VERANO12 › EL CUENTO POR SU AUTOR
› Por Guillermo Saccomanno
Arquitecto, autor de muchas casas de Villa Gesell, también dueño de un hotel cercano a la playa, el Francés es un amigo con el que siempre estoy en deuda literaria y no sólo: también de hospedaje. Hace unos años, en invierno, por las noches nos reuníamos en el bar del hotel tres o cuatro amigos. Alguno arrancaba con una anécdota del día, otro la completaba y, despacio, entre café y ginebra, se iba armando la historia y animando el encuentro. Pero el relato que pegábamos entre todos no tenía ni punto de comparación con cualquiera de las historias que contaba el Francés, porque a Carlos lo llamamos así y el motivo está en su infancia, hijo de un francés fundador de la Alianza en la filial Junín. Raro encontrar a alguien capaz de contar una y otra vez la misma historia sin repetirse: los orígenes en ese pueblo que fuera Fuerte de la Federación, la memoria de los últimos indios, la partida a la Capital y la universidad, el descubrimiento de Buenos Aires, la iniciación en la ciudad, los bombardeos del ’55, la resistencia peronista, la violencia de los ’70 y después, como dije, el exilio. Al Francés le gusta explorar el tema y las variaciones, contar lento, minucioso, deteniéndose en los detalles. “Los divinos detalles”, los llamaba Nabokov en sus lecciones de literatura. Uno podría pasarse horas teorizando sobre la narración como arte. Pero más interesante –y más se aprende– cuando uno escucha a alguien que sabe contar una historia marcando el tono, las pausas, los guiños. El Francés empieza a contar y su relato avanza como sin querer, cobra interés, se detiene, impone un suspenso y después, tomándose su tiempo, sigue. Al Francés lo conocí hace más de veinte años acá en Villa Gesell. Y le debo no pocos de los cuentos que escribí –en su hotel, obvio– para la inolvidable y siempre extrañada Página/30 y que, más tarde, me servirían de base en alguna novela. En esa época en que los tres o cuatro de siempre nos juntábamos en su hotel, el Francés se imponía con sus historias. Mientras las contaba, yo anotaba mentalmente las inflexiones y los giros. Después intentaba reproducir lo escuchado. Pensaba tanto en Briante como en Conrad. El Briante del boliche de Arispe, ese boliche al cual los paisanos van y cuentan. El Conrad que afirma que una historia como la de Lord Jim pudo haberla escuchado contar durante toda una noche. No me quedaba tranquilo hasta someter el cuento escrito a la lectura del Francés. Unos días después se lo acercaba. Se sonreía al leer. Levantaba la vista de la hoja y haciendo memoria, se acordaba de algo que no había contado. Ahí el relato encaraba una deriva. Me convenía prestarle atención. Aquello que había olvidado y ahora traía a cuento le daba a la historia otra perspectiva. Una frase podía cobrar entonces otro sentido. Un gesto narrado que, en su momento, había pasado por alto, ahora revelaba un significado menos unívoco. Entonces uno se daba cuenta: al contar no era lo mismo ambigüedad que confusión. Al Francés le preocupaba la sutileza, el indicio que ahorraba la redundancia. Al contar, su narración decía más con los silencios que con las aclaraciones. Tal vez, me daba cuenta, un buen cuento es aquel que no necesita aclaración alguna. Tampoco hay que buscársela demasiado. Debe estar insinuada, como dicha por lo bajo, en confidencia. En esa época lo acompañaba al Francés a ver una obra en construcción que estaba dirigiendo, a la reunión con unos albañiles, a un corralón o un taller. Que considerase su profesión de arquitecto como un oficio, esto, podía aplicarse a su don de narrador. Un cuento tiene también una arquitectura. Pero a diferencia de una casa, es invisible. De entrar en esa construcción invisible y habitarla, me digo, puede tratarse la escritura de cuentos. En una de esas noches entre amigos, en esas vueltas que dábamos por la Villa y sus alrededores, escuché el cuento que van a leer. Yo había estado allí, pero al escucharlo contar al Francés comprobé que el lugar, un taller mecánico, no había sido el mismo. Entonces no me alcanzó con escuchar su versión del cuento que ambos habíamos escuchado. Era y no era el mismo. Tras escribirlo, tuve que someterlo a la lectura del Francés para ver si no estaba chingado. Como siempre, levantó la vista y completó un detalle. Fue, como siempre, condescendiente con la literatura. Y yo, como siempre, como pude, espero haber sido fiel no sólo a la trama. También a su modo.
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