VERANO12 • SUBNOTA › GUILLERMO SACCOMANNO
A Pablo Yoiris
Al entrar en el penal no tenés que dejar en la entrada sólo los documentos, dinero y otros objetos de valor. También los prejuicios y las expectativas, me advirtió Marcos, el profesor de literatura. Marcos y Florencia, una amiga profesora, partiendo de El Matadero intentaban ese año llegar a Operación Masacre. Avanzaban lento en las clases, avanzaban siguiendo el ritmo de lectura que les imponían los internos. Conformate con haberles dado “El juguete rabioso”, le decía Florencia. Con su aspecto angelical, me pregunté qué temple debía tener esta chica para enfrentar un aula de pibes y tipos duros. Al principio no la tuve fácil, me contó. Nadie la tiene fácil al comienzo si es mujer. Son machistas los internos. Tenés que saber pararlos. Y una vez que te aceptaron, son incondicionales.
Si los internos avanzaban lento en la lectura se debía a que varios habían terminado el primario acá. Se esfuerzan, me dijo Marcos. Lo que da gusto y ganas de enseñar aunque después, cuando salen, no sabés qué va a pasar. Mejor no pensar, me dijo.
Era una tarde de junio. Estaba por nevar. Ya había nevado en los cerros pero no todavía en la ciudad, en esta zona donde se encontraba este penal de máxima seguridad de la provincia. Estás nervioso, es la primera vez, pensé. Procurás disimularlo impostando un aplomo.
En el tiempo de su creación, a comienzos del 1900, el penal se alzaba, en el medio de las bardas de la nada, en las afueras de lo que hoy es la ciudad. Ahora era una fortificación bordeada por el tráfico del paisaje urbano. En su puerta se leía: “Prisión Regional del Sur”. Al entrar al penal, un cartel en la sala de ingreso: “Apenas cien años”, decía. Quien lo leyera, que interpretara lo que quisiera. Lo cierto es que en ese texto, a quien entraba cumpliendo una condena, no le debía causar ninguna gracia esta ironía macabra: “Apenas cien años”. El Neuquén, como llamaba Roberto Arlt a esta zona, al igual que la Patagonia toda, fue mitificada como tierra purificadora, de redención. De redención, se supone, son las cárceles, donde, se cree, los pecadores se redimen. Pero la redención, una operación del alma, se paga con el cuerpo en cautiverio. Al entrar en el penal, el sonido de los cerrojos repercute en uno. Pareciera que los guardias ponen una fuerza superior a la necesaria para trabar cada cerrojo, darle vuelta la llave, que uno sienta el encierro. Es un sonido metálico difícil de describir. Uno podría emplear expresiones literarias: “se te estruja el corazón”, “sentís un nudo en la garganta”, “la invasión de un escalofrío”. ¿Es casual que estas imágenes pertenezcan todas al orden corporal? El cuerpo es otro acá adentro. Y también el alma. El alma, también se supone, nunca puede ser encerrada. No hay metáfora capaz de expresar el sentimiento desolado de quien entra en un penal, así sea como visitante. Imagínense entonces lo que debe experimentar quien al entrar sabe que no volverá a salir sino en años, o tal vez su entrada es para quedarse hasta la muerte. A medida que se trasponen las puertas, los cerrojos retumban con el abrir y cerrar de cada puerta de rejas. También está el olor, un tufo a guiso y encierro.
Sabés por qué están acá, le pregunté. No, ni conviene saberlo, me contestó Marcos. Lo mejor es no saber. Si querés hacer tu trabajo conviene mantener la distancia, concentrarte en la clase, no entrar en la confidencia, que es lo que ellos tratan. Buscan la piedad. Y después, si te ablandaste, te toman bronca. Distancia, recalcó. Mantenela.
Después, un segundo patio. Acá el cielo parecía más chico y más bajo. Más opaco también. Gris. Del gris del uniforme de los penitenciarios, casi todos corpulentos, con una marcialidad brutal. Una segunda puerta, más pasadores, candados y el sonido seco, sonoro, que rebotaba a lo largo de un corredor. Adentrándose, a un lado, una cocina. Unos internos fregaban unas cacerolas. Otros pasaban un trapo de piso. Después, una segunda puerta que daba a un patio más reducido. Una mesa de ping pong en el centro, cuatro jugadores. Cortan el partido para darse vuelta. Me miran. Todo el patio me mira. Uno te pide un cigarrillo. La mayoría son jóvenes. Hasta los morochos, que son mayoría, parecen pálidos. Y no deben pasar demasiado los treinta. Tienen un aspecto pulcro, el pelo corto, buzos, pantalones de gimnasia algunos, zapatillas todos, zapatillas nuevas. Cuando me miran, lo hacen de costado, como desde abajo, hasta que me observan con curiosidad. No es difícil imaginar el origen de clase de estos pibes. Aunque hay unos que parecen venir de una clase social más alta.
A los costados del patio, unas puertas que conducen a pasillos estrechos y oscuros. Las celdas dan a estos túneles. Cruzando este patio, al fondo, una oficina que sirve de sala de profesores y maestros, dirección de la escuela de los internos y también de biblioteca. Tres o cuatro maestras de guardapolvo, una profesora de historia y un profesor de matemáticas. Marcos y Florencia, los más jóvenes. Los idealistas, los apoda Parodi, el de matemáticas. Marcos me va presentando. Para todos estar ahí es una cuestión de rutina, están acostumbrados y pueden hablar tanto de sus vidas como bromear. El único que permanece serio es Parodi, el de matemáticas. Un tipo, bajo, peinado a la gomina, encorvado, que habla solemne con una voz chillona. Pregunto cuánto tiempo llevan trabajando acá. Yo quince, dice Linares, la de historia. Quince, repite con un suspiro. Es una mujer flaca, de voz suave y ojos entre melancólicos y cansados. Por qué no, ojos de resignación, pienso. Tiene un modo maternal de referirse a su trabajo: Acá se hace más de lo que se puede, dice. Y esto es más de lo que se puede en cualquier parte. Al principio cuesta adaptarse a este mundo, pero si una piensa que más les debe costar a estos chicos adaptarse al encierro. Cómo no van a odiar el mundo. Parodi resopla: Si están acá, mi estimada, la interrumpe Parodi, es porque odian el mundo. Razonamiento simple como que dos más dos son cuatro. Y encima uno es lo suficientemente generoso como para imaginar que puede domarlos.
Repaso los estantes cargados de libros. Hay más novela que poesía. Y más poesía que ensayo. Novelas policiales y de aventuras, lo más. No faltan tampoco Hemingway, Camus y Graham Greene. Una cantidad de literatura nacional: Borges, Sabato, Viñas, Castillo, Puig, entre otros.
En eso unos golpes, suenan como estampidos. Los golpes, cada vez más poderosos, son como patadas contra una plancha de metal, esa puerta que hay en la pared a mi lado, entre los estantes. Son por ráfagas los golpes. También unos gritos guturales, sin palabras. Los golpes y los gritos callan las conversaciones de las maestras y los profesores. Por un instante se miran entre sí. Linares se encoge de hombros:
Del otro lado hay una enfermería, me dice. Cada tanto pasa.
Un interno suicida, me aclara Parodi. Lo trajeron hace unos meses y ya intentó dos veces. Primero cortándose las venas. Después colgándose. Andá a saber ahora cómo trató.
Los golpes aumentan en potencia. Los gritos se oyen más débiles. Después de un silencio tenso, los golpes otra vez, pero más espaciados. Y también los gritos.
La situación no debe durar más que unos minutos. Pero son eternos. Despacio, todos retornan a las conversaciones. Los docentes ignoran los golpes, los gritos. No los oyen.
Parodi me ofrece un mate: No, este sitio no es apto para sensibles. Y está cada vez más espeso. Al menos antes, cuando estaban los porongas, era otra cosa. Cuando estaba la Garza Sosa, por ejemplo. Porque acá desfilaron grandes nombres. Entonces mandaban. Y gustara o no, se hacía lo que mandaban y había orden. En cambio ahora, mirá, son cada vez más pendejos. Y en vez de los porongas, mandan las tribus. Otros códigos. Esos que juegan al ping pong.
Una nueva racha de golpes contra la puerta de la enfermería. Pero no gritos. Esta vez apenas se interrumpe la conversación.
Quedate tranquilo, no pasa nada, me dice Parodi. Esa puerta está bloqueada. Nadie puede pasarla.
Florencia necesita fumar. Salimos al patio. Acá las ganas de fumar te pueden, dice. Un atado y medio me estoy bajando. Y después: No le llevés el apunte a Parodi. Quiso impresionarte. El viejo es un facho. Aunque no te lo dijo, es el más nuevo acá. No lleva dos años. Lo jubilaron en un colegio religioso y entonces se anotó para enseñar en el penal.
No les preguntés por qué están acá, me dice Marcos otra vez. No lo dice con desprecio por el pasado de los internos. En todo caso, y al revés, es por respeto a esas historias que elude la intimidad, consciente de que ahondar la relación docente/alumno no favorecerá el trabajo. Vas a pensar que soy sarmientino, pero a veces no hay otra forma. Te la creés o te la creés. Y si no, fijate vos. A qué venís al penal, te pregunta. Porque me invitaste a venir, le digo. No sólo, me corrige. Por interés literario, apuesto. Y también porque querés probarte algo, más como tipo que como escritor. Querés demostrarte que sos mejor tipo de lo que sos. Venís a ver el infierno, lo visitás y salís sin haberte chamuscado. Después podés contarlo por ahí. Decí si me equivoco. Estás inquieto, te noto. Es así la primera vez. Pero lo más duro no es al entrar acá. Lo más jodido es cuando salís, te lo avisé. Y vas a sentirlo. Cuando salís y estás en la calle y pensás que éstos se quedaron adentro. Que van a estar adentro cuando vengas mañana. Y pasado. Y el año que viene si vos querés repetir la experiencia. Van a estar aquí, si no los trasladaron. Porque como este año hubo fugas en varios penales de la Patagonia, los trasladan continuamente, lo que jode la continuidad del aprendizaje. Acá hubo una fuga el año pasado. Cuatro que hicieron un boquete que conectada con la calle. Tres se piantaron. Al cuarto lo agarraron apenas asomó. Era el que mató al hijo de Blumberg. Antes del mes agarraron a los tres fugitivos. Después de eso, se reforzaron las medidas de seguridad. Y aumentaron los traslados. Pero por más que me trasladen a algunos, yo sigo. Nosotros, los docentes de la cárcel, somos un grano en el culo de los penitenciarios.
Marcos debe tener casi cuarenta años, ha sido profesor de gimnasia, lo que explica su musculatura. Rubio, no muy alto, de modales suaves. Llama la atención que abandonara las clases de gimnasia para estudiar el profesorado de Letras. Un día leí a Dostoievski y me dije yo quiero escribir así, te contó. No sé si lo lograré, pero con probar no se pierde nada. Y acá estoy, en la casa de los muertos. Habla bajo, sin ningún énfasis. No lo necesita para imponerse a la clase.
Buenas tardes, saluda al entrar a clase.
En el aula, un cuarto estrecho, los casi veinte alumnos se paran. Buenas tardes, profe, dicen unos. Buenas tardes, maestro, dicen otros. Estos hombres, porque ya son hombres aunque puedan tener caras de púberes sufridos, son duros fuera del aula y no sólo. También afuera del penal: lo que el periodismo considera de avería. Pero en la clase son agradecidos y dóciles. Marcos supo ganárselos.
Valoran que uno venga, me había anticipado Marcos. No cualquiera se anima. Y no es sólo una cuestión de pelotas. Aguante, más bien. Resistencia. Vengo dos veces a la semana, cuatro horas cada vez. Y es como una eternidad cada vez. El peor momento es cuando te vas, trasponés las rejas, las puertas, salís a la calle, respirás y el mundo se te pone extraño. Vos estás afuera, pero ellos se quedan adentro. Y si volvés el año que viene, los vas a volver a encontrar. Para vos en un año pasaron muchas cosas. Ellos, en cambio, estuvieron todo el tiempo aquí. Todos los días, las horas, los minutos. Imaginate condenado a vivir en la espera. Imaginate también a los que tienen perpetua, los que ya no tienen que esperar.
Tomen asiento, dice. Y después: Les traje al escritor.
Un silencio largo. Me estudian calibrándome. Los miro, esperando. Tienen cuadernos, un libro, una birome en la mano. No son pocos los que bajan la mirada, con vergüenza, abriendo el cuaderno. Y después me miran de reojo.
A ver, propongo, como para entrar en confianza. Cuéntenme qué leyeron.
Algunos se vuelven hacia los demás esperando que otro intervenga. Incómodos, se mueven en sus asientos. El silencio se alarga. Algunas toses. El suspenso se hace gracioso. También codeos, sonrisas. Marcos interviene:
Nadie se anima a preguntar, dice. Vamos, dónde está todo lo que me dijeron que iban a preguntarle al invitado.
Entonces pregunto yo, me adelanto. Leyeron el Martín Fierro.
Un gigante oscuro y rapado con un buzo de los Eagles, la nariz quebrada, una cicatriz en la frente, me mira fijo, levanta la mano.
Usté leyó Danza con lobos, ronco habla.
No les mientas, me había advertido Marcos. Andales siempre con la verdad. Si les careteás lo perciben al toque.
Vi la película, le digo.
Le aconsejo la novela, dice el gigante. Es así el toco. Se parece al Martín Fierro, pero en Norteamérica. Como Fierro, el milico se va a vivir con los indios. Hay que ver lo que aprende con los indios. Mejor gente que los carapálidas, que igual que acá reventaron a los indios.
Un gordo, cejijunto, bizco, me dispara:
Usté cree que los libros son para escaparse.
Depende, digo. Pueden ser evasión, pero no sólo.
Me voy dando cuenta de que contesto en automático y que tal vez puedo patinar en una respuesta.
Qué quiere decir, insiste el gordo.
Que también pueden alumbrar rincones de la realidad.
Como un pastor, me tira con sorna el gordo. Y entonces uno ve la luz.
A veces los libros ayudan a ver mejor en la oscuridad, digo.
No lo convenzo:
Acá estamos a la sombra, me dice. Para qué queremos ver más.
Un flaco anguloso, huesudo, empalma con el anterior:
Leemos lo que podemos, lo que nos dejan. A veces no terminamos una novela porque viene la requisa y nos entra a palos. Así los libros se rompen.
Desde un costado, un petiso de expresión sobradora:
Usté de qué escribe, dice. Escribe cosas que le pasaron o de mentira.
Las dos cosas, le digo. A veces lo que me pasó lo miento un poco. Mentir lo hace más real.
No me gusta mi respuesta. Pero no se me ocurrió otra. La ansiedad. No quiero ser demagógico. La mejor estrategia, me digo, es ser directo. No hacerse el igual. Ellos cruzaron una línea. Y yo no. Acá adentro yo soy el diferente. Soy el otro.
Narigón, pantalludo, la birome en una oreja, otro me tantea. No espera tanto una respuesta como una afirmación. Me está midiendo, advierto.
Habría que discutir qué es la justicia, dice.
Con un rictus de cachada lo dice:
Debería saberlo. Usted escribe libros.
Todos se ríen. Me siento ridículo, idiota.
Y Plata quemada, pregunta un pibe, también desde el fondo. Rasgos criollos, gorrita de baseball, mirada pícara detrás de unos anteojos de aumento, un brazo en el hombro de un compañero más chico, criollito, aniñado. Transmite más que amistad esa mano en el hombro del compañero: indica una propiedad. También en su picardía el pibe de la gorrita y los anteojos muestra una astucia y un sentirse superior. Lo agranda mostrar que el compañero a su lado le pertenece. Se da importancia con el brazo en su hombro. El criollito se pone colorado, se quiere apartar, pero el pibe no lo deja. Este pibe de anteojos, lo sabré después, se llama Enzo. Y el criollito, me confirmará Marcos, es su pareja.
Provocador, Enzo, me dice ahora:
A mí me gustó más la película.
Y todos se ríen otra vez.
No es tanto que Enzo pueda tomarme el pelo como su función de payaso del grupo. Se para y alza los brazos ante su auditorio.
Enzo sonríe triunfal. Y se sienta otra vez.
Yo también escribo, dice. Entonces soy escritor.
Enzo escribe muy bien, lo respalda Marcos. Publicó un cuento en la revista anual que hacen acá los internos.
Escribo sueños, aclara Enzo. Pero no son mentira. Escribo la verdad de lo que sueño.
Al terminar la hora, salimos al patio.
Por iniciativa de Marcos ya hace cinco años –la cantidad de años que Marcos lleva dando clases en el penal– los internos escriben y publican en un único número anual de una revista de treinta páginas con letra apretada y dibujos que ilustran la notas, poemas y cuentos. La publicación se llama Libremente. Trata de reflejar no sólo escenas de la cotidianidad de los presos. También sus reflexiones en el encierro. Cito dos que se refieren a la experiencia. Una “La experiencia nos marca de forma sorpresiva. A veces la sorpresa puede presentarse por lo que pudimos cometer y por más que nos arrepintamos, esto nos marca. Nos marca de tal manera que desearíamos volver a empezar para no fallar”. La otra: “Uno medita entonces lo que hubiera vivido y se perdió. El arrepentimiento podemos verlo como un enigma de la experiencia. Es lo triste de sufrir sin saber por qué nos toca de esta forma la vida. Sin entender razón nos asalta el desear terminar con uno mismo porque está harto de sufrir. Perdón por la duda existencial al respecto. A causa de falta de información, es que recurrí a interiorizarme en mi propio pensamiento”.
Los cuentos suelen ser historias tristes, de infancias desgraciadas y destinos torcidos por la calle. También historias de amor en las que abundan la lluvia y el adiós. La soledad suele ser además una constante en los poemas. Cuando Marcos me pasa la revista busco el relato de Enzo.
A que no sabés dónde trabaja su madre, me distrae. Y me cuenta: en el Ministerio de Justicia.
Enzo tituló su cuento “La araña”.
Después del encuentro en el aula, mientras fumamos en el patio, sigo hojeando la revista.
Y usté me diría qué le parece mi escrito, me pregunta Enzo. Me lo pregunta justo cuando estoy observando la ilustración, una araña peluda.
También lo dibujé. Pero no me importa el dibujo.
Está atardeciendo. El cielo se puso más opaco, el frío de junio más frío. Seguro esta noche nevará. Un penitenciario nos informa que nuestro tiempo terminó. Tenemos que dejar el penal.
Puede que salga pronto, me dice Enzo. Lo puedo llamar para que me oriente. Quisiera perfeccionarme.
Cambiamos nuestras direcciones de mail. Como todos los demás presos me despide con un apretón brusco, fuerte, la cabeza baja, esquivando la mirada. La mano áspera, firme, trasunta lo que la mirada retrae: un reconocimiento viril.
No cualquiera se anima a venir acá, te lo dije, me recuerda Marcos. Y ellos lo valoran. Ojalá ese pibe se contacte con vos cuando salga, ojalá puedas hacer algo. Amén.
Los docentes dejan la oficina. Enfilan hacia la puerta del patio. Adelante, las maestras, Linares y Heredia detrás. Florencia, Marcos y yo caminamos detrás. A medida que cruzamos el patio los presos nos saludan. Pero la salida se frena cuando estamos ante la puerta con un ventanuco enrejado.
Van a tener que esperar, nos dice un penitenciario por el ventanuco. Están entrando un preso que se retoba.
Volvemos a la oficina. Los docentes no se inmutan por la espera. Otra ronda de mate. Florencia se quedó en el patio, fumando. Los internos vuelven a los túneles, a sus celdas. Ya es de noche. El patio está desierto, quieto. Finalmente el penitenciario abre la puerta en el otro extremo del patio. Nos hace una seña. Ahora sí. Podemos irnos.
Doblé la revista. Más tarde, en el hotel, la guardé en el bolso. Si bien la impresión que me había dejado el penal era densa, ominosa, no tardé en olvidarla. La memoria funciona por omisión para que sigamos nuestra vida.
Pasaron meses. Empezaba el otoño cuando una madrugada, mientras redondeaba un artículo, me entró un mail. Remitente: [email protected]. Asunto: “Colega en libertad, amigo”. Enzo había salido en libertad. Paraba por San Telmo. Iba a ganarse la vida como escritor, prometía. Cumplía con lo pactado. Me invitaba a tomar una birra. En tanto, me mandaba unos pensamientos: “No creas que todo perdura. Cree en que todo termina. Y verás que hay un nuevo comienzo. Lleno de felicidad”. Después, me pasaba un celular. Me pedía mi número a cambio. Le respondí, quedé en llamarlo. Y, por la mañana, cuando marqué su celular, una voz funcional informaba que estaba apagado o fuera del área de cobertura. Lo intenté varias veces sin resultado.
Me acordé de la revista de los penados. La encontré. Y ahí estaba uno de los sueños de Enzo. La prosa seca, austera, reforzaba el realismo del relato contado en primera persona. Un hombre joven, evidente alter ego del autor, soñaba dejar atrás su pasado y empezar una nueva vida. Le costaba reunir el dinero para el pasaje en colectivo. Decidía robar un supermercado. Amenazaba a la cajera con un cuchillo. Después manoteaba los billetes de la caja. Pero lo sorprendían los de seguridad. Enzo se trababa en lucha con ellos. Más tarde varios policías lo corrían. El protagonista lograba sortearlos. Se apuraba para llegar a la terminal. El dinero no le servía de nada: la boletería estaba cerrada. El ómnibus abandonaba la dársena. Por más que alcanzaba a golpearle la puerta, era inútil. A través de las ventanillas veía a los pasajeros riéndose, se le burlaban. El tremendo ómnibus, tremendo lo calificaba Enzo, retrocedía y después de una maniobra, alejándose de las dársenas, tomaba velocidad. Enzo corría detrás. El ómnibus aceleraba. A Enzo empezaba a faltarle el aire. Sentía un calambre. Lanzaba un grito mudo. El ómnibus estaba cada vez más lejos, achicándose en el horizonte de la meseta patagónica. Al querer gritar una y otra vez, empapado, Enzo despertaba. Y sentía un movimiento bajo los párpados. Una araña espeluznante, y Enzo la adjetivaba como espeluznante, le salía del ojo izquierdo. Intentaba quitársela, pero le daba terror que la araña le picara el ojo. Al reaccionar de una pesadilla, solemos despertar en otra peor: la realidad. Y éste era el mensaje de la historia.
En esos días repetí los llamados. No hubo caso. Tampoco tuve respuesta de un segundo mail. Seré obvio: pensé cuál podía ser la realidad que superaba en dramatismo la pesadilla del penal. No supe de Enzo hasta un año después, cuando Marcos volvió a proponerme otra charla de literatura con los internos.
Le pregunté por Enzo.
Un viernes por la noche, cuando iba en el auto con su mujer y su bebé al centro, me contó, pasó cerca del penal. En la semipenumbra de una plaza, lo vio a Enzo caminando apurado. Llevaba el mono al hombro. El mono es la manta en que los penitenciarios les envuelven a los presos sus pertenencias cuando salen en libertad. Marcos gritó su nombre. Enzo no se dio vuelta. La mujer le dijo que dejara en paz al pibe, que hiciera su vida. Lo que le pasara a ese chico, le dijo, ya no era responsabilidad suya. Marcos se bajó del auto, corrió detrás de Enzo, lo detuvo. Marcos pudo ver que ver que Enzo lloraba.
Déjeme, profe. Voy a perder el colectivo, le dijo.
Enzo le dio la espalda y se echó a correr. Esa fue la última vez que lo vio, una silueta oscura con gorrito de baseball y anteojos, cargando un bulto en la espalda, confundiéndose con la oscuridad.
Esa fue la última vez, me dijo Marcos. Supe que había caído poco tiempo después. Una salidera. Lo voltearon de la moto. No creo que importen los detalles.
Estamos entrando otra vez al penal.
A veces me siento Sísifo, me dice Marcos. Dejás el alma en el aula. Y vuelven a caer. Estoy pensando en colgar estas clases.
Volvemos a trasponer las puertas de hierro, las rejas, los cerrojos.
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