VERANO12 • SUBNOTA › ANA MARíA SHUA
Mientras buscaba un caramelo en la cartera escuchó la voz del doctor Rosenfeld diciendo que la conferencia había terminado y proponiendo disfrutar del video. Cuando levantó la vista, el médico estaba exactamente en la postura que ella había imaginado, casi recostado, de brazos cruzados, con las piernas muy largas estiradas en una actitud relajada, tan cómodo como la silla se lo permitía. Stella volvió a colocarse los auriculares para la traducción simultánea.
La primera parte de la grabación era repugnante y sangrienta. En ningún momento se mostraba la cara del paciente. No sólo estaba cubierta la zona que delimitaba el campo operatorio, sino todo el cuerpo tendido boca arriba. Acceder a la columna vertebral desde un abordaje anterior, entrando por los costados del vientre, exigía cortar una cantidad importante de tejido. No hacía falta ver la cara o el cuerpo del paciente para saber que era muy gordo. La gruesa capa de grasa amarillenta también sangraba. En una segunda etapa se introdujo en el cuerpo un globo que al inflarse servía para mantener apartadas las vísceras y capas musculares. Stella desvió la vista. Como kinesióloga, esa parte de la operación no le interesaba. Sintió una ola de calor que subía desde la espalda, cubriéndole la cara con un sudor espeso, y recordó que el doctor Rosenfeld había usado la palabra disfrutar. En su país ningún traumatólogo habría aceptado intervenir a hombre tan gordo. Buena parte de los efectos positivos de la operación serían anulados por el peso que el paciente cargaba sin piedad sobre su espinazo. Tal vez los médicos yanquis no pudieran permitirse elegir, considerando la creciente obesidad de su población.
Pero cuando el laparoscopio llegó por fin a la columna, el trabajo de los instrumentos en las vértebras le resultó fascinante. La técnica de Rosenfeld consistía en retirar el disco herniado, reemplazarlo por una jaulita rellena de material esponjoso (“cage”, que el intérprete simultáneo traducía equivocadamente como “caja”) y fijar las vértebras correspondientes atando las apófisis dorsales con alambre de platino. Al eliminar el juego entre las vértebras transformándolas en una estructura rígida, la columna perdía posibilidades de movimiento, pero en cambio se alejaba el peligro de ruptura o fisura.
Entrar al lugar donde se preparaba el café para los que participaban en el congreso la devolvió a la sensación de malestar. Sobre una superficie metálica con muchas hornallas humeaban unas veinte cafeteras. Había café con sabor a avellana y café con sabor a vainilla, café con sabor a canela y café con sabor a almendra, café con sabor a jengibre y café con sabor a menta y probablemente hubiera también café con sabor a café pero Stella ya no estaba en condiciones de probarlo, asqueada por la mezcla de esencias artificiales. Se secó la transpiración de la cara con un pañuelo de papel. Por suerte no se había maquillado.
En la sala de descanso se sintió mejor. Como siempre, el congreso paralelo que se desarrollaba en los pasillos, en las cafeterías de la universidad, era más interesante que las ponencias. Se encontró con un traumatólogo argentino que trabajaba ahora en Holanda y con una colega colombiana. Pronto se encontró formando parte de un grupo que discutía con fervor sobre los resultados a largo plazo de ciertas soluciones quirúrgicas.
Desde el otro lado de la sala, un hombre de ojos claros la miraba fijamente. Aunque no lo conocía, Stella le sonrió y le hizo un gesto amistoso con la mano. El hombre usaba un inverosímil pantalón a cuadritos tan norteamericano como la pulcritud y la aséptica belleza de la universidad en que se desarrollaba el congreso. Las alfombras espesas, acolchadas (cómodas pero dañinas para el arco del pie, decía su mirada profesional), las paredes impecables, las oficinas con sus bibliotecas y su cuidadosa privacidad, en las que sin embargo ningún profesor se atrevía a cerrar la puerta cuando estaba con un estudiante, para evitar acusaciones de acoso sexual, la biblioteca nutrida y bella, de grandes ventanales que daban sobre el campus: todo parecía estar allí deliberadamente, como para resaltar la pobreza y el caos de las universidades estatales de las que provenían los pocos panelistas de América latina.
Stella saludó al hombre que la observaba con tanta franqueza porque sabía que en Estados Unidos mirar a los ojos a una persona desconocida era una falta de cortesía. ¿Se habían visto en algún otro encuentro internacional? Los ojos celestes le resultaban familiares pero fuera de contexto.
El período de descanso había terminado y parte de las personas que la rodeaban se estaba levantando para asistir a otras conferencias o mesas redondas. Muchos fingían estar interesados en algún tema que se exponía en otro edificio, y con esa excusa se deslizaban fuera del campus para huir en taxi hacia la ciudad. Los más famosos, los más ignorados, se iban sin disimulo o se quedaban charlando allí mismo o en la cafetería, esperando a algún amigo. Algunos salían del recinto sólo para fumar, a pesar del frío.
Stella quería estar presente en la charla de su amigo traumatólogo. Cuando se levantaba de su asiento para acompañarlo a la sesión, el hombre de los ojos celestes que la había estado observando pasó al lado de ella, le sonrió y le dijo una palabra en un idioma desconocido.
Su viejo amigo seguía siendo el mismo viejo charlatán, por supuesto. Una prueba más del provincialismo de los argentinos, siempre dispuestos a creernos los peores del mundo, a imaginar que en un país de verdad –así se decía– ese tipo no podría engañar a nadie, y sin embargo allí estaba, representando verborrágicamente a una prestigiosa institución holandesa, con la misma faltad de seriedad que de costumbre y un envidiable dominio del inglés.
Distraída, entonces, Stella volvió a la imagen del hombre de los ojos claros, al que ahora fantaseaba interesado en su persona por motivos no profesionales, jugando Stella, halagada, con el posible significado de la palabra que él le había dicho al pasar. ¿Un saludo? ¿Un piropo? De pronto, en su cerebro, el ir y venir del pensamiento tomó un camino cerrado hacía tiempo, el curso de una vieja sinapsis tan inútil como el socavón abandonado de una mina en la que no queda ya la menor veta de oro; algo se movió y se unió y tomó forma y súbitamente entendió no el significado, porque no lo tenía, sino el sentido de la palabra. Una marca registrada que designaba en su país a los rollos de viruta o lana de hierro que se usaban para fregar el fondo de las ollas.
El señor de los ojos celestes y los pantalones inverosímiles le había dicho Virulana.
¿Cuántos años hacía que nadie le decía Virulana? La oleada de calor la obligó a separarse del tapizado del asiento, una resistencia al rojo contra la espalda. El apodo no hubiera tenido justificación ahora que usaba el pelo corto y lacio, en lugar de la cascada de rulos que la definía tantos siglos atrás.
Lo buscó con la mirada. Había entrado delante de ella en la misma sala. Ahora no sólo sabía de dónde venían esos ojos, sino que había entendido por qué la palabra Virulana le había sonado extranjera, era esa forma de hablar sin abrir la boca que tenía el Pampa y que sin embargo no hacía sus órdenes menos tajantes o menos respetables. Virulana miró al Pampa con una sonrisa enorme, aterrorizada. Y sin darse cuenta de lo que hacía, con un gesto que le salía de las tripas y de ciertas regiones del pasado, se tapó absurdamente con la mano el prendedor con la identificación del congreso que informaba a quien quisiera saberlo su verdadero nombre y apellido.
Salió del auditorio sabiendo que el Pampa la seguiría.
La cafetería estaba casi vacía.
–Qué alegría –dijo ella.
La emoción era verdadera, la alegría era difícil. Sobrevivientes de un naufragio, rescatados por barcos de países diferentes y remotos, sin saber cada uno si el otro había llegado alguna vez a tierra. Cargados de muertos. Stella volcó el vaso de Coca-Cola con un movimiento brusco. Trató torpemente de secar la mesa con servilletas de papel. El hombre le apoyó la mano en el hombro para tranquilizarla y le propuso mudarse de mesa.
–Te planchaste el pelo, Virulana –dijo él.
–No, al revés, antes usaba permanente –dijo ella.
Stella entrecerró los ojos por un segundo, tratando de recomponer sobre la cara amable y algo abotargada, con sonrientes arrugas alrededor de los ojos, la otra cara, delgada y ansiosa, que llevaba con ella.
–Qué raro –dijo él, rozando con un dedo el cartelito que ella llevaba prendido en la solapa–. Qué raro. Dossi. Siempre pensé que tendrías apellido judío.
Qué raro: haber conocido tanto de sus cuerpos y nada de sus nombres. Y como él no usaba la identificación del congreso, Stella empezó por el principio: por preguntarle cómo se llamaba, quién era, dónde vivía, como si nunca se hubieran besado, como si nunca hubieran estado abrazados, asustados, acostados en la cama de un hotel por horas, escuchando allí afuera pasos y sonidos que siempre les parecían amenazadores, policiales.
La mayor parte de la gente que ha compartido alguna vez, estrechamente, el mismo tiempo y espacio, trata de resumir, al encontrarse muchos años después, todo lo que sucedió durante el lapso transcurrido desde que dejaron de verse. A Virulana y el Pampa, en cambio, les interesaba mucho menos saber qué habían hecho después, por dónde y hasta dónde habían llegado, que enterarse de lo que estaban haciendo en aquel mismo momento en el que compartían riesgos esforzándose por saber cada uno, del otro, lo menos posible. Y por momentos era tan difícil, por momentos había que fingir que uno no conocía a un amigo de siempre más que por el nombre de guerra o, como en este caso, había que resistirse deliberadamente a seguir las múltiples pistas que podrían conducir a la verdadera identidad de la persona con la que uno se acostaba. Hablaron, entonces, en la cafetería de esa universidad norteamericana que los amparaba con su riqueza fácil y generosa, burlándose de ellos y de sus odios y sus esperanzas de tantos años atrás –evitando, mientras hablaban, todo recuerdo o mención de esos odios y esperanzas– sobre sus trabajos y sus estudios y sus amigos y sus familias de aquella época. Intercambiaron sus verdaderas antiguas direcciones, en las que ya ninguno de los dos vivía. Hablaron de lo que hacían sus padres, de sus vidas cotidianas y secretas, paralelas a los encuentros en el local donde se reunían para hacer política barrial, para trabajar en la concientización de los vecinos, repartiendo volantes, colaborando en tareas comunitarias, tocando timbres casa por casa para conocer y conversar y persuadir a las señoras del barrio, participando en interminables reuniones políticas en las que discutían y analizaban las órdenes que bajaban desde las alturas a veces irreales en las que estaban situados sus dirigentes y que finalmente debían limitarse a obedecer, organizándose para marchar en las manifestaciones y aprendiendo a manejar, asustados y orgullosos, las armas que guardaban en el sótano. Sin tocar, todavía, sus recuerdos comunes, hablaron de esa otra zona de sus vidas que nunca habían compartido ni conocido, que en aquel momento debían mantener oculta como parte de una militancia política que en cualquier momento podía volverse, como en efecto sucedió, prohibida y clandestina.
La cafetería se llenó de gente. Panelistas, espectadores, estudiantes cargaban sus bandejas con esa comida que a la licenciada Stella Maris Dossi, o Virulana, le resultaba entre insípida y repulsiva, a la que el Pampa, que ahora era también el doctor Alejandro Mallet, parecía estar acostumbrado. Otros colegas pidieron permiso para compartir la mesa. El Pampa se sirvió una enorme porción de fideos fríos, que aderezó con una sustancia blancuzca, espesa, mucilaginosa.
–Me encantan los dressings –comentó, con tono de disculpa.
Y Virulana no era quién para discutir los beneficios o el sabor de los aderezos de ensalada yanquis con el responsable de su unidad básica. Antes le gustaba el contraste entre los ojos muy celestes y el pelo muy negro de Pampa; ahora el color se veía desvaído, parecía haberse atenuado en el juego con el pelo casi blanco. Stella comió poco. Las olas de calor parecían tener misteriosas relaciones con el funcionamiento de su aparato digestivo.
A la noche fueron a bailar con un grupo de colegas. Habían elegido una disco para gente grande, donde pasaban oldies de los sesenta. Stella se sacó los zapatos para que las medias le permitieran resbalar mejor por el piso plastificado y consiguió lucirse en el twist a pesar de su leve artrosis de rótula. Su compañero de baile, un canadiense especialista en miogramas, la aplaudía.
Volvió a sentarse triunfadora, empapada en sudor, y el Pampa la besó largamente en el cuello.
–Qué saladita –dijo–. Vamos al hotel.
–Mañana –pidió Stella.
–Mañana viene mi mujer –sonrió él.
Entonces se fueron, sin llamar la atención; de todos modos la disco cerraba pronto.
Hubo sólo un mal momento, que pasó rápido: fue cuando él la cubrió con su cuerpo y ella lo sintió encima como una gigantesca bolsa de agua caliente y tuvo que contenerse para no apartarlo bruscamente de una patada, como tantas veces hacía de noche con la ropa de cama, molestando a su marido que se quejaba débilmente y trataba de seguir durmiendo. Moviéndose ahora con tanta delicadeza como pudo, lo hizo cambiar de posición y todo volvió a deslizarse con feliz intensidad. De eso estaba orgullosa: de su intensidad. De sus pechos todavía enteros y fuertes. Y de sus manos, de los dedos alargados pero sobre todo de la precisión y la fuerza que habían adquirido sus manos en el constante trabajo físico que le exigía su profesión. Gritó un poco al final, para él y también para sí misma.
Después, en la cama enorme, desnudos y sin fumar –pero cómo olvidar el placer que en otros tiempos les daban esos cigarrillos negros y fuertes, los buches de ginebra barata que se habían pasado de una boca a la otra– disfrutó la sensación de orgullo que produce el sexo cuando es alto y bueno.
Y entonces siguieron hablando de gente, de cosas, de situaciones y circunstancias que cada uno sabía, aportaron informaciones y recuerdos tratando de armar ese rompecabezas que era para ellos y para todos sus compatriotas la época de la militancia y de la dictadura, en que sólo era posible conocer una parte recortada, arbitraria, de la realidad, en la que, de todos modos siempre, faltarían piezas. Hablaron de personas y destinos, intentaron reconstruir historias, se confesaron lo que era posible confesar, recordaron uno por uno a sus compañeros y consiguieron, entre los dos, en algunos casos, recomponer sus vidas o sus muertes. Era raro que el Pampa no mencionara nunca a su gran amigo-enemigo de aquel entonces, siempre juntos y siempre enfrentados, listos para propagar a otros campos la más teórica de las discusiones políticas.
–El Pampa y el Tano –le recordó Stella–. Ya empezaron las tribus enemigas, decíamos en las reuniones.
Habían pedido un champán de California, que resultó mejor de lo que ella se imaginaba, y compartían una copa bebiéndolo a pequeños sorbos, culpables y contentos de estar vivos. El Pampa dejó la copa sobre la mesita de luz y prendió el televisor con el control remoto.
–Me gusta ver la tele sin sonido –dijo–. Me acostumbré aquí, cuando era residente, en el hospital.
–El Tano tenía siempre los cachetes colorados. No era muy inteligente, no era muy buen mozo, pero tenía algo. Era un tipo decente.
–¿Te gustaba? –preguntó él, con la vista fija en el televisor.
En la pantalla un perro ladraba en silencio ante un pote de alimento vacío con forma de galletita. Stella recordó una mala película italiana, un laboratorio donde se hacían experimentos con perros a los que les había cortado las cuerdas vocales para que no molestaran a los investigadores con sus aullidos de dolor.
–Era demasiado chico para mí. Medio tartamudo, ¿te acordás? Siempre se trababa en la p de antiimppppperialismo. ¡No tenía mucho futuro en la izquierda!
–A él sí le gustabas –dijo el Pampa–. Estaba loco por vos. Se puso mal cuando dejaste.
–No te creo –sonrió Stella–. A veces pienso en el Tano. Qué estará haciendo. Me lo imagino médico también, pero no atendiendo pacientes. Sanitarista en la Patagonia, algo así.
–Está muerto –dijo el Pampa. Y empezó a vestirse. Estaban en la habitación de Stella.
–¿No te quedás a dormir conmigo? –preguntó Stella, fingiendo decepción por razones de cortesía pero en realidad con ganas de quedarse sola para reordenar su archivo de recuerdos, sacudidos por el torbellino de la memoria ajena.
El Tano. Uno más, entre tantas caras y gestos detenidos por el clic de la cámara en la fotografía eterna de la muerte. No quería saber qué le había pasado, si lo habían ido a buscar a su casa, si había caído en un enfrentamiento, si alguien lo había visto por última vez en un centro de desaparecidos, si había resistido o se había quebrado en la tortura. No quería saberlo, no le interesaba.
–Prefiero estar en mi habitación, sabés –se disculpó el Pampa–. No sé a qué hora llega mi mujer.
Pero no era uno más, el Tano. Sin saber por qué, Stella se rebeló, trató de rebelarse. No puede ser, se dijo, con esa frase repetida tantas veces, la primera frase que usan los seres humanos para negar lo único que sí puede ser siempre, el único destino común de todo lo que nace. Stella no quería que también el Tano estuviera muerto. Las historias iban y venían, no todas eran ciertas, había confusiones, nombres o apodos parecidos, errores o informaciones dudosas, imposibles de confirmar.
–¿Quién te contó que murió el Tano? –preguntó–. ¿Cómo podés estar tan seguro?
–Tuvo un accidente de auto. Un par de meses después de que vos te fuiste. Nadie usaba cinturón de seguridad en Buenos Aires, en esa época. Se podía haber salvado.
El Pampa se puso el saco, se miró al espejo, empezaba a convertirse poco a poco, otra vez, en el doctor Alejandro Mallet. Se pasó una mano por la cara como para borrarse o cambiarse las facciones.
–¿Fue en el barrio? –insistió Stella–. ¿Lo viste? ¿Con tus ojos?
–El Tanito era mi hermano menor. Qué raro que no supieras –dijo el Pampa–. Yo manejaba.
Después le acarició el pelo, le dio un beso en la mejilla, una tarjeta con su dirección y su teléfono en Louisville, Kentucky y se fue, caminando sin ruido sobre las alfombras espesas y acolchadas, casi sin pena, como quien acaricia una cicatriz vieja que todavía duele en los días de lluvia.
Para Stella, en cambio, era una herida más pequeña, no tan profunda, pero recién abierta. Acceder a la columna vertebral. Los instrumentos quirúrgicos introduciéndose en el cuerpo cubierto, despersonalizado. Sangre y grasa. Los alambres de platino atando las vértebras. La leve sensación de náusea.
El Tano ya no era médico sanitarista en ninguna parte del mundo. Ahora era demasiado joven para eso. Era para siempre joven. No le hacía falta teñirse el pelo, oscuro y brillante, la artrosis no había deformado ninguna de sus articulaciones jóvenes y perfectas, nunca había tenido la oportunidad de hacer concesiones, de aflojar y agacharse y sobrevivir, de tener éxito profesional, nunca había mentido ni traicionado ni se había sentido más generoso o mejor de lo que correspondía. Un tipo decente, el Tano. Impecable.
Sin necesidad de mirarse al espejo, Stella se vio a sí misma con esos ojos, los del Tano, ojos demasiado jóvenes, inocentes y crueles. Vio la carne floja de los brazos y el vientre péndulo, colgando en un pliegue fláccido sobre la pelvis, las mejillas mustias, el mentón borrado, el rimmel borroneado alrededor de los ojos, las arrugas abriéndose como grietas polvorientas en la gruesa capa de maquillaje, una mujer vieja, ridícula, ansiosa todavía por ofrecer su carne demasiado madura, un durazno blando y arrugado que alguien se olvidó de poner en la heladera. Una Wendy amatronada, menopáusica, sudorosa, que ve entrar una vez más, por la ventana, la figura siempre igual a sí misma de Peter Pan y sabe que ya no viene por ella, una Wendy en la que es inútil gastar polvo de estrellas porque es demasiado pesada para volar hasta la isla de Nunca Jamás.
La licenciada Stella Maris Dossi, exitosa deportóloga, que solía oponerse como regla general a las soluciones quirúrgicas que quitaban y reemplazaban y fijaban, convirtiendo en una estructura rígida la móvil columna vertebral, entendió por primera vez la extrema necesidad de amortiguar con material esponjoso el contacto entre las vértebras dañadas, la urgencia enorme de atarlas con alambre de platino para mantenerlas pegadas, quietas, inmóviles, como muertas, sin movimiento, sin dolor.
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