› Por Ana María Shua
Este cuento empezó en un supermercado. O tal vez mucho antes. Mi hermana Alisú fue militante barrial de la JP. Tenía veintiún años en 1976, cuando, escapando de la represión, se fue con su compañero a vivir a Evanston, un suburbio de Chicago, donde estudiaron, trabajaron, tuvieron hijos. Hoy es dueña de una empresa que se dedica a las investigaciones sociales. Desde 1986, todos los años, en el verano del norte, viene por un mes a Buenos Aires.
Un día, en una de sus visitas, estábamos haciendo compras en el supermercado cuando de pronto Alisú, alterada y emocionada, salió corriendo hacia un señor de bigotes que estaba en la cola de la caja, gritando un nombre que era, evidentemente, un apodo. Así fue su reencuentro con un antiguo compañero de militancia del que sólo entonces pudo saber su verdadero nombre, su verdadera historia.
Como pasa rara vez (y qué maravilloso cuando pasa), sentí que tenía que escribir un cuento sobre esa historia. Por esos días yo solía hacer caminatas con una amiga, la excelente kinesióloga Silvia Frosina. Como corresponde, caminábamos con energía y charlábamos con entusiasmo. Para la misma época en que mi hermana se había reencontrado con su amigo, Silvia volvía de un congreso internacional de traumatología y fisioterapia que le había interesado mucho. Y me contó, con cierto grado de horror, esa película que les habían pasado sobre la operación de columna. Vaya a saber por qué, decidí que en ese congreso sucedería el encuentro que había visto en el supermercado. Yo misma tenía ya bastante experiencia en congresos internacionales en universidades de Estados Unidos, de modo que me resultó cómodo ubicar allí el congreso de traumatología.
Para escribir el cuento, necesitaba saber con cierto detalle las características de la operación que tanto había impresionado a mi amiga. La información técnica es muy importante, forma parte de los elementos que dan verosimilitud a un relato, y es fundamental que aparezca con la mayor fidelidad posible. Me reuní con ella, le pedí que me contara todo otra vez, tomé notas. Escribí una primera versión del cuento y se lo di a leer para corregir todos los posibles errores (los había).
Extraje muchos otros elementos del caos de la realidad. El Pampa, por ejemplo, fue un compañero mío de la facultad que después, como militante, se convirtió en responsable operativo de mi hermana. En ese momento, todos teníamos que fingir que no conocíamos perfectamente su verdadero nombre y apellido. El chico, tan jovencito y tan buena persona que tenía las mejillas coloradas, a quien llamaban el Tano, era un compañero del colegio secundario de mi hermana al que mataron antes de los veinte años. Militaba en un grupúsculo (no debían ser más de diez) que se dedicaba sobre todo a estudiar textos marxistas, pero sus integrantes cometieron el error de usar el mismo nombre de una pequeña organización guerrillera que operaba en Mar del Plata. Los mataron a todos.
El cuento fue publicado en mi libro Como una buena madre, en 2001. Yo no sabía, hasta ese momento, por qué había relacionado la operación de columna con el reencuentro de dos militantes de los ’70. Corrigiendo las pruebas, de pronto, la explicación me saltó a la cara. Aunque el lector no lo sepa, porque no hay datos que lo informen, yo estaba escribiendo al mismo tiempo sobre el movimiento de la columna vertebral y sobre la columna vertebral del movimiento.
Así se consideraba la JP con respecto al movimiento peronista.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux