› Por Luis Chitarroni
I
2 Nora Catelli me habló del síndrome de Pickwick. Lo había descubierto traduciendo un manual de neurología –o frenología– del siglo diecinueve. Me explicó de qué trataba, apelando a mi recuerdo del personaje de Dickens: una narcolepsia breve o prolongada, que dura hasta que la víctima –el durmiente– oye pronunciar su nombre. Y me dio el ejemplo de un conocido que olvidé de inmediato. Hacíamos tiempo en Rosario. Nos convocaban para una mesa redonda.
A partir de la noticia del síndrome de Pickwick cambió mi vida. Empecé a recordar las personas que creí lo padecían y a darme a conocer a otras que de ninguna manera me interesaban, con el propósito de encontrar a alguien con síndrome de Pickwick. Además, no sé si el síndrome es algo que le pasa a Pickwick solo o que comparte con el grupo, y que justificaría, entre otras cosas, el pase de lo individual al conjunto, de síntoma a síndrome, ya que Tupman o Weller, pero sobre todo Winkler y Snodgrass, están todo el tiempo quedándose dormidos. No me acuerdo cómo los despiertan.
Llama la atención el registro abrupto de un mal en medio de ese desfile de personajes, que el propio Dickens reconoció era frenético. Un motivo de distracción más que de regocijo, al punto que tenía que renunciar a describir personajes para seguir contando qué les pasaba a los que había presentado una página atrás. Es cierto también que en otros libros de Dickens las afecciones aumentan de volumen hasta alcanzar un nivel estentóreo, como la combustión espontánea de Krook en Casa desolada: el dominio de la exageración, la frecuencia ideal en Dickens, su método para facilitarnos jirones espeleológicos de tiempo real. Por lo demás, no es raro despertarse cuando a uno lo nombran. Lo raro es que el apellido sea el despertador… A uno en general lo despiertan –en la infancia y después, a menos que duerma en una cuadra del ejército– por el nombre. A Pickwick, por el nombre de pila creo que nadie lo llama, como a Gulliver. Tendría que revisar los libros, pero me parece que es así. (Ahora que me fijé, riman los nombres de los apellidos: Samuel Pickwick, Lemuel Gulliver..)
Por esos días recibí una llamada. Me invitaban a una reunión de ex compañeros de la escuela secundaria. “Podíamos celebrar, de paso –dijo Moncloa–, el fracaso de mi primera novela –Las de Caín–, donde –me recordó– yo los ridiculizaba (a los chicos de la división, y a él en particular).” Por un descuido espontáneo como la combustión de Krook, dije que sí. Para colmo, el lugar de reunión era en el restaurante donde más de treinta y pico de años atrás nos habíamos despedido (pensé que definitivamente). Lejos, muy lejos de casa. Quedó (aunque eligió el plural, no sé por qué: quedaron) en que me pasarían a buscar.
II
Osvaldo “Lalo” Sabatani, hombre de barba entrecana, de esos que, recuperándose de una enfermedad que amenazó ser terminal, dan la impresión de participar en un safari o rally interminable, escribió Vivir igual, libro de recetas y aforismos, apreciado en el género llamado autoayuda. Tuvo un éxito de ventas descomunal. Cada ciudad, cada pequeño pueblo tenía una sociedad, un club, un sindicato, un ateneo que pedía a gritos su presencia. Por trabajar en la editorial que impulsaba su carrera, debí acompañarlo en su gira de provincias. Nos hicimos amigos, condición que le permitía aplazar consejos y aforismos con anécdotas sobre sus proezas sexuales, de una variedad y una vitalidad fuera de lo común. Se llegaba a su intimidad muy rápido. Como no era posible darles a los relatos de Osvaldo un valor moral equivalente o relacionado a su programa de vida posterior, decidí coleccionarlos sin método.
El de Osvaldo para caracterizar a sus partenaires era invariable, respondía a un gusto desmedido por la desmesura mamaria. “Tenía unas gomas así…”, y se señalaba el cinturón que sostenía sus pantalones de combate cum camuflaje. Las tetas habían sido, al parecer, el tema absorbente de esa vida de ejercitación intensa, y garantizaban, sin otro tipo de pesquisa ni comprobación anatómica, la excelencia del rendimiento de Lalo, la exactitud afanosa y paulatina de su performance. El otro aspecto de la confidencialidad de Sabatani, una prolongación postiza del primero, o acaso un recurso destinado a hacerlo verosímil, consistía en un glosario de servicios eróticos bautizados de manera artística, que revelaba con delectación una cultura sentimental y venérea poco menos que incomparable. ¿Sabía yo cómo se decía en los burdeles de antaño “bajar al pesebre”? ¿Y cómo se llamaba entonces a los muy aficionados al cunnilingus? Una vez, redundaba en una bolilla anterior –beso negro, lluvia dorada, paloma heroica– cuando súbitamente se quedó dormido. Se había bajado una botella de pinot noir después de rendir honores a la especialidad de la casa (cordero a la cerbatana en arneses de sésamo y laurel, con alamares de hinojos y rúcula, sobre chichones de azafrán).
Estábamos en Rada Tilly, después de detenernos en Madryn en una reserva de cultoras de la autoayuda (con una de las cuales, la de apariencia más cetácea, él parecía haber tenido una relación bastante submarina). Me quedé mirándolo. Uno podía así calcular la desproporción entre la dinámica especulativa de su vigilia y esa desplomada inocencia, un efecto más de lo que él llamaba “mi falta de diplomacia”. Lalo serio daba el tipo del Doctor Daktari después de haberle curado al león Clarence la bizquera; esa noche, no. Alguien que lo conocía o lo reconoció se acercó sigilosamente. “Sartoris”, gritó primero, y se retractó: “Sabatani”, modulando una melodía posible. Mi amigo salió ileso a la superficie de la realidad sin residuos de embriaguez ni de sueño, y había reanudado la conversación que interrumpió, minutos después. El celular de Lalo tenía el ringtone de Il sorpasso.
III
Si hubiera recordado el lugar ( ya dije que celebramos en él la fiesta de egresados), tal vez las reformas y refacciones que Chamaco Ingrao me contó le hicieron –propiedad ahora de tres socios ex compañeros, Sufeito, Moncloa y el propio Ingrao– me habrían provocado asombro, remordimiento o algún tipo de admiración, pero… había tomado la precaución de no guardar recuerdo de esa noche, y menos de la escenografía. Ingrao me miraba con cara de fanático, los ojos exoftálmicos acuosos, las aletas de la nariz anhelantes, el labio inferior caído: una convergencia de humana insuficiencia para emular el tipo de babuino que debería de haber sido y de apatía animal para reemplazarla con algún atisbo de gruñido.
Me habían llevado con el propósito de la reunión, pero empecé a sospechar que se trataba de una trampa. Ingrao me pasó a buscar y condujo a toda velocidad por lo que parecía una autopista ascendente, oyendo “Escalera al cielo”. Cuando Plant , y sobre todo Bonham, se entusiasman, soltaba, para mi desesperación, el volante. Moncloa, que vivía a pocas cuadras, llegó pisándonos los talones.
–¿Qué tal? Qué placer tenerte con nosotros otra vez –dijo Moncloa e intercaló el apodo vergonzante con que me llamaban en la escuela.
–Vamos a ver si podemos ir aclarando algunas de las cosas que dijiste en el libro…
–Pero si nadie las leyó… –me defendí.
–¿Qué importancia tiene? No tiene ninguna importancia. A mí me las leyó mi suegra por teléfono, por ejemplo –dijo Ingrao–. O sea que alguien las leyó. A Moncloa...
–Mi segunda mujer me las leyó, es licenciada en Letras y me explicó… ¿Vos sabés hacer un nudo corredizo?
Anoté mentalmente: “Cosas que nunca aprendí: ponerme gotas en los ojos, santiguarme de la manera compleja, cebar mate, disparar el proyectil de una cerbatana, hablar con el peluquero…”. Se oyó una sucesión de notas sin desenlace, como la que se usa en los contestadores de las clínicas, con algunas estridencias apicales cada tanto. La usaban para bailar tomando éxtasis. Se los conseguía el D.J. de una galería a la que yo, cuando éramos chicos, los había llevado la primera vez, contaron. ¿Me lo tenía merecido?
–A veces lo hacemos con nuestras mujeres –empezaba a menearse, a mecerse Sufeito– y a veces no –se atrevió a confesar.
Me arrepentí de los malos ratos que les había obligado a pasar por el simple hecho de redactar una composición escolar en disidencia, en disonancia con el curso de la memoria compartida. Entonces llegó Sufeito con una camiseta de la Selección – la del ’86– cantando “We´re the champions”.
Sufeito llevaba consigo siempre algo portátil. De joven era desproporcionado pensar mal de él. Aparte del complemento portátil, uno le atribuía al sujeto un predicado impredecible para justificarlo. Ahora el predicado lo ofrecía en passant, como si hubiera sido víctima –Krook en otro libro– de combustión espontánea. Así es el tiempo. La falta de dignidad se derramaba sobre su persona. Curiosa redundancia, había traído una radio.
–Es una Noblex Karina, ¿te acordás? –se dirigía a mí casi con ternura. Es increíble la variedad de sentimientos afines que son capaces de provocar los objetos cobijados por la nostalgia.
– “Otro clavó la sintonía… ” –dijo, remedando, por el cambio de voz, algún viejo aviso–. ¿Te acordás? Ojo, capaz que vos estabas escuchando un concierto…
–Decís que a los tres lo único que “nos convocaba” –y pellizcó el aire con las comillas, un gesto que había aprendido tarde– era el silbato del profesor de gimnasia, dando a entender que no teníamos aptitud para otra cosa… En la página seis lo decís. Mi compañera actual es licenciada en Letras de la UCA. Dice que abusás, a ver, me lo anotó acá: de la intertuali...
Uno de los gestos memorables de Moncloa consistía en fingir, cuando se trababa al hablar, que extraía de la boca la palabra en cuestión y la arrojaba a un lado; otro, de elegancia equivalente, en sacarse de un costado de los labios un cigarro imaginario y expulsar con suficiencia el humo invisible, en demostración de superioridad y, supongo, de desprecio. El resguardo de secretos banales –que eran los que podía proteger– lo convertían en una de las criaturas más lastimosas de la Tierra.
–Sí, la conocí yo a tu mujer –dije.
–Mirá que no es la madre de mis hijos –invalidó.
–¿Y esta descripción, a ver –leyó con dificultad Ingrao (si hubiera imitado el gesto de Moncloa, a causa de su dicción pedregosa, una población de palabras yacería a sus pies): “Era bastante difícil establecer cómo superaba la distancia entre lo humano y lo animal; me atrevo a decir que lo hacía a la inversa de como se puede suponer”.
¿Cómo había adivinado Ingrao que me refería a él? ¿Quién se lo habría dicho? ¡Qué trabajo pedagógico el de la compañera de Moncloa! ¡Y cómo me repito escribiendo!
–Muy fino y delicado, eh –y repitió el mote ridículo que utilizaban para llamarme.
–Vamos a subir el volumen –dijo Ingrao. Y se oyó “Rapsodia bohemia”. La música del éxtasis quedó derrotada por esta iniciativa.
–Teníamos quince o dieciséis y éste era tan distinto y superior –dijo Moncloa– que leía a Borges y a Cortázar, escuchaba a Kincrinson y –oí–Shénesis.
–Y nosotros, los nabos, a Barriguay en los boliches… Te mandabas la parte porque eras amigo del Mono, el monto. Debés estar en la gloria ahora.
En eso, se oyeron ruidos en el fondo. Parecía que un animal jurásico había llegado a la cocina. La atención que prestamos a esos ruidos le permitió a Moncloa cambiar de tema.
–Mi compañera quería un shar pei primero, después un caniche toy, pero el veterinario nos convenció de que la raza del futuro era ésta.
Ante nuestros ojos se presentó de pronto una criatura milagrosa, apenas más chica que un San Bernardo, del que se distinguía entre otras cosas por carecer de barrilito en el pescuezo. Empezó a lamer mi cara con brío.
–Es un boyero de Berna –dijo Moncloa–. Les garanto que la mejor compañía para los pibes. ¿A que no oyeron el silbato? Vienen en negro y fuego, nada más, no como los labradores.
–¿Viste esa de Tarantino que al quía le prenden fuego? Bueno, primero lo atan a una silla, que es lo que te vamos a hacer…
–Después te vamos a bajar los grilos. –Se informaban las cosas sin tenerme en cuenta, pese a haberme ido a buscar.
No sé quién los llamó “fenómenos de simetría inversa” –¿Lévi-Strauss?–, pero desde joven sentí que las palabras me estaban dedicadas de un modo oblicuo, que se adecuaban, se adherían a mí como una descripción de comportamientos inherentes e inevitables pero de un modo indirecto. A veces, debido a ciertas características personales –al predominio en mí de la histeria (aunque en apariencia me tomaran por inofensivamente obsesivo)–, la enunciación de un desperfecto, un síntoma o un mal me obligaba –obligaba, claro, involuntaria, inconscientemente– a remedarlo de manera contraria, inversa, insuficiente. Antes, en el umbral de una pausa, antes de hablar del advenimiento del inconsciente, me veía a menudo forzado a decir: “involuntaria, inconscientemente”. Ahora, tantos años después, me parece que llegó el momento de repetirlo.
Sufeito había traído una camarita digital.
–Dale, hay que amucharse. Acá la foto la tengo que sacar, sí o sí, yo –y buscó el ángulo más conveniente–. Después la subimos al blog.
Como para demostrar que tenía hijos adolescentes, Moncloa repetía:
–A éste lo vamos a descansar hasta que no le queden ganas de escribir boludeces.
Entonces Ingrao pronunció mi apellido y me desmayé.
Había tenido un día difícil, que empezó mal cuando la jefa de prensa de la editorial me avisó que Lalo Sabatani se había muerto. No del cáncer que había revertido, no de las metástasis que combatió la quimioterapia, sino de un súbito, definitivo infarto. Como para seguir impresionándome, como para que la suya –su leyenda– mantuviera la certeza de la superioridad sexual , había muerto en un albergue transitorio. “Hotel alojamiento se decía”, me dijo, carancheando un sábalo en alguna ciudad del litoral, “en mi juventud”. La dama en cuestión había tenido la delicadeza de telefonear.
Sí, había tenido otro día difícil que mi breve aparición en la sala donde velaron al muerto sirvió para acentuar. Estaban allí los hijos del primer matrimonio de Sabatani. El varón no se parecía en nada al padre, salvo en la vestimenta. En hombre sin achaques, el atavío sólo podía corresponder al gusto por la aventura. Efectivamente, a lo largo de nuestra corta conversación, me dijo que era fanático de Lost. La hija, en cambio, llevaba un vestido de luto entallado, con un profundo escote, que le hubiera gustado a Lalo. Psicóloga, tenía el pelo teñido color remolacha, algo que su padre justificaba por el divorcio y la falta de pacientes. En la carne un poco vapuleada se veían, para seguir con Dickens, pecas como las que tenía la Pegotty de Copperfield. Pecas grandes, gruesas. Por la pendiente fácil de la asociación me acordé del nombre y apellido de la persona con síndrome de Pickwick que Nora me había mencionado la primera vez: Sergio Ramírez. ¿O por discreto debería yo callarlo ahora? En mí, tan vacilante, ambas categorías se confunden y relevan sin intención. Involuntaria, inconscientemente.
Lo cierto es que cuando oí a Ingrao decir mi apellido, después de tantos años –ellos los habían contado mejor que yo–, no me quedó más remedio que desmayarme. Dormido no encontré sueños que relatar. Una serie de nubes insípidas o islas irisadas no constituye ni compone un trofeo, ni siquiera un pretexto de digresión.
–Yo, Claudio María. Este, Aníbal Laureano y “Chamaco”…
–Yo tengo tres –dijo Chamaco–: René Cecilio Altemar. Por un cantante que le gustaba a mi vieja.
–¿Vos también tenés otro nombre, no? Dale, despertate.
Cuando lo logré, los tres se tranquilizaron. Habían llamado al médico de la obra social. Ingrao devolvía a mi billetera la credencial. No debía de haber pasado mucho tiempo inconsciente porque sentía aún la humedad inmunda del perro en la cara. Es cierto que no termina de acostumbrarse uno –a expensas de la primaria, en mi caso, y después de todo lo que pasó– al apellido que le toca en suerte.
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