VERANO12

Abedules

 Por Cristina Feijóo

El cuento por su autor

“Una felicidad absurda”

“Abedules” es el último relato que escribí para la novela Afuera, editada en España en 2008. A pesar de ser el último, no está al final del libro, pero eso no importa, ya que las historias que se entrecruzan en la trama no tienen final sino que discurren en el tiempo en suspenso del exilio. “Abedules” está pensado como la historia de un amor de verano, un romance a la rioplatense cuyo adiós no sólo está sobreentendido, sino que irradia sus destellos al resto del libro o se deja impregnar del aura de ausencia que lo recorre. Afuera está compuesta por nueve relatos que se enhebran en Estocolmo, lugar de mi exilio. Los elementos autobiográficos de estos relatos son muchos y los personajes muestran paralelos con mi vida y con la vida de otras personas realmente existentes. Esto convierte al libro en un material interesante para discutir cómo se construye un libro supuestamente basado en hechos reales, porque si hay algo que no es real son los hechos narrados, que espero sean verosímiles, mientras que es real todo el contexto en el que se desenvuelven. Ya hace años mi maestro, Nicolás Bratosevich, en su libro Taller Literario, a propósito de un texto mío en el que se planteaban las mismas tensiones entre ficción y realidad, decía: “El haber apuntado crudamente a sucesos recientes, sin dejar de hacerlo con vigor, no pretende disimularse, a la misma vez, como literatura: todo se filtra por el fenómeno de contar, y la historia sobre esas historias no se nos niega como ficción”, para más adelante agregar: “Es de la literatura que se sabe fuertemente comprometida con lo histórico inmediato, pero que también se sabe palabra con derecho propio, y como tal construye su relato de relatos, invencionando, contando, sin escamotear ese hecho ni a sí misma ni al lector”. En Abedules, Adriana sería mi alter ego y Eddy un personaje cuyos datos coinciden a grandes rasgos con los de una persona de carne y hueso. Pero las situaciones que se narran no son verídicas. Nada de lo que se cuenta “pasó”, pero el espíritu de la trama es fiel a la savia que circulaba por esas ramas. Yo había estado en pareja con un exiliado, la pareja se disolvió sin estruendos y Adriana relata ese fracaso con invenciones que reflejan por dónde venía a hacer agua ese bote. Adriana trabajó, como yo, en un geriátrico, y esas largas y tediosas horas del día laboral están reflejadas en un relato dedicado a una viejita demente que jamás existió y a una compañera de trabajo xenófoba con la cual Adriana simpatizaba y a la que yo, por suerte, desconozco. Sin embargo, el retumbar de los zuecos en los corredores, la oscuridad detrás de los vidrios, los olores, el sueño, la lucha con el idioma, la atmósfera del relato son reales, verdaderos. A todo lo largo de Afuera, Eddy es el personaje que me permitió describir con mayor verosimilitud lo más crudo del destierro. Pero la persona real que inspiró al personaje está muy lejos de ser Eddy. La persona real inspiró un personaje que vuela con sus propias alas, lejos y con mucha potencia. No hay nada verídico en los relatos en torno de ese personaje, pero es él quien me permitió condensar una situación existencial, quien disparó mi imaginación en dirección a lo que más descarnado y extremo me parecía del exilio. En Abedules trabajé con la idea de una felicidad absurda. Esa felicidad que va contra toda razón. Que convive con la desesperanza y se nutre de ella. Que es tributaria de lo misterioso de la vida. Esa felicidad insensata, sin futuro, casi sin presente y que, sin embargo, existe en la paradójica alegría que brota como un humo leve entre las grietas de una tierra arrasada.


Con el índice y el pulgar de una mano encimados sobre el índice y el pulgar de la otra, se enmarca los ojos y dibuja en ese cuadrado una cámara de fotos. Con esa cámara, si existiera, retrataría un rincón de mi habitación, su velador mínimo de pantalla plisada contra el zócalo, la lamparita encendida que más que iluminar insinúa el redondel de alfombra verde donde se amontonan los casetes en desorden, el cenicero, las colillas retorcidas, un vaso de cerveza con espuma en las paredes, el borde de una sábana y a Guzmán, mi gato, que ronda el calor de la luz con un movimiento de calculada pereza.

En la fotografía se leerían las palabras mudas, dice. No hay cómo reproducir este momento, frisar su materialidad. Es preciso conservarlo y saber que es real. Me lo dice a mí, incapaz como soy de discernir recuerdos de sueños y hasta de fantasías, porque la realidad, es decir el pasado, que es la realidad de que disponemos, está compuesta en partes desiguales por evocaciones, fantasías, sueños, pesadillas, deseos y hasta relatos de otros cuyas imágenes colonizan el reservorio de la memoria que consideramos propio. Adriana, en cambio, escurre su cabeza como un trapo de piso hasta conseguir unos recuerdos turbios, teñidos por el esfuerzo de escurrir. Por eso si la cámara click esta lámpara fijaría en el celuloide la imagen plisadita del velador, su luz irradiando un redondel pequeño que deslumbra y otro redondel más tenue y grande que insinúa, en la alfombra gastada que tarde o temprano. Tarde o temprano, Eddy, no habrá alfombra en la memoria, ni lámpara, ni círculo, ni cenicero. Nada. Desarma los dedos y baja las manos, apoya la cabeza en el respaldo del sillón y me pide que le vuelva a contar el cuento que estoy por escribir. Es la tercera vez que me lo pide. Yo no tengo al relato listo, recién estoy adobando la trama, sin apuro por tirarlo a la parrilla. La idea o la sombra de una mujer mítica, de un tiempo a esta parte me obsesiona; será por eso que no puedo sentarme a escribir.

Nos conocimos en una típica fiesta de midsommar, Adriana y yo. Entre los cabezas que frecuento no falta nunca uno que organiza cada año el festejo del día más largo, por el paganismo de chupar sin límites. Ese veintiuno de junio subí las escaleras podridas de la casa de Tula y la uruguaya, en las afueras de Skärholmen, una casa que debió ser burguesamente linda y que, mientras el techo del porche no se viniera abajo del todo, conservaría un encanto decadente. Entré al mismo tiempo que entraba Adriana, por la puerta del extremo opuesto de la sala, escoltada por un cielo veloz, de nubes encimadas a unos álamos que agitaban sus pelucas al viento. Ella llevaba la cartera enredada a un abrigo sin mangas, tironeaba de la manija de cuero a la vez que su mirada giraba aturdida y ciega. Aunque sus ojos resbalaron sobre mi cara, desapacibles, volvieron varias veces. Yo la había fichado de entrada. Era una argentina nueva en el ambiente y varios lobos acechaban. Hubo un cruce directo de miradas, un hondazo, una piedra, esconder la mano y después flechitas toda la tarde. Igual que yo, se tomaba su tiempo. Eso me gustaba. Era de las que observan sin prisa. No pertenecía a la manada de los que se abalanzan sobre otros como si anduvieran todo el tiempo de subasta. Esos, así como se atragantan de hamburguesas con papas fritas, se atragantan de personas y al instante están en otra cosa. Anduvimos por las habitaciones, cautos, yo bailando con Karen, ella hablando con Escalante; nos espiábamos retazos, un codo, un perfil, unas costillas dobladas, el largo del brazo, una pierna, una curva, fragmentos. Ella en un rincón, hablando con Tula, yo tomando mate con el japonés, a lo largo de la tarde cambiando de grupos y personas, sin acercarnos uno al otro. Cuando salía el sol o el viento amainaba algunos dejaban la casa y corrían por el parque, se tiraban sobre manteles en el pasto con botellas de vino, sánguches, copas; caminaban por la orilla del lago o corrían envueltos en camperas y mantas, hasta desaparecer de mi vista. Yo no salí en ningún momento. Miraba de tanto el tanto el horizonte luminoso del día más largo del año, que parecía sin fin. No era el único que esperaba la oscuridad. Los suecos festejan el día más largo; allá ellos. Yo esperaba la llegada de la noche, y aclaro que noche y oscuridad son la misma cosa para mí. En la otra vida decía se puso oscuro, se hizo de noche: esa manera de hablar tenía sentido y no quiero renunciar a ese sentido. No quiero. Aunque muchas veces diga God natt a las cinco de la tarde y los suecos se me queden mirando, alarmados, porque para ellos es todavía God dag. Si está oscuro como boca de lobo, para mí es buenas noches aunque sean las cinco de la tarde. Y andá a cantarle a Gardel. Acá dividen el tiempo de otra forma. Estos días largos y desmesurados del verano a mí me inquietan. Son cantos de sirenas que terminan estrellándote contra los acantilados. En los días de invierno, en cambio, nadie espera otra cosa que el suicidio de la luz, día tras día. Bastante lógico.

Había terminado un aguardiente asqueroso y el cansancio de horas de alcohol me tenía acorralado en un sillón de mimbre. Con las manos apretadas en las rodillas y las piernas estiradas, miraba a través de los vidrios la hilera de patos que caminaban entre el agua y el barro, y la armonía, los patos, el cielo y esa claridad raquítica me hundían contra el mimbre, me empujaban a un estado mortífero hasta que –y por eso digo que ella no era casualidad– ella, en ese momento, apareció. Un movimiento torpe, brusco, en el ángulo inferior del vidrio, y era ella en el porche. Sentada en el último peldaño de la escalera, tironeando todavía del paño de la capa, muerta de frío, aunque eso no lo sabía aún, en cada una de las cuatro estaciones del año. Emperrada en sujetarse hasta los tobillos y tirando del abrigo como haría, como tantas veces habría hecho en el asiento del colectivo sesenta al tratar de acomodarse sin aplastar el paquete, la cartera, al vecino, apurada sin tener motivos. A contramano de todo, inmune al paisaje bucólico, los patos, el sol nocturno y la celebración del midsommar. Fui y me senté en el mismo escalón; aparté la cartera que le colgaba del agujero de la capa, armé un cigarrillo, se lo pasé y armé otro para mí. Ella lo agarró y fumamos sin decir nada. Fumaba con los guantes puestos. Unos guantes de cuero argentino forrados con piel de nutria que no se sacó un instante.

Desarma los dedos y mira a Guzmán, que envuelve con una cola acariciante y lenta el porrón de cerveza y se desplaza hasta hacerse un ovillo en la punta de la cama. No hay foto, afuera la oscuridad devoró todo resto de luz, el cielo negrísimo escupe un azote fino de agua en los vidrios como la lluvia nos escupió a nosotros dentro de la casa. Parados junto a la puerta nos quitamos zapatos, gorros, bufandas, guantes, y en el felpudo bajo la repisa abandonamos también los restos de energía con que, una hora antes, habíamos arremetido contra el aguanieve, los abrigos hasta la nuca, tambaleando de cansancio cuando ahora tan cálidos, tan cómodos aquí, tan bien. En la parada del bus ella me había pedido por segunda vez que le hablara del cuento de la mujer mítica. Me concentré en eso, de lleno. Cualquier tipo se hubiera inflado de orgullo por la forma en que ella paladeaba mis palabras, los ojos como brasas, y aunque yo sabía que la golosina no era yo sino la historia que le contaba, fuera la que fuera, igual me infatuaba. Adriana se había aficionado a los relatos en la cárcel. Yo muy claro no tenía el cuento. Le dije que el personaje era un marino joven que llega a una isla, no un robinsón, nada de eso; la historia apunta a otra cosa, aclaré. El marino este, aunque mejor marino no –rectifico– porque marino desde hace un tiempo para nosotros es algo que mejor no decir, no pensar, el marinero este, entonces, ya corregido a marinero, no marino, cree ver un destello de mujer mítica. Una sombra, un flash que casi le parte el corazón porque si la vio significa que ya está hechizado. Ese es el núcleo del cuento. La visión que embruja. Podría titularlo así. La mujer esta, esta diosa o lo que fuera, es un estímulo para los marineros; ellos zarpan con la esperanza de que en algún banco de coral, en algún acantilado, en alguna borrasca flashhhsplushhh salga del agua, su visión los hechice y de repente ellos aterricen en neverland, con esos colores rutilantes y esas melodías y de ahí en más: la vida loca. Un recomenzar en un mundo sin pálidas, sin recuerdos; bebitos recién nacidos. No es una diosa, tengo que pensar bien qué es, mitad mujer, mitad diosa, Eva después del paraíso. El marinero este ve la sombra o la silueta, no puede definir bien qué. Adriana sea concentra en mi boca y medita mis dudas.

–Una mujer inmortal –dice.

–No, Eva no es inmortal.

Cabecea, ausente y entregada, con la pasión de los niños que no desean salir del cuento.

–¿El marinero vio la silueta o la soñó, Eddy? Tal vez la fiebre o la sed hicieron que…

–La vio, la soñó. Qué importa.

–Sí importa.

–No, no importa. ¿No entendés que sí importa, Eddy?

–No importa, Adriana –ella los ojos grandes, punta de lanza,

–Cómo no entendés –ojos obstinados, brillantes.

Yo me miro el dedo gordo del pie, que asoma por el agujero del zoquete.

–Tengo tres finales distintos –digo por decir algo y de repente entiendo. La miro y casi se me parte el corazón en dos a mí, porque cómo puede ser que esta mina, después de tanto andar, busque todavía la verdad.

Quemo un trozo de hachís, lo veo caer entre las hebras de tabaco, entre el papel blanco, rectangular, que las manos temblonas otra vez sostienen y enroscan en el olor entre amargo y ácido que impregna no sólo los dedos sino el ánimo y es a través de ese velo de aroma y esa anticipada languidez que la veo sentada en la mesa, en un movimiento de piernas como si caminara en el aire, ingrávida, con la cabeza sobre el hombro derecho, pensando no eran tan negras las noches; era una negrura de caja china, de afuera adentro, al infinito, machacando pum, muro, alambre de púa, pum, muro, metal reja, pum pum, muro reja, candado, pum, muro, pasillo, reja, candado, muro, puerta, candado, metal, pum pum, muro, alambre, pasillo, metal, puerta, candado, alma, pum, círculos concéntricos, sombras perimetrales al apagarse la luz en que las cuatro, en el silencio de la celda esperábamos el sueño, tan oscuro que ni las rejas, pero el terciopelo de la voz, el susurro, el pliegue de la voz de Susana, ese pétalo fragante, ese chorrito sussss rozando el aire de modo que la guardiana sorda, la guardiana afuera, lejos, y la seda en la calle empedrada y libre, el baile de gala donde los nazis en blanco y negro con sus uniformes y Lili Marlene y el sueño posándose al fin, demorado en los párpados, escuchando también él, el sueño, la seda, el terciopelo en la voz de sussss, el cuento con el que al fin piensa ella, la cabeza sobre el hombro derecho cuando fumamos, entre la música de Tangerine Dreams que entibia el sillón donde me tiendo y ella luego, lenta, húmeda como una lengua, anguila que se escurre, se esfuma, queda, crece, como el aceite, de adentro afuera, abarca la sabia textura que en millones de poros palpa y busca suave, lenta, la voz, el terciopelo, fósforos en las yemas de los dedos, una fiebre que borra, adormece, una sabia calma, una sabia rabia, una sabia violencia, el ardor, el sudor, algo que socava, algo que muerde el remolino de ropas, los huecos, las curvas, la autopista infinita donde cada célula es un ralentar, un palmo a palmo, la tibieza, los barrancos, el mar caliente donde el anhelo, el anhelo, el anhelo, la saliva, el aliento, el terciopelo, la seda, donde yo, ella, sin nada que nos recuerde, somos.

Llovizna cuando salimos juntos de la conferencia de Sieguel. Señalo mi bicicleta y ella se ríe, va y se monta a horcajadas en el portaequipaje, la pollera apretada entre los muslos. Calzo mi mochila entre su pecho y el asiento y recorremos Ringvägen hasta llegar al puente, que como es empinado cruzamos a pie, ella de un lado y yo del otro de la bicicleta, hablando de los grandes suecos, los que nos hacen caer la baba, Pär Lagerkvist, August Strindberg, Bo Bergman, Selma Lagerlöf. Como caramelos los nombres, como goterones en la boca. Volvemos a treparnos y por error tomo el camino de Liljeholmen. Debí haber agarrado el Västerbro, grito de costado. La lluvia arrecia y el cielo es una olla de petróleo volcada sobre una luz de limón en el horizonte, un hongo amarillo aplastado por la cerrazón. Avanzo por un camino escarpado con aguijones, dentelladas de ácido láctico en los muslos y las pantorrillas; me falta el aliento y, pese a todo, el repiqueteo de la lluvia en las piedras, los relámpagos encastrados en el plomo luminoso de un día que florece muriendo, es abrumador en su belleza en la que su voz ¿terminará alguna vez el Negro el cuento del minotauro, Eddy? Que no joda. Ese cuento él no lo quiere terminar, buscando hacerse oír entre el agua y el shhhhrsssrrfff de las ruedas que asperjan el camino, indagando a mi espalda. Preguntando eso otro que nos preguntamos todos cada vez que el Negro Romero nos pasa una nueva versión del minotauro y él, el Negro, monstruo de peluche, roncador y barbudo, nos enreda en palabras que de viejas nos suenan nuevas, prístinas y cuál versión es cuál, Negro, qué cambiás hermano, qué puerta, qué salida del laberinto, ¿qué es lo que nos quiere decir, Eddy? Yo, empapado, perdido y jadeando en la penumbra deslumbrante de esa campana de cielo desplomado sobre un hilo horizontal de luz a lo lejos, con una brutal felicidad que me hace girar la cabeza y reírme como diciendo este Negro, este Negro; menear la cabeza y pedalear hasta el confín del mundo con las rodillas muy abiertas y sin la menor preocupación por encontrar el camino. Después de muchas vueltas, exaltado de agotamiento y júbilo, por casualidad doy con la casa de Ingalill.

Hay grupos por todos lados. De a ratos la veo. Bailar con Toshiro, fumar con Violeta y Santiago. No estar. Estar. A eso de las cinco de la mañana, cuando quedamos unos pocos, entro al living y la veo en un sofá, la cabeza reclinada en el posabrazos, muy pálida. Le acaricio la mejilla como solía hacer con mi vieja antes y con Sofía ahora. De arriba abajo, como raspando costras de piel quemada por el frío. Escalante se acerca y nos enfrascamos un diálogo trunco sobre el alcohol y el encierro hasta que él se ofrece a traer café. Me acuesto también en el sofá, de perfil porque no hay lugar, y la beso en la frente. Los labios me patinan sobre ese sudor frío, tan familiar. Tengo los reflejos hechos pomada y mi pensamiento flota en un océano de letargo, pero no soporto verla enferma. Para distraerla me largo a hablar de Escalante, del café, de esa transición de la luz, cuando el amanecer no terminaba de despuntar y las palabras caen blandas en la modorra del final de fiesta. Respiro su aliento y en ese instante una imagen nítida me atraviesa los ojos. Es la punta de su abrigo que flamea en la puerta abierta de un bus, mientras el bus se va y yo quedo atrás, en la parada. Si estrujo un poco los párpados, de los párpados para adentro veo también su figura borrosa por la lluvia tras el vidrio del ómnibus, la tarde que la llevé a conocer el banco del pequeño cementerio de Medborgarplatsen donde me siento a meditar los días en que ando desganado. Es un lugar tranquilo. Cuadrados dentro de otros cuadrados hechos de ligustros, y dentro de ellos los pasillos con sus tumbas. Un lugar plano, de-sierto, embalsamado en el silencio que un crujido, el roce del zapato en el guijarro realza, exagera y deja al oído sediento del silencio que se esconde tras ese crujir, tras ese roce, un silencio perfecto, infinito, que se extiende hasta la guardia de cipreses monolíticos que rodean el cementerio.

Era un día de fines de verano, destemplado, con ráfagas de viento y chaparrones. Como los mendigos de las películas, que se paran en los escaparates lujosos de las grandes ciudades, nos parábamos a leer epitafios. En una segunda pasada, más encovados, leíamos los nombres y las fechas, buscando coincidencias. Había muchas, muchísimas. Tiramos una moneda. Me tocó cara; ya tenía pensada una historia para tres tumbas. Debían ser hermanos este Bernt, este Anders y este Magnum Sjöström, muertos los tres en el año veintisiete sin rebasar ninguno el límite de los cuarenta. La avaricia les pudrió la croqueta, dije. Muertos los padres en un accidente de trineo, en el norte, cerca del Polo, los tres codiciaron la herencia. Bernt fue asesinado una madrugada por un mercenario carísimo, que casi dejó en la ruina a Anders y a Magnum. Estos, impacientes por recuperar patrimonio, se envenenaron uno al otro esa misma Nochebuena. El jugoso legado pasó a las ávidas manos de la prima Katarina Sjöström, oscuro objeto del deseo de Anders y Magnum. Con ella se hubieran patinado la herencia. Moraleja, ojo con la avaricia, ojo con la lujuria, ojo con los deseos incestuosos.

–Qué historia truculenta –me dijo.

–A más no poder, querida. A más no poder.

Era su turno; ella señaló orgullosa las fotos de un hombre de traje y una mujer de sombrero. No sólo habían nacido el mismo día, mes y año, sino que habían muerto el mismo día, mes y año y yacían enterrados side by side por toda la eternidad.

–Es que los primos Karl Johan Isaacson y Ulrika Sonja Andersson –y ahí Adriana formó un círculo con los dedos de una mano y lo atravesó furiosamente con el índice de la otra; la muy grosera me guiñó un ojo. –Romeo y Julieta, ¿cachai?

Sería tal vez porque faltaba poco tiempo para el final de nuestra propia historia que Adriana había insistido en conocer el cementerio. En mayo del ochenta y dos, después de la guerra de Malvinas, muchos caminos empezaban a bifurcarse otra vez. Ella se había emperrado en conocer mi lugar, mi banco, después de la tarde que, al pasar por la puerta, le dije que en ese cementerio me enterrarían el día que muriese. Me había mirado fijo, muy seria.

–Me toca por zona –aclaré.

Nos sentamos en el banco, que está bajo la sombra de un abedul. Abedul, qué palabra. En español suena gutural, de otra cultura. Cómo vinimos a parar a la sombra de un abedul. Qué error histórico. A pesar de que era domingo, no había visitas. A lo lejos, un empleado comunal regaba con una manguera el ligustro que separaba dos hileras de tumbas. Prendimos cigarrillos y nos quedamos un rato en silencio, observando la arboleda.

–¿No te pasa a veces, no siempre pero a veces, que estás cansado de vivir?

–Sí que me pasa.

–Pero sin dramatismo, ¿no? Sin desear morirte.

–Más bien. Es como decir ya está. Ya está bien.

–Sí, algo así. Ya está bien.

Se largó a llover, primero una llovizna chiquita y después unos goterones que mancharon la tierra. La escuálida sombra del abedul dibujaba unas piragüitas alrededor de nosotros. Nos quedamos callados escuchando la lluvia. Era uno de esos momentos cuando las palabras crean silencios que nos sentimos obligados a cuidar.

Caminamos despacito bajo un agua liviana hasta la parada del bus. Corrió los últimos veinte metros para alcanzarlo. Fue lo último que vi al volverme: la punta de su abrigo en la puerta del bus. Esa imagen me quedó grabada y regresará otra vez, seguramente, en los momentos más ridículos. Ideas asociadas, hormigueos en los dedos y en la cabeza que sólo ella era capaz de provocar y que habría de padecer hasta la desesperación después, en las noches solitarias de Eskilstuna.

Aquí, a trescientos kilómetros del laberinto, iluminado por los relámpagos que cortan en dos la boca del lobo, empiezo a escribir, recién ahora, sobre la mujer con que sueñan los marineros y termino escribiendo sobre el deseo de ausencia. No la ausencia de este momento en que escribo, sino la que nos acompañó desde el comienzo. La que saboreábamos y temíamos. Esa soledad a la que cada uno de nuestros encuentros nos acercaba más. Un agujero de soledad al que cada uno pertenecía y que no dejaba de reclamarnos.

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