› Por Carlos Daniel Aletto
En ese otoño de 1968 sus compañeros ya se habían atrevido a llamarlo Calígula, apodo que para sorpresa de los subalternos él había aceptado con el mismo orgullo con el que recibía una condecoración o una promoción. El hecho pudo haber comenzado ese año, luego del ascenso a suboficial superior. Aquel día, minutos después de la ceremonia, Calígula estaba sentado en una de las camas del camarote, estudiando la espada de mando que le habían entregado durante el acto, cuando levantó la vista y le dijo al Mudo con una voz que todavía irradiaba felicidad:
–Con ésta te vas a hacer un festín despanzurrando ratas...
El Mudo no dijo nada. Raro en él, porque el Mudo hablaba hasta por los codos. Acomodó la ropa sobre la cama y guardó la espada en la taquilla. En realidad, ese día no dijo nada, recién le contestaría a Calígula un invierno, nueve años después, sentados en los asientos de adelante de un auto estacionado en una calle de Almagro.
La admiración por las ratas que tenía el Mudo Altamira había nacido cuando todavía tenía que subirse a un banco de madera para alcanzar los estantes más altos del galpón. Calígula, un par de años después de la Revolución Argentina de Onganía, ya había escuchado dos o tres veces la anécdota de la impresión que le causó a su compañero cuando descubrió, entre bolsas de arpillera con restos de viruta, un nido de ratas. El Mudo había imaginado que aquellas transparentes y rosadas criaturas eran las crías de una especie animal hasta entonces desconocida. Por unos minutos creyó haber hallado en los estantes del galpón de chapas –donde aún estaban guardadas las herramientas de su padre– un salto en la teoría evolutiva de Darwin: dudó en clasificarlos como una especie de axolotl terrestre o de lechoncitos miniaturas. A partir del momento en que escuchó los gritos y los gestos de terror de su madre, cuando él apareció en el lavadero con las seis crías en sus manos, sabía que estaba ante una especie de monstruo camuflado en una aparente inocencia. Recordaba que cuando su madre logró tranquilizarse le habló de las enfermedades que esos animales provocaban. Esa tarde leería en la enciclopedia Sopena la “Clasificación, taxonomía y hábitat de las ratas”, “Las ratas en la cultura popular” y lo habían impactado las ilustraciones de un resumen de la Batracomiomaquia o “Batalla entre las ranas y los ratas” de Homero. El Mudo también recordaba, sin morbo ni sentimentalismo, a los seis monstruitos flotando panza para arriba en un balde de agua. Todavía no había cumplido, según su propio cálculo, diez años.
La fama de experto en ratas que se había ganado el Mudo entre los compañeros no era una de las tantas fabulaciones que circulaban en el Crucero. Desde aquella temprana edad nunca había dejado de leer ni de actualizarse sobre las costumbres y la inteligencia de los roedores miomorfos de la familia Muridae. Por eso Calígula, mientras estudiaba cómo estaban tejidas en cuero las dragonas de las espadas de mando, le había dicho a su compañero que se podía hacer un festín despanzurrando ratas, comentario al que nueve años después el Mudo contestó:
–Mirá de lo que te venís a acordar ahora. Es verdad: a un enemigo inteligente se lo estudia, se entra en sus códigos, se analiza su comportamiento huidizo, se saca provecho de su desconfianza, del espíritu de supervivencia. Si logran huir aprenden rápido, y más estas que son muy turras. Vos sabés muy bien que son capaces de cualquier cosa por su macho. Ahora, fijate bien que el Flautista de Hamelin –¿lo conocés?– no usó espadas, ni otras armas, ni siquiera tramperas para desratizar la ciudad, sino que encontró un área sensible a la inteligencia de la rata y las exterminó con lo mejor que él sabía hacer, las llevó al matadero con su música.
Aquel otoño de 1968 los tripulantes del Crucero sospechaban que el suboficial segundo Altamira sería el que más francos acumularía con la nueva disposición del Comando. El buque estaba sufriendo la peor peste de ratas de su historia. El comandante, ante la falta de efectividad de los venenos y del humo de las pastillas de Gamexane, decidió desratizar el buque con una “antropomiomaquia”, palabra que había inventado el Mudo –inspirado en Homero– para designar al combate cuerpo a cuerpo entre los marinos y las ratas. El comandante, para enardecer a sus soldados en esa lucha, no se detuvo a pensar una arenga, sino que decidió otorgar un premio irresistible: tripulante del Crucero que entregara al oficial de guardia una rata muerta le equivalía a un franco más.
Contado así parece cuento, pero este episodio fue real: de alguna forma es parte de nuestra historia. Algunos hombres con rifles de aire comprimido y otros con gomeras comenzaron la cacería. El Mudo Altamira sabía que las ratas se desplazaban por sobre la cobertura de lona y fibra de vidrio de las cañerías de agua caliente. Preparó con hilos de cobre y cuerdas de guitarra lazos que dejaba colgando en los huecos de las paredes por donde pasaban los caños. Las ratas empezaron a aparecer (para sorpresa de todos) colgando ahorcadas al costado de las cañerías.
Sin embargo, otros compañeros lo aventajaban en días de franco conseguidos, pero con ardides desleales. Algunos tripulantes pagaban hasta dos paquetes de cigarrillos por cada rata muerta que no era arrojada al mar. Calígula cometió el abuso de hacer circular cinco veces una misma rata hasta que un oficial de guardia se dio cuenta del engaño. A partir de ese momento el oficial acompañaba al marino a arrojarlas al mar. Pero esta variante trajo otra estrategia, algunos lograban engañar la vigilancia y simulaban tirar el animal al mar, mientras otros marinos lo atrapaban una o dos cubiertas más abajo. Enterado el comandante de todos estos episodios, decidió que a cada ejemplar capturado, antes de arrojarse al mar, se le cortara la cola. Con este procedimiento se dio fin al tráfico de ratas en el buque.
Mientras Calígula y el resto de los tripulantes del Crucero cazaban a los roedores con la única finalidad de sumar francos, se notaba (y era comentario) que el Mudo Altamira sentía placer en su pesquisa. Estudiaba los movimientos, las formas del nudo del lazo y los colocaba en lugares estratégicos por donde la rata debía pasar sí o sí. Aquel invierno de 1977, cuando ya llevaban cuatro horas y media frente a Treinta y Tres Orientales 253, Calígula, con los antebrazos apoyados en el volante, escuchaba al Mudo:
–Las ratas fueron perjudicadas con el cuerpo que les tocó. Es totalmente inapropiado a su inteligencia. Tienen los bracitos cortos, los deditos pequeñísimos que apenas pueden mover debajo de la cabeza. Además es barrigona y la cola la convierte en una presa más fácil. Ves, así y todo, la rata tiene el cerebro más inteligente de la especie animal –hizo una pausa y agregó–: Por supuesto que proporcional a su tamaño.
En uno de los cruces de dos caños, había quedado atrapada, por el vientre gordo que tenía, una rata con vida. Cuando el Mudo la sacó se dio cuenta de que estaba preñada. Calígula le consiguió unos alambres para que reforzara un cajón y el Mudo con papeles y aserrín le preparó un nido para que el animal se alimentase en cautiverio. Tres días después la hembra parió. La dejó amamantar a los pichones por unos días. Cuando les empezó a salir el pelaje, sin esperar mucho por si se terminaba la propuesta del comandante, ahogó primero a la cría y luego a la madre y se los entregó al oficial de guardia. No le quisieron conmutar los nueve francos que le correspondían. Logró que le dieran cinco días: uno por la madre y medio por cada cría. Así el Mudo fue acumulando francos y superando, como era previsto, a sus compañeros.
Como su fama de cazador de ratas llegó a oídos de los superiores, el capitán de navío lo recomendó al comandante porque se le había metido una en su camarote y no había forma de atraparla. El comandante llamó al Mudo Altamira para ofrecerle siete francos si lograba cazarla. Fue quizá la rata más inteligente que conoció el Mudo: “Una rata apropiada para un comandante”, decía. Parecía una rata fantasma. No dejaba huellas, no hacía ruido y su escondite era una incógnita. El Mudo Altamira ponía lazos de cobres en los huecos de la cañería y al día siguiente los lazos estaban vacíos. Hasta que una mañana, cuando el comandante le preguntó, con cierto tono de burla, cómo iba la lucha contra la enemiga embozada, le prometió que antes del anochecer la iba a tener cazada.
El Mudo consiguió harina en la despensa y le pidió autorización para esparcir con un colador una delgada capa en el suelo y sobre los caños. Esa misma tarde las pequeñas pisadas del roedor estaban impresas en el piso. Las huellas llegaban a un pequeño orificio que estaba detrás del respaldar de la cama. Puso un lazo en la boca del agujero y cáscara de manzana sobre la cobija. A las tres horas colgaba la rata muerta.
–Me acuerdo perfecto, como si fuera hoy –le dijo el Mudo a Calígula riéndose–. Nunca me dieron todos los francos que había sumado, y para colmo mientras yo como un boludo cazaba ratas con los lacitos una se había metido en la taquilla y me había comido las dragonas de cuero de la espada de mando... –De repente el Mudo se quedó serio, estático y en silencio, con los pelos erizados de la nuca y la vista clavada en la puerta de Treinta y Tres Orientales 253. Calígula alarmado por la actitud de su compañero vio que se asomaba, una y otra vez, por la puerta una mujer joven que giraba la cabeza detenidamente para las dos direcciones de la calle. En un momento la mujer se decidió a salir, caminaba bien contra la pared de las casas vecinas, cada diez metros frenaba, miraba para dónde estaba el auto estacionado, y luego seguía caminando. Cuando llegó a la esquina, sosteniéndose el vientre redondo, se largó a correr para Rivadavia.
Calígula, sin decir nada, puso en marcha el auto.
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