Este texto forma parte de otro mayor titulado Yergue el Ande, que cierra Teoría de la noche, la antología de mis crónicas y entrevistas que saldrá en Santiago de Chile bajo el sello Ediciones Universidad Diego Portales (www.ediciones.udp.cl), cuyo director de publicaciones es el poeta y crítico Matía Rivas. Otro poeta, Germán Carrasco, hizo la mediación durante una jornada de whisky y canapés en El gato negro de Buenos Aires. Una tercera poeta, Julieta Marchant, fue mi editora atenta y astuta aunque me agotara el debate bizantino en torno de mis usos incorrectos de “donde” –una fuera de lugar insiste una y otra vez con un adverbio de lugar: los psi lo llamarían síntoma–. En el final de lo que sigue, la expresión “factor panceta” exige una aclaración. La primera parte de Yergue el Ande es el relato de un largo viaje en autostop por Chile de una joven que se define como “existencialista pop” y de su novio: un día al volver a la carpa que han instalado bajo el campanario de la capilla del hospital San Juan de Dios de Viña, descubren la entrada rota, las cosas revueltas –comida envasada, mudas de ropa, bolsas de dormir–. El novio imagina un atentado: días antes un grupo fascista había incendiado la carpa de unos hippies que acampaban en una playa cercana. El sentido común y una rápida investigación permiten concluir que el atacante ha sido un perro viejo que, en busca de un pedazo de panceta oculto en el ábside de la carpa, se había desorientado hasta encontrarlo, causando los destrozos.

“Panceta se volvió el sinónimo de la cara palurda de un hecho en apariencia con algo de épico –por ejemplo ser víctima de la persecución política–, algo para contar en el quién es quién combativo”, dice la narradora. Hecha esta aclaración, creo que puede leerse Yergue el Ande - Parte II, con relativa autonomía. Su tono sentimental y el uso de la primera persona hacen suponer un testimonio. La verdad –¿la verdad?– es que no.