Empecé “El síndrome de Pickwick” con el propósito de leerlo en el aniversario de una librería, casi por encargo. Volvía de un Congreso en Rosario; la clave de bóveda me la había dado Nora Catelli, y fue su amuleto el que informó el relato, que escribí muy rápido para mis parámetros, en menos de una semana. Con algunas adherencias parasitarias, es el que leí en diciembre de 2010. Después pensé que se adecuaba al libro que tenía entre manos –Tres relatos de época–, especie de novela que se arma involuntariamente si uno considera un solo aspecto compositivo. El primer formato, el que se adapta mejor al entretenimiento, es el que aparece en Veranoi12, reducido. Los temas, monótonamente personales –los nombres, la profusión de personajes, la mezquina acumulación de odios de clase media, los juegos, el sueño, el despertar, la memoria, la venganza, la simetría– espero no obturen el curso de la anécdota (o las), que redefinen el carácter novelesco de esta ficción jibarizada, su displicente –o deficiente– vuelo narrativo.