Lun 28.02.2011

VERANO12

Yergue el Ande

› Por María Moreno

Mi segundo viaje a Chile lo hice sin Mario. Lo habíamos planeado juntos pero nos habíamos peleado. No sé si él fue. No lo busqué, no lo encontré, no lo extrañé. Plantada en mis borceguíes, sentía que caminaba más erguida, que me había vuelto más alta, dispuesta a viajar a la buena de Dios y hasta que tiraran lo escudos, maravillada por mi fuga a dos puntas: de mi madre y de mi novio.

Volví a Chile en tren, a la segunda clase y a las largas horas de traqueteo, esa vez entraría por las Cuevas, con la mochila liviana y una soledad curiosa que mi madre decidió romper con su indiscreción: en la estación, a través de la ventanilla en la que yo me apoyaba, entrevió a unos muchachos que juzgó de buen corazón ya que sus madres también estaban allí –eran dos matronas que intentaron hasta último momento imponer viandas que los hijos rechazaban– y les gritó ¡Cuídenla, es un poco babieca, cree que puede lo que no puede! Las madres me miraron antes que los hijos. Alguna dijo no sé qué sobre que las chicas son buenas para impedir macanas mientras la mía intentaba una familiaridad que justificara el intercambio de teléfonos. Detrás de ellas había escenas de masas lentísimas a lo Fabio: las juventudes de izquierda se desplazaban ordenadamente y hacían su nido en asientos duros como una tabla de planchar. “Resista, resista la nalga socialista”, gritó un grupito de mochileros. El Chicho había llegado al poder.

A la hora de la partida, mis apalabrados chaperones me dieron la espalda. Pensé que me los había sacado de encima, pero no. Volví a verlos en Valpo, durante el peregrinaje en busca de una pieza, en una ciudad donde no cabía un alfiler. Por la Quebrada del Toro quedaba una cama grande y un sofá instalados en medio de un comedor en el que ninguna familia se reunía a la hora de comer. ¿Nos venía bien a los tres? Doña Isabel decía que vivía con su “cuñado”. Por la noche podía dejar una comida frugal sobre la mesa siempre que no se le hicieran melindres al arroz y las papas repetidos y los mariscos preparados “a la sencilla”. El “cuñado” trabajaba de noche, “tiene una casa de chicas”, dijo imperturbable Doña Ramona: salía al atardecer de punta en blanco, panamá un poco usado, uñas manicuradas, boquilla.

Los muchachos, Pichi y Carlos, tenían un taller mecánico en Banfield. Empezaban a interesarse en la política. Los habían reclutado en el fútbol referentes barriales como ellos, amigos de toda la vida, pero tiraban para lados distintos. No fueron más explícitos. Lo importante era que eran socios en el taller e hinchas del Taladro.

Yo amaba los hoteluchos atendidos por algún despojo amable donde el inodoro no carga bien, las pilas del control remoto de la tele están gastadas y el sereno es sordo al timbrazo de madrugada pero ¡pero!: con un morro salpicado de casitas blancas, un mar limpísimo asomando sobre antiguas almenas o un jardín cerrado con olor a podredumbre natural. Nada de eso ofrecía el comedor de Doña Ramona. Pichi y Carlos se dormían después de mí, nerviosos por tenerme cerca. La cama grande primero los preocupó, luego el fantasma homosexual se sublimó en una veintena de chistes. Si me sabían despierta hacían ruido de jadeos o de besitos. No creo que los sobresaltara ningún clima erótico sino ese dormir juntos sin respetar la separación de los sexos que solo se conoce en la infancia y en la pareja.

Pichi era trotskista, buen orador, ávido de correr a un sacrificio meritorio –el Che acababa de morir– con un ardor fanático que sublimaba armando inventos que tal vez hoy habrían sido considerados obras arte, como la rosa de cobre de Roberto Arlt. Sólo que su invención no estaba en la química del material sino en el reciclado de los desechos de cocina y de cuartito para los cachivaches. Podía transformar el pico de una pava cachada en chimenea o caño de escape –solía contar su amigo, porque él era tímido o modesto–, la carcasa de un lavarropas le había servido para darle la sorpresa al sobrino perezoso a la hora de caminar con un andador de doble uso: en el interior había instalado cajoneras y manijas para transportar las compras de la madre. Su orgullo era un reloj Volta que funcionaba con el ácido cítrico de las frutas o con papas, vinagre y agua con sal.

Carlos era peronista y cultivaba una picaresca de payador que explotaba en versos fáciles en donde a mí, letrada reciente, pero sensible, siempre me sorprendía alguna metáfora alocada. Me llamaba “Pibesa” con un tono libidinoso menos verdadero que elegido para provocar a Pichi, que estaba un poco enamorado de mí pero lo disimulaba seguramente debido a todo tipo de impedimentos morales que solía derramar en relatos edificantes donde la expresión “pequeñoburgués” sonaba como un chicotazo. Carlos era conservador y su sueño menos laborioso: el ejercicio de la mecánica ordinaria del automotor en un barrio que se desarrollaba día a día le aseguraría la plata para un Fórmula 1. Su obtención era más una cadena de contactos –el heredero de un museo de automotores en el Gran Buenos Aires, el conocido de un sobrino de Floreal González que especulaba en un cuarto trasero con la chatarra de los vuelcos fatales–. Cuando leí a Juan Emar pensé que el “Pibesa” lo habría robado leyendo de pie en alguna librería de viejo durante un paseo que nos había separado o bien la asociación libre del humor popular puede coincidir con la de los poetas, quizá llegar más lejos, libre de testigos calificados, siempre molestos para la gratuidad inventora.

En los viajes entre Valparaíso y Viña, en alguno más largo a Santiago, nos volvíamos expansivos. Era uno de esos momentos históricos que disuelven la intimidad y cada uno cuenta con que el desconocido que se cruza es un compañero al que se puede resumir la propia vida. El ritmo de la liebre nos masajeaba los riñones en el último asiento que elegíamos para apiñarnos con los demás. Hablábamos con obreros y estudiantes, esa consigna que, fuera de la movilización o la asamblea, es mero goce de contacto –nosotros no éramos ni una cosa ni la otra, pero sumábamos entusiasmo–, rara vez intercambiábamos declaraciones, siquiera un comentario político, sólo el “¿de dónde eres?” devuelto con un “¿de dónde sos?”, el “¿cómo te llamas?” con un “¿ y vos?” más “¿ con quién de los dos pololeas?”. Recuerdo las plazas llenas y las banderas rojas, el sobresalto por la voz de Fidel saliendo de un altoparlante –del otro lado de la cordillera la serie de facto estaba a la altura del general Roberto Marcelo Levingston–. Compartimos el ritual de beber del pico aunque no tuviéramos sed. Era nuestra comunión con la masa contenta. Leíamos carteles que no nos incluían, pero capaces de arrastrarnos a una euforia común, una simpatía bonachona y primeriza. En un acto, yo espié al Chicho con mis anteojos de teatro. Pichi y Carlo fingieron no conocerme. Mis anteojos tenían adornos de nácar. Por la noche, al regresar en la liebre, me dormía sobre el hombro de Pichi, sobre el hombro de Carlos que, a su turno, se ponían rígidos.

En la cama grande de Doña Isabel la asamblea solía ser de a dos. Los oradores hablaban con morosidad y cierto tono condescendiente, después de todo, habían sido como hermanos desde el potrero pero después iban levantando la voz y a la primera chicana se agarraban y no paraban sino por agotamiento: de un lado, Perón evita la patria socialista; del otro, que a Trotsky se le había ofrecido la Jefatura de policía. Lo que ahora recuerdo como lugares comunes no me lo parecían entonces: el peronismo era bonapartismo, si no cuasifascismo; el 17 de octubre había sido hecho por una burguesía que creía luchar contra la burguesía, la izquierda nunca había entendido la cuestión del ser nacional y el “hecho maldito” le había quemado los libros, a mí se me mezclaba todo. Pero a la finura política de esos debates, que seguro la había, aunque estuviera en las vísperas y careciera de la retórica de las asambleas estudiantiles y viniera, en cambio, de volantes recién aprendidos, yo no la entendía pero podía percibir en qué puntos ahora olvidados Pichi y Carlos tocaban alguna verdad importante que descubrían juntos aun enfrentados, como si hubieran ido armando a ponchazos una fraternidad en la que cada uno se formaba al ir saltando las vallas que el otro le ponía en el camino.

Yo podía bostezarles en la cara, pero algo tenía para decirles en nombre de Emma Goldman: “Si no puedo bailar, no me gusta tu revolución”. Ellos me convencían de que en la de ellos, aunque fuera distinta, sí se bailaba; que la alegría era prioridad y el yo no me río de la muerte de Javier Heraud, sólo un verso más; que Fidel se tiraba pedos en Sierra Maestra y les ponía nombre y se reía como loco; que una vez en la selva, cuando ya se habían bebido hasta los orines, los combatientes se habían comido el algodón con sangre de Tania. “Mirá cómo los gringos de la revolución sexual son unos atrasados. Ni habían imaginado el canibalismo revolucionario que encima no mata sino que aprovecha el exceso de la producción natural o chatarra biológica. Era como lo que va a fundición y sirve al último modelo”, decían el uno o el otro, o el uno más el otro, hermanados por las metáfora que tenían más a mano. Me hacían llorar de bronca para consolarme y manosearme un poquito, nunca por debajo de las clavículas ni de la cintura, me tocaban mucho las mejillas, pasaje obligado de la lujuria sublimada en ternura. A mí no me gustaban ni un poquito: entonces sólo me gustaban los capaces de hacerme daño. No el líder, esa zoncera para muchas, ni el mártir, a quien mi costado psi me hacía considerar un neurótico, sí el Erdosain estudiante con estrategias a largo plazo para vengar su infancia humillada en toda una generación de mujeres, el logorreico de un dolor indecible y sin fondo, algo más meritorio a la hora de salvar.

Una noche en que Pichi y Carlos se fueron al cine, me junté con un grupo de argentinos para ir al Topsy. Eran amigos de los bares de la calle Corrientes, progresistas sin partido que querían conocer el boliche que empalidecía a Mau Mau. Cuatro pisos frente al mar, una vuelta al mundo que no se detenía, tobogán gigante, capitalismo a gogó que hacía cruzar la cordillera desde Mendoza sin pensar si arriba, en el poder, estaba El Chicho o más bien había que tolerarlo. Mientras yo me maquillaba para salir, Pichi, celoso, me dijo que un día la Unidad Popular tomaría el Topsy para instalar una guardería o sacaría al aire libre el tobogán y la vuelta al mundo para ponerlos al alcance de todos en un parque público. Me preparé a ser cautiva de la revolución con ademanes psicodélicos: bailé provocativa sobre la cama de Doña Isabel. Me había vestido totalmente de blanco para impactar bajo la luz ultravioleta: luego me enteré de que eso era el colmo del mal gusto; no había que exagerar sino concurrir con sólo un detalle para acentuar el efecto fantasma: la blusa, una chalina, la malla de un reloj.

En el Topsy mis amigos argentinos se fascinaron con unas chilenas de chuzas largas, muy de chorus line pop. Ellas estaban acompañadas. Todos, bastante borrachos. Mis amigos hablaron con los locales y se pusieron de acuerdo para intercambiarse las mujeres, aun las que no tenían, como yo. Fingí ponerme a disposición de un rubio bronceado que me describieron como empresario. Era lindo y me sacó a bailar con una soltura afectada. Pronto me empezó a frotar su erección, pasándomela de un muslo al otro. ¿Me excitaba? No lo recuerdo. El rubio decía a los gritos para sus amigos y los míos que “concretaríamos” a mi vuelta, que esa tarde había hecho el amor una y otra vez, solicitado por una niña de Reñaca, que había tomado mucha “merca”. Pasiva y curiosa como era entonces para el sexo no elegido, sabía al menos que el rubio sería incapaz de seguir adelante con sus embates no sólo porque lo había anunciado sino por la rigidez que le sentía en el cuerpo y por el ruido de esa nariz desmoronada con que él inflaba de vez en cuando un globo blanco (se limpiaba en el brazo, soltándome la mano).

Me le escabullí. Sentada en un barril de la vuelta al mundo, bajaba de vez en cuando a llenar mi copa. Después me puse a bailar sola. Hice el paso del reloj, el de antón pirulero, el del robot. Seguí bebiendo. La luz blanca ayudaba al mareo. Unos pasos buscando el baño y me caí en la fuente, me caí en donde otros se tiraban. Al salir, cada bocamanga del pantalón parecía pesar una tonelada. Perdido por perdido, fui a tirarme del tobogán dejando una estela húmeda. Todo era divertido pero agotador. Salí a la playa. Al rato llegaron Pichi y Carlos. Hice una escena a lo Norah de Ibsen, ellos explicaron que se habrían escondido de verme acompañada.

Además se iban al día siguiente. Habían comprado pisco. Doña Isabel era sorda o discreta. Bebimos y dijimos una estupidez tras otra hasta que amaneció y el “cuñado” atravesó el comedor para ir para el fondo, sin darse por convidado, luego de pedir un simple permiso.

Cuando Pichi y Carlos volvieron a la Argentina, me quedé igual en lo de Doña Isabel. Del comedor desapareció la cama matrimonial, se reacomodaron muebles, pero yo seguí ocupando el sofá. Una noche me desperté y vi que “el cuñado” me estaba observando. Instintivamente le miré las manos. Las tenía ocupadas por un cigarrillo. A lo mejor, por miedo, no hice escándalo. Fingí no haberlo visto y volverme a dormir. La escena se repitió cada noche, solo que yo ya estaba alerta y no me dormía hasta que él no se iba. Simplemente me miraba, creyéndome dormida o, a lo mejor, sabiéndome despierta. Primero entraba de puntillas, luego prendía un cigarrillo y se detenía a los pies del sofá. Y ahí se quedaba. Entreabriendo los ojos, yo lo veía mirarme muy serio, un poco perdido. Fue la experiencia más extraña que tuve en un viaje, la compañía más misteriosa y puntual. Cuando ya había hecho las valijas (¡valijas, sí, no mochila!) para volverme a Buenos Aires, salí del comedor y busqué a Doña Isabel y el “cuñado” en el fondo de la casa. Ella estaba limpiando un pescado, él limándose las uñas. Ella fue correcta como siempre, él se tanteó un rato el fondo del saco. Luego extendió la mano. Mostraba una boquilla adornada con brillantitos. La acepté pero casi salí corriendo. Pensé que se la habría robado o exigido a una de sus pupilas o peor, quitado después de habérsela regalado.

Poco a poco me fui olvidando de Pichi y Carlos, aunque intercambiábamos saludos de fin de año.

Una vez nos encontramos por azar en la Avenida Corrientes, iban con sus novias, que me miraban con tirria, y a una se le escapó “¿Cómo? ¿No habían dicho que era gorda?”. Habían contado la verdad a medias sobre una situación totalmente inocente.

Conversamos un rato. Por algo que dijeron, deduje que los dos se estaban acercando a las FAR y que seguían peleando como perro y gato. Cuando salió en La Prensa la primera lista de desaparecidos, la leí imaginando que mi mirada pasaba por sus nombres y lo ignoraba –nunca supe sus nombres completos: mi Aleph era módico: una boquilla negra de dos piezas unidas por una rosca cuya línea disimulaban brillantitos de bojouterie y que no pronosticaba el futuro–.

También pensé que, a la larga, los dos habrían ingresado en la carrera de la plata dulce, de las mejoras en el taller pagadas en cuotas amortizables, o bien uno sí y el otro no. Y ahora mismo no pongo los nombres con los que los conocí por si ya no se reconocen en ese pedazo de pasado que compartimos o por si el retrato pertenece a un pasado que los avergüenza o, por el contrario, lo que les avergüenza es la compañía en aquel viaje en que no eran militantes exilados, universitarios tardíos a cargo del Acnur como los imagino, o el uno sí y el otro no. No sé si sólo yo sobrevivo y si pensar todas estas posibilidades es una tontería enorme, porque a lo mejor a uno o al otro simplemente lo mató el cáncer o lo esquilmó la inflación y hace seguridad en Banfield o... –sírvanse llenar los puntos con cualquier otra posibilidad populista– viven los dos y están gordos y son más o menos desdichados como cualquier hijo del vecino. Qué extraño este diurno de Chile que escribo a la hora del cierre del libro, esta memoria anterior a la tragedia que sacó turno en uno y otro lado de la cordillera y traficó cuerpos bajo el alias del cóndor, o a lo mejor no es tan extraño cuando sé que las grandes epopeyas tienen un factor panceta que no lava la sangre pero hace sonreír a los sobrevivientes.

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