› Por Vlady Kociancich
El cuento por su autor
No es fácil recordar qué nos llevó a escribir un cuento determinado. Las puertas al relato son innumerables, a veces giratorias. y creo que ningún autor elige a voluntad el picaporte justo. Como la vida, la imaginación es desorden. Hace lo que le gusta, finge esa lasitud de existir como una Bella Durmiente en espera mientras el tiempo, las cosas y la gente transcurren a su alrededor. Y de pronto, algo la despierta y a ese algo se abraza hasta que la escritura le impone su autoridad, le da un sentido, una historia, un personaje, el orden final de las palabras.
Pero sé que este cuento nació y fue creciendo en un rincón de la memoria, ese altillo atiborrado de apuntes literarios en desuso que nuestra ingenuidad de novelistas supone que algún día serán útiles aunque raramente lo son. Era un rincón muy chico con sólo dos recuerdos ínfimos y dispares: una joven mujer y la desaparición de un reloj. De la primera me había impresionado el carácter; del reloj me reí, tanto que esa risa terminó envolviendo a la mujer, extraña al reloj perdido, y decidiendo el tono, el estilo y el ámbito de los personajes.
Mi primer cruce con la protagonista fue casual, fugaz y contundente. Sucedió en el salón de fiestas de un hotel de lujo, fuera del país, durante un congreso de turismo y en uno de esos tediosos cóctels de trabajo que consisten en la sordera de conversaciones que abortan después de unas frases. La especie de cámara filmadora que es mi memoria grabó la entrada de una chica que llamó la atención de todo el mundo. Alta, elegante, de pelo y ojos negros, en un vestido rojo como el fuego, una belleza argentina que hizo babear a los hombres presentes. La escoltaba un ejecutivo de cierta empresa, mayor, algo canoso. Con esa malevolencia que nunca falta si se trata de una mujer sola y libre, alguien me comentó que ella pasaba por empleada de relaciones públicas pero que el rubí que hacía juego con el vestido nunca haría juego con el sueldo. Regalos, se me dijo, de tipos como ése.
La mañana siguiente tuve un problema con el conserje del hotel, que casi me trataba de idiota. De pronto, a mi lado, surgió la altísima chica del vestido rojo (ahora en un Chanel severo) y su voz algo ronca, dura y poderosa, redujo al individuo a una sumisión implorante en muy pocos minutos. Tomamos juntas un café, le agradecí. Sonrió. “De nada. Yo tengo calle, vos ni cordón de la vereda”. Y para mi asombro, me confirmó lo que yo tomé como un rumor venenoso. Pero ahora iba a casarse, enamorada, con un hombre que la quería de verdad.
Años después, la vi en el viejo mercado de Constitución. Ella empujaba un carrito al tope de frutas y verduras. La gente se daba vuelta para mirarla, no sólo por su belleza intacta sino porque tenía puesto un tapado de visón. Me reconoció, nos saludamos. Seguía “muy casada” dijo riéndose y feliz.
Tuve que inventarle una historia. Pero jugar con el lenguaje para darle voz propia fue mi diversión mayor. Henry James decía sabiamente: “Ah, nuevas palabras encierran nuevas posibilidades”.
Vlady Kociancich (del volumen de relatos Todos los caminos).
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