› Por Luisa Valenzuela
Para febrero, tiempo de carnavales, me resulta fácil elegir un cuento de verano entre los muchísimos que he escrito a lo largo de mi larga vida. Y más si se impone revelar su génesis. Porque gran parte de los cuentos –y aun las novelas– nacen de ese magma que podríamos llamar la nada aunque esté lleno de vocablos y vivencias y percepciones inconscientes e inesperados lazos que se atan. Pero este cuento no, este cuento sucede en Venecia donde el Carnaval está omnipresente y se basa en una anécdota precisa que alguien me contó en su momento.
Todo muy claro y sencillo, de no ser porque siempre algún misterio late, a veces muy oculto, en toda creación literaria. En este caso el misterio conlleva dos instancias, una sola elucidada. Esta última se centra en la búsqueda de un nombre: la protagonista “trató de encontrar la palabra porque la había leído en uno de los libros de la embajada y no logró encontrar la palabra tan exquisitamente veneciana y quedó diciendo es el, es el, el...” Se trataba del nombre del reflejo de las aguas en los cielorrasos de Venecia. Me llevó años dar con él, ninguno de mis amigos italianos lo conocía; debe ser dialecto veneciano, alegaban. Hasta que por fin llegué a la Serenissima, la bella ciudad de los canales, y en la universidad donde debía dar una conferencia lo primero que hice fue plantear la pregunta. Allí, un profesor local supo darme la respuesta: lo slusego, me dijo, acentuando y estirando la ú y suavizando las eses.
La principal instancia del misterio sigue aún vigente, porque cuando por fin escribí el cuento y me sentí orgullosa de haber dado con los hilos conductores, llamé a mi amigo Quique para agradecerle, convencida de que él me había contado meses atrás la breve anécdota de la joven pareja argentina; y Quique asombrado dijo que no, no, él no tenía ni idea. Recorrí entonces el espinel de mis amistades, a ver quién me había regalado el germen del cuento, y nada. Nadie supo contestarme. Quizá alguno de ustedes hoy, lectores, lectoras, me permitan hacer pie en la realidad. Y me hagan saber, por ejemplo, que aquella joven pareja que tan gozosamente lo habían pasado el 4 de noviembre de 1966 en Venecia son hoy felices abuelos y tienen muchos nietos, todos con nombres de agua.
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