien que sabe convertir al enemigo en un amigo. ¿Un buen consejo, no? Un consejo que voy a seguir, de eso no te quepa duda. Dejar que ellas me sirvan de guía en los días que me faltan, antes de irme de este lugar. Una lástima. No están respondiendo ahora. Tal vez si lo intentaras tú...
No sabría yo cómo preguntar, dijo él.
Ella colgó de nuevo y esperó y enseguida, muy cuidadosa y deliberada y puntillosa, apretó dos veces la tecla con el número 5. Cerró los ojos como para escuchar con más atención, como si ese gesto ayudara a liberar la línea ocupada. Y él utilizó la oportunidad para mirar de soslayo su reloj, se sintió transfigurado por el estremecido tartamudeo del segundero reptando por la cara del reloj, subiendo hasta el doce. Cuando él logró zafar sus ojos, ella había abierto los suyos, pero no hizo alusión a ella, que ella lo había pillado consultando ese reloj que había pertenecido a papá, que ella había insistido que él debía heredar, llevar.
El prefirió callarse, con la esperanza de que ella no diría nada acerca del reloj, nada acerca del papá.
No dijo una palabra al respecto. Siempre había sido así, protectora, considerada, y ahora preguntó, súbitamente, enfurruñando el entrecejo, perpleja: ¿Has cambiado el modo en que te partes el pelo?
Lo tengo así hace treinta años, dijo él.
Oh no, dijo ella. Siempre lo partes por el lado izquierdo. No me lo niegues, porque soy yo la que te peinaba. Las manos también tienen memorias, sabes, las puntas de los dedos recuerdan cosas que hasta el cerebro olvida.
¿El cerebro?
Sí, que hasta un cerebro en perfectas condiciones olvida. Y tú siempre partías el cabello por el lado izquierdo.
Soy zurdo, dijo él. Mamá nunca se dio cuenta. Ni tú tampoco. Pero cuando tuve edad suficiente, bueno, empecé a peinarme con la mano izquierda, así. La última vez que me peiné el pelo de otra...
Ella lo hizo callar. Espera, espera. Están contestando. Sí, sí, soy yo. Sí, mi amor, de nuevo. Tengo otra pregunta.
El casi no atendió las próximas palabras de ella, la conversación acerca del resto de la familia, si alguien había sobrevivido el accidente donde habían muerto la mamá y el chico, algo acerca de qué triste es tener que recibir la noticia de un fallecimiento repentino, una enfermedad terrible, algo así, él logró borrar de alguna manera ese cotorreo de su mente, miró una de las murallas blancas, tan blancas, de la habitación y comenzó a ensayar lo que iba a decirle a su esposa una vez que retornara al hogar.
¿Cómo está?, ella le preguntaría, sin que de veras estuviese interesada, pero eso iba a preguntarle seguro, siempre le preguntaba lo mismo, a veces eso, a veces si la enfermedad se había acelerado.
Y él: todo lo bien que puede estar ella, lo que siempre decía y que repetiría una vez más, tratando de no ser excesivamente enfático podía tomarse como un signo de confusión, de debilidad, su hermana le había enseñado eso hace tiempo. Todo lo bien que puede estar.
La voz de ella de pronto interrumpió ese pensamiento.
Prefiero que no le cuentes nada, dijo ella. A tu mujer, dijo. Cuando ella te lo pregunte. Si me puedes hacer el favor.
¿Contarle qué?
Algún asomo de pánico, una nonada, se deslizó en sus ojos, oscureció lo que esos ojos podían admitir, porque ahora ella le sonrió, dirigió un par de palabras al teléfono. ¿Sabe qué más? La voy a llamar más tarde, mi amor. Y dígale a la compañía que su servicio ha sido estelar. Quiero que sepan que yo creo que usted está haciendo un trabajo de maravillas.
¿Contarle qué?, insistió él.
Acerca del número 55, dijo ella. No le cuentes a tu mujer todavía acerca del número 55, si puedes hacerme ese favor. Cuando te pregunte en qué ando.
No lo haré, respondió él. Ni una palabra. Ni a ella ni a nadie más acerca del número 55. Va a ser un secreto, algo que vamos a compartir nosotros solitos, nada más que tú y yo, tú y yo.
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