Dom 13.02.2011

VERANO12

Versión de un relato de Hammett

› Por Juan Sasturain

Era un hombrón ancho y de cabeza achatada. La americana color mostaza lo forraba como la tensa piel de un embutido. Tenía ojillos negros que brillaban como su pelo demasiado húmedo para las tres de la tarde de un martes. Ese hombre no trabajaba habitualmente. Pero transpiraba. Pequeñas gotas de agua humedecían el borde del cuello de la camisa amarilla tensada por la presión del pedazo de carne estrangulada que amenazaba con lanzar el botoncillo hacia adelante. Además, tenía una pistola en la mano y había empezado a decir algo que Bless no entendía bien:

–Al está cansado, nene. Dice que le haces perder mucho tiempo al personal con tus demoras.

Bless buscó la camisa en medio del desorden de la cama, trató de ordenar al menos sus ideas, pensó vagamente dónde estaría Marie.

–No entiendo –dijo para ganar tiempo–. ¿Trabajas para Al, chico? Hace tiempo que no lo veo al muy cochino.

Se detuvo teatralmente, como si recién entonces reparara en el pedazo de fierro negro que el otro sostenía en la mano derecha como un monaguillo prescindente y sombrío que asistiera a un rito macabro.

–Guárdate eso, mejor. Espérame un momento. Voy a darme un regaderazo y estoy contigo.

–No te muevas, Bless. Estamos cansados de tu humor gastado y tus trucos de chico malcriado. ¿Tienes la pasta?

En ese momento Bless vio la puerta entreabierta, los pies grandes del que había quedado en el pasillo.

–Podrían haber avisado por teléfono que vendrían... El tímido de Al... Siempre ha tenido dificultades para hablar, problemas de comunicación.

–Apúrate, Zottola... Viene una vieja –cuchicheó el de la puerta.

El transpirado Zottola se impacientó, dio un paso al costado. Bless vio que el pie derecho pisaba las bragas de Marie, abandonadas allí hacía una eternidad. ¿Dónde estaría Marie ahora?

Un dedo chiquito y sucio, con la uña comida, se apoyó en el papel de la máquina de escribir:

–¿Qué son las bragas, Hugo?

–La bombacha.

–¿Por qué no ponés bombacha, entonces?

–Esto es para leer en España y allá se dice bragas.

–Es una palabra fea. No parece que quiera decir eso.

–Es cierto, Chacha. ¿Qué tendrían que ser las bragas?

–Unos pescados. Es nombre de pescado.

–Mmmmm... Bragas al horno con papas y salsita con mucho aceite.

–¿Qué hizo este Bless?

–¿Bless?... Creo que debe plata. Debe haber apostado a los caballos o se quedó con el dinero de un cargamento de whisky clandestino que era para ese Al que nombran al principio.

–¿Es malo?

–¿Quién? ¿Bless?

–Sí.

–No, me parece que no. Un poquito loco debe ser.

–No dejes que el otro lo mate.

–Te lo prometo, Chacha: no le va a pasar nada a Bless.

–¿Y cómo se llama la novia?

–Marie.

–¿Es linda?

–Ufff.... Rubia, con el pelo ondulado así.

–¿Y por qué deja la bombacha tirada en el suelo?

–Debe haber ido al baño a cambiarse, Chacha. Es tarde ya.

–Es temprano. Ahí dice que son las tres de la tarde.

–No te hagas la boba: es tarde para vos. Andá a la cama.

–Hasta mañana.

–Un beso.

Chacha caminó descalza con su camisoncito corto, haciendo quejarse las largas tablas del piso. Abrió la puerta que tenía el afiche de Mafalda sujeto con chinches.

–Hacé pis, primero.

Chacha volvió y entró por la puerta de al lado, la del afiche de Laurel y Hardy. Hubo ruiditos de pis. No apretó el botón.

–¿Qué quiere decir clandestino?

–Whisky clandestino quiere decir que estaba prohibido y lo fabricaban igual.

–¿Me cambio las bragas?

–Okey, Marie... Déjalas allí que tu madre las pondrá en el fregadero.

–¿A qué hora viene mamá?

–Dentro de un rato. Dejame trabajar, Chachita...

–Mirá si ahora golpean la puerta y es ese señor Zottola...

–Hasta mañana.

La puerta del afiche de Mafalda hizo clic y se cerró detrás del camisón de Chacha.

No hubo ningún ruido por varios minutos.

La puerta volvió a hacer clic. Chacha se asomó.

–¿No escribís más?

–Estoy pensando en cómo sigue.

–Que no lo maten a Bless, eh...

–No. Ahora sigo, quedate tranquila. Dormite.

–Bueno.

La puerta de Mafalda hizo clic por tercera vez y la máquina de escribir arrancó, entrecortada, a los tirones.

–No te muevas, Bless... ¿Vas a pagar o no?

–No suelo acostarme con dinero encima, muñeco.

–Si tocas ese cajón te quemo.

Hugo tachó las dos últimas líneas con golpes furiosos de la equis. Prosiguió:

–¿No has visto a Marie por un casual, Zottola? Estaba aquí, a mi lado, cuando me dormí. No puede haber ido muy lejos sin bragas –dijo Bless apuntando con su dedo a los pies del otro.

Fue un instante. Cuando el hombrón bajó la mirada a la puntera de sus zapatos, Bless le arrojó el cobertor al cuerpo y se lanzó sobre él. Forcejearon y Zottola gritó:

–¡Tony, ayúdame, Tony!

–Rayos, qué pasa... –exclamó el muchachito delgado y enjuto al entrar en la habitación.

Cuando quiso llevar la mano a la sobaquera que abultaba bajo la americana a cuadros, ya Bless era dueño de la situación:

–Distiéndete. Esos no son modos, Tony...

Bless había inmovilizado a Zottola pasando el brazo izquierdo bajo su barbilla. Con la otra mano enarbolaba la pistola y mantenía a raya a Tony.

–No voy a lastimarte, muchacho –dijo.

El chaval separó las manos del cuerpo lentamente y desvió la mirada. Hizo un visaje imperceptible. Bless comprendió que algo lo amenazaba a sus espaldas pero no tuvo tiempo de nada.

La llave carraspeó en la cerradura de la puerta de calle, giró finalmente.

Se volvió y esperó verla aparecer.

–Hola –dijo ella con un suspiro acalorado.

–Suerte que eras vos y no Zottola.

–¿Quién es Zottola?

Hugo señaló las hojas escritas, el título que las encabezaba con gruesos trazos de marcador negro: Perdónanos nuestros pecados. Un relato

inédito de Dashiell Hammett. Versión española de Rodrigo de Hoz.

–¿Cuánto? –dijo ella mientras dejaba el bolso y los volantes sobre la cama.

–De novecientas a mil líneas para el lunes. Voy bien.

–Quiero decir cuánto te van a pagar. ¿Te aumentaron?

–No. Pero la peseta subió el año pasado y dicen que durante el ‘83 va a seguir para arriba. Si entrego a término, lo cobro el 5 de diciembre.

–¿Y tenés idea de cómo termina, al menos? Porque no quiero otra vez tener que soportar tu angustia de fin de semana buscando un asesino y un buen final en cien líneas... –Ella agitó la cabeza con escepticismo–. No entiendo cómo hay editores tan ingenuos... ¿Cuántos cuentos supondrán estos gallegos que ha escrito Hammett?

–Muchos. En los viejos Leoplán de los años cincuenta hay montones que jamás se reunieron en libro. Yo no hago más que inventar en ese sentido. Han gustado más algunos de los falsos que los verdaderos... ¿Qué te parece el nombre del traductor?

Pero ella después de abrir la ventana a la noche espesa de Buenos Aires se había ido a la cocina y no lo oía. Siempre, cuando venía de la calle se hacía un té: en verano o en invierno, en Barcelona o en San Telmo. Siempre un té.

–¿Chacha?

–Recién se durmió.

–¿Te preguntó dónde fui?

–Ya sabe: a ver a papá. A veces dice “a Roberto”.

Hubo un silencio breve. Hugo hizo ruido con el espaciador de la vieja Remington:

–¿Cómo estaba? –dijo.

–Como siempre, como todas las semanas: mucha represión y cada vez somos menos los que vamos... La novedad de hoy fue que no podíamos quedarnos quietos en un lugar, había que circular... Viste cómo es Caseros. Además, nos prohíben llevar pancartas. Sólo repartir volantes.

–Quise decir cómo estaba él.

–No jodas. Ya sabés que no me dejan verlo.

–Pero vas. Todos los martes vas. Y seguirás yendo hasta que...

–¡¿Hasta qué?!

El grito de ella terminó con el ruido aspirado de la nariz. No lloraba; pero lloraría.

–No sé para qué mierda volvimos. Hace tres meses que estamos acá y todo se repite. Tendríamos que habernos quedado en Barcelona –dijo Hugo mirando el papel, la palabra espaldas, precisamente–. Ya no están los milicos pero es como si estuvieran. Yo por lo menos tendría que haberme quedado en Barcelona. Vos no sé, tenés tus razones.

–El viernes hay una marcha por los desaparecidos y los presos políticos –dijo ella sin invitar, con voz neutra. Aspiró ruidosamente otra vez.

Hugo no dijo nada y de inmediato comenzó a teclear:

–¡Marie! –alcanzó a exclamar.

La muchacha descargó todo el peso del atizador sobre la frente de Bless y luego volvió a golpearlo mientras caía, arrastrando consigo al azorado Zottola.

Bless quedó inmóvil y la sangre corrió desagradablemente sobre la alfombra.

–La culpa es tuya, inútil –vociferó Marie ante la cara del hombre transpirado–. Al no te perdonará tanta estupidez.

–Está muerto –dijo el chaval acuclillado.

–¿Escuchaste lo que te dije? –lo interrumpió ella.

–¿Qué cosa?

–Hay una marcha el viernes: la convocan todos los organismos de derechos...

–Sí, ya te oí. –Hugo intentó volver a la escritura.

–Dejá un momento de escribir. Hablemos.

–No hay nada que hablar. Hacé lo que quieras, para eso tenés a tu ex marido preso, pero no me jodas a mí. Ya sabés que no voy a ir, que no puedo ir, que no quiero ir. Te esperaré acá, escribiendo. Voy a tener mucho trabajo el viernes.

–Sos un cagón.

Hugo giró la cabeza, la miró de frente y sonrió. Después, con un movimiento rápido y preciso se sacó la prótesis y expuso las encías devastadas, los pozos donde habían estado sus dientes.

–Te explico –dijo sin poder pronunciar la x–. Te muestro...

Se abrió la camisa y en el lugar de las tetillas había dos manchas de piel arrasada y brillante.

–Basta –dijo ella.

Pero ya Hugo se llevaba la mano al cierre del pantalón, se ponía de pie.

–Esto lo viste anoche pero igual te quiero hacer acordar de cómo lo tengo... –balbuceó.

La puerta de Mafalda hizo clic y apareció Chacha.

–Mamá –dijo parpadeando.

–¿Qué hacés levantada, amorosa? –dijo ella.

Fue hacia ella, la tomó en los brazos y le dio un beso.

–¿Qué me trajiste?

–Un chocolate y ...un avioncito de papel –improvisó.

–A ver el avión...

Ella era muy hábil con las manos. Tomó uno de los volantes de papel celeste con letras negras y con cuatro pliegues y un corte estratégico el avioncito estuvo listo. Era muy bonito pero no volaba bien. Chacha lo tiró hacia adelante y cayó detrás del sillón grande. No fue a buscarlo.

–¿Cómo está? –dijo con la boca ocupada por el chocolate.

–Papá está bien –dijo ella.

–No. Digo cómo está Bless.

–¿Quién es Bless?

–Un muchacho bueno que tiene una novia que anda sin bragas. ¿Se salvó, Hugo?

–Se salvó.

–A ver.

–Andá a dormir, Chacha.

–Mostrame.

–Andá, mañana te lo muestro.

–Por favor, dejame leer ese pedacito.

–¡Andá a dormir, carajo!

La carrerita de Chacha terminó con un portazo y Mafalda perdió una de las chinches que la sostenían. Hugo no se volvió para verlo; ella se agachó, puso la chinche y luego entró detrás de su hija.

Luego de un rato, Hugo volvió a sentarse frente a la máquina mientras el té se enfriaba sin ella. Las teclas comenzaron a sonar en ráfagas cortas, con largos intervalos:

Quedaron los tres quietos con el cadáver y nadie supo qué decir. La muchacha respiraba con la boca entreabierta. Una gota de saliva brillaba en su labio inferior

–Hay que hacer algo –dijo Zottola y le pareció demasiado.

Tony metía y sacaba las manos de los bolsillos como si buscase allí una explicación de lo que había pasado.

Pero no la tenía él.

Con golpes violentos y continuados, las equis fueron tapando todo a partir de saliva. Hugo miró lo que quedaba como si acabara de matar una fila de hormigas a martillazos y no estuviera ni arrepentido ni contento. Sólo agotado prematuramente por el esfuerzo.

–No puedo más, la puta madre que lo parió –dijo en voz alta.

Sacó el papel de la máquina de un tirón y lo dejó junto al resto de las páginas. Fue hacia el baño, encendió la luz y cerró la puerta con un empujón de la pierna.

Ella salió del cuarto de Chacha, miró un momento a Laurel y Hardy y se acercó al escritorio. Tomó las hojas y empezó a leer desde el principio. Todavía hizo algún ruido con la nariz pero ya no lloraría, al menos por esa noche. Tampoco tomaría el té.

Entonces comenzó a sonar una sirena. En algún lugar de Buenos Aires comenzó a sonar una sirena policial. Primero lejana, sonó y sonó. Y sonaba más fuerte cuando Hugo salió del baño y se buscaron, se abrazaron en silencio. Y sonó más fuerte aún al pasar bajo la ventana y siguió sonando al irse. Y los dos la escucharon disolverse entre otros pequeñísimos ruidos de la calle, quietos, muy juntos y callados.

–El atizador –dijo ella apartándose apenas, mostrándole el texto con las hojas en la mano.

–¿Qué pasa con el atizador?

–Se supone que la historia no es entre gente rica sino entre hampones. Para que haya un atizador en la habitación debe haber un hogar, tiene que ser una sala lujosa, no una sala de hotel como parece ésta...

–Es cierto. ¿Con qué le podría pegar?

Ella miró a su alrededor y no encontró nada que sirviera.

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