› Por Paula Pérez Alonso
Estar afuera, afuera de uno mismo, liando el paisaje escandido de la memoria. Mínimos fragmentos de vidrio, biselados, octogonales, apenas menos delgados que una línea, atravesados por la luz. La trama es demasiado cerrada, y la ilusión de que se puede ver desde esa perspectiva y sorprenderse cae.
Una serie de puertas-ventana una al lado de otra, blancas, de hierro, idénticas, con ojos grandes de cerraduras sin llave que permiten ubicar el ojo humano en el frío hierro desoxidado y espiar. Los seleccionados son hombres jóvenes, sin instrucción, no se espera de ellos más que cierta naturalidad entre lo que ven y transmiten: (de las personas de mayor supuesto conocimiento se conseguiría el efecto falso de la palabra cargada de intención o de conciencia). La ropa los tiñe de semejanza; se parecen pero no son uniformados. Se visten habitualmente de camisa clara y vaqueros, zapatillas o alpargatas. De pie frente a la puerta, se agachan hasta la cerradura. Las miradas alcanzan el horizonte. Lo escudriñan. El cielo, un blanco lechoso con algunas formas de nubes livianas que se deshacen y hacen sin pasmo. El joven que está al lado verá otra continuidad, otro paisaje del paisaje, y así le ocurre al siguiente, su ojo captará una parcialidad, y el que lo sigue lo mismo pero otra cosa; todos y cada uno han recibido pocas palabras para dar cuenta de una parte, independiente, sin pretensión de totalidad. Lo que cada uno describa –sea acción o inmovilidad, paisaje puro, apariencia o sustancia– deberá ser articulado por alguien más –otro– que será fundamental en el relato de la visión. ¿Hay competencia? ¿Rivalidad? ¿Qué se ve? Un cielo sin fondo, formas con caras de animales, cuerpos, hocicos, ojos viejos. ¿Hace falta una conclusión? Elegir un punto de vista y mirar desde ahí, luego otro y seguir otra línea, un argumento con otro acento, tal vez la diferencia sea de matiz pero no es la misma historia ni son ya las mismas personas; se llaman de la misma manera y creen ser registrados por los demás unívocamente.
Se le hace difícil transmitir que no se trata de ponerse en la piel de otro sino de soportar la propia mirada, la más inocente o la más ignorante. A veces cuando se aclara se anega lo que ni siquiera había sido vislumbrado.
¿Quién quiere hacerlo? ¿Quiénes son los que miran? ¿Son ignorantes o tienen una mirada intencional, sesgada? ¿Cómo fueron elegidos? Los ojos glaucos, se pretenden ojos glaucos, pero ¿existen?
Hay alguien que hace un experimento y otros que se avienen a participar. No saben qué busca ese que convoca, si tiene una idea previa y viene rumiándola y quiere confirmarla, o si es tan sólo al voleo porque no tiene nada que hacer y la contemplación lo lleva a imaginar o a presumir que lo obvio –o natural– puede verse de otra forma. Unas miradas extrañadas puestas a avizorar con una consigna. Escudriñan con la ilusión de ver a través de lo ya visto. Revolver, revisar lo que está más a mano: el paisaje, el horizonte pueden ofrecer otra morada, cosas concretas. Se ve lo conocido. Nombrar lo que ven, eso es lo único que les ha dicho.
¿Quién es ese hombre? Un entusiasta con una espera no vacía de ansiedad. Es él mismo el que toma registro de lo que cada uno de los convocados dice. Camina con sigilo detrás de la línea donde se paran y los graba: sus testimonios son breves, algunos tan sólo meras impresiones. No se sabe qué se forma en su cabeza cuando los escucha o si después, cuando esté solo, analizará el conjunto, sacará conclusiones, o si es un juego sin objeto. Los convocados responden con timidez pero no enmudecen y alguno se deja llevar por el ojo y la palabra con entusiasmo, sin buscar reinventar nada.
¿Qué se ha propuesto? Hace su tarea con afán; lo ha organizado con cuidado y los detalles parecen ser tenidos en cuenta. El lugar que toma, detrás de cada uno de los convocados, es a treinta centímetros de distancia. Les ha advertido que no deben cuidar el lenguaje sino más bien expresar lo que se les cruce por la mente, sin refrenarse ni intentar construir imágenes complejas; también deben incluir el oído: lo que les llame la atención de lo que oigan es parte del paisaje y de su visión.
¿Cómo no condicionarlos al darles consignas? El intenta que nada de lo que les diga los frene sino más bien los estimule, tampoco quiere que sientan el peso de una responsabilidad o que se carguen con cumplir una expectativa que no existe y si existiera la desconocerían, pero él imagina que ellos suponen que hay algún interés y quiere desviarlos de eso porque verdaderamente no importa. Lo que menos quiere es parecer extravagante.
¿De dónde vienen estos hombres? ¿De qué manera fueron seleccionados? En un primer momento pensó en que tuvieran la misma edad pero después, cuando empezó a elegirlos, se dio cuenta de que el registro más variado aportaría una visión más rica. El fue recorriendo los puestos y los almacenes, semblanteando a los más curiosos. Los distinguía enseguida porque sentía cómo las orejas de los desconfiados se encrespaban cuando lo escuchaban hablar de su iniciativa, lo miraban con recelo, y él sabía que aquellos que se hacían los distraídos o los dormidos no le servían: podían llegar a interesarse pero al final primaría su naturaleza desconfiada. ¿Qué pretende? ¿Desvaría? ¿Es un loco?
Hasta que uno fue y le dijo: “Oiga, don... usted... ¿qué anda buscando?”. Y él lo miró a los ojos como tratando de encontrar la respuesta en la mirada del que preguntaba, y no le contestó porque no supo.
Eran los que preguntaban con naturalidad los que recibían su ofrecimiento de participar. Una distracción, un entretenimiento. Claro que esto no garantizaba que vieran algo de interés a través del ojo de la cerradura. Lo que el ojo de la cerradura garantiza es una limitación, pero justamente un límite puede expandir una noción. Forzar el ojo para que no se acostumbre a la mímesis, a la docilidad.
Camina durante varias horas del día por las orillas de la laguna. La zona se anega fácil y la laguna en esta época del año se extiende unos kilómetros. Muchos aprovechan para cazar gallaretas y patos y se organizan unas buenas salidas a las seis de la mañana, cuando los disparos resuenan diáfanos y la respiración se contiene sin dificultad, la apuesta es a la aventura tanto como a la limpieza del resultado. Los pescadores prefieren la ebullición de tarariras en las noches de verano.
Son campesinos. Payos, rústicos, rudos.
Los rezagados.
Hay varios chicos que vienen a observar: no se pueden perder la ocasión. Piensan que es un juego y están excitadísimos, fueron alertados de no distraer a los participantes mientras hacen su tarea de observación. Pero revolotean, se tropiezan, sofocan risas y carcajadas, se miran de reojo, o desde abajo, para disimular; bizquean, juegan entre ellos hasta que se hace la hora y se advierte un cambio en el clima. Alguien agita la mano para que se callen. Quedan inmovilizados como estatuas. El hombre, el extraño, es alto y delgado, fuma sin parar, está ahí conectado con el medio, pendiente de que su experimento salga adelante pero al mismo tiempo parece aislado, dirige pero no está con nadie. Es un hombre de cuarenta años con una boina gris. Ningún rasgo de su fisonomía lo distingue, podría ser cualquiera. La mirada inasible. Un suelo blando y arenoso, las botas se afirman con sencillez, camina encogiendo los hombros y mira sin ver. Los ojos son azules y las pestañas muy negras, la cara seca. Ahí va, y viene, con movimientos nerviosos y contenidos. Ligero.
Y ellos, que miran la noche y el día, el horizonte, el amanecer y la luna con absoluta naturalidad, que no oyen los pájaros ni las ranas, tienen que agacharse y mirar por esos ojos de cerradura y describir con el máximo detalle lo que sus ojos ven. ¿Qué ven? ¿Cómo nombran lo que ya conocen? ¿Ven algo nuevo? ¿Qué producirá este forzamiento en su percepción?
Un estallido, eso es lo que él sueña, que algo estalle, aunque sea un estallido apenas audible, inadvertido para la mayoría. No cree que todo esté dado y que no haya posibilidad de sorprenderse. Indolencia incandescente. Hay que encontrar la manera de sorprenderse, hay que buscar, combatir el orden previsto. Evitar la mecanización en el encuentro con las cosas, los casilleros, los moldes que garantizan una forma, como cuando de chicos hacían tortitas y la masa cruda iba entrando en los moldecitos y se metía a cocinar en el horno. Revolear, reanimarse, espectro que se mueve para no cristalizarse, para no petrificarse ni endurecerse. El corazón duro. Mejor lábil. Delicado. El hábitat más próximo puede revelarse como un reino extranjero. Cada uno de esos hombres, jóvenes y no tanto, se levantan y saben lo que les va a suceder ese día, no esperan nada nuevo ni lo desean, ni esa semana ni ese mes. Vidas que transcurren con un molde que nadie sabe dónde tiene su origen. Se concibió. El paisaje que no es paisaje porque nunca está inmóvil. El horizonte vive, no es un fin ni un espejismo ni un símbolo estrafalario. Se dibuja y se desdibuja, vibra con la luz y el asfalto, la carretera, las nubes, el sol o el atardecer. Espejea. Engaña. Descompone la totalidad. El plano se extiende o se acorta. La línea blanca que debe ser infinita pero no lo parece, y la línea amarilla que se entrecorta. Las palmeras salvajes, los gansos salvajes, lo salvaje no se aquieta ni se aviene ni se domestica.
Inquietud. Soportar el vacío, la nada, la pregunta sin respuesta, la ignorancia.
Va, va la línea y se entierra en el horizonte hacia el infinito, quién dibujó ese infinito, quién requiere de esa dirección y destino. Ese sinfín. La abundancia de lo inconmensurable que tampoco se clasifica porque inunda los sentidos y la razón, los abotaga sin salida. Sin esperanza, en la inundación no hay orillas, no hay márgenes, no hay centro, no hay bordes. El todo informe.
Los caballos salen del potrero con sigilo, no quieren llamar la atención. Caracolean. Cuando se dan cuenta de que nadie los va a sujetar, empiezan a correr, a galopar a grandes trancos para alejarse, miran a un costado o a otro para asegurarse de que nadie los sigue, y retoman el galope excitado. Y cuando ya hayan recorrido lo suficiente como para no reconocer nada, tal vez tengan hambre o sed.
Un hombre salvaje renuncia al destino, busca donde no hay, cree lo que otros no ven, no necesita pruebas, justificativos, ser comprendido, mirado, evaluado; no repite, observa y actúa. No reflexiona sobre sus actos, no es apropiado. Tiende con instinto y naturalidad hacia lo nuevo.
Va hacia el horizonte. El destello de las últimas luces. Un movimiento desde el silencio.
El sol ya no encandila, sólo una leve irradiación. Deslumbra y reverbera la claridad, la claridad del aire.
¿Cómo se va a producir el estallido? Para adentro, él quizá no vea cómo pero esos hombres ya no tendrán la misma percepción cuando miren y observen lo que los rodea. Sin mediación, podrán nombrar el mundo, de nuevo. Lo conocido también es enigmático. ¿Uno puede extrañarse para siempre a partir de una experiencia? Han sido tocados por su propia percepción, un tenue revuelo interno; algunos ya no serán los mismos, otros aplacarán ese desasosiego y lo olvidarán.
Tal vez nunca se muevan de allí, tal vez nunca sepan de la existencia de las Salinas Grandes o el desierto de Gobi, de la Selva Negra, el cerro de los siete colores o los lobos marinos en el Estrecho de Magallanes. Pueden vivir sin ambicionar ser otro ni imaginarlo. Pueden dejar sus huellas en el viento.
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