El cuento por su autor

El maestro Orlando “Nano” Balbo, detenido en la última dictadura, sometido a una tortura que lo dejó sordo, padeció también el martirio del penal de Rawson. Allí, me contó, los libros tenían un sentido invalorable. Especialmente las ficciones. Eran escasos los libros que los carceleros permitían entrar. Después, la vigilancia. Porque la lectura estaba vigilada. A veces, entre varios presos, reconstruían la trama de una novela perdida contando, entre todos, sus partes, recobrando la trama. Ningún preso, me dijo el Nano, cuando era liberado, se llevaba ningún libro. Los libros permanecerían en el penal esperando lectores nuevos, sentidos que eran y no eran, con seguridad, los que sus autores habían imaginado.

El cuento que van a leer transcurre más acá, en estos años. Al principio mi intención era contar el trabajo arduo y terco de los docentes que enseñan en un penal de máxima seguridad patagónico. Profesores que no sólo creen en su misión –y este término es el justo– y tratan, como es el caso del escritor Pablo Yoiris, de transmitir esa potencia de los libros a la que aludía el Nano. Pero no sólo: me doy cuenta de que también el cuento no habla únicamente de los docentes y sus avatares. Estoy convencido de que narra además otra historia, una que se me escapa. Entonces su sentido es y no es el que sugerí. ¿Por qué no? Su tema puede bien ser la vergüenza. Quien entra de “visita” a una institución carcelaria es un intruso. Los presos lo miran a uno con una recíproca curiosidad, pero su mirada es esquiva. Puede tratarse de timidez, pero también de vergüenza. La vergüenza y el resentimiento son inseparables. Y están ahí.

Pero también, lo sabemos, lo que un escritor piensa de lo que escribe y cuenta no es siempre lo que cuenta.

Ustedes dirán.