› Por Romina Doval
El dermatólogo examinó detenidamente la piel de sus piernas y le preguntó si estaba pasando por un momento difícil. Tener las piernas cubiertas de puntitos rosados con cascaritas era, para cualquier mujer, estar pasando por un momento difícil, pero ella sabía que el médico se refería a otras cuestiones, así que respondió:
–Me separé de mi novio.
–Eso explica todo.
Para ella, eso no explicaba nada. Hacía una semana la piel de sus piernas era blanca como la leche hasta que un día, mientras escribía un mail en la oficina, le picó el tobillo y se rascó con fuerza; por la noche, luego de la ducha, se dio cuenta de que no era una picadura sino una minúscula mancha rosada. Al descubrir otras en las piernas, tuvo un mareo intenso que la obligó a sentarse sobre la tapa del inodoro. Lo primero que pensó no fue que estaba enferma sino que tenía que ponerse un traje de baño para sus clases de natación y que, en semejante estado, no tendría el coraje de hacerlo. No obstante, cuando llegó el día de su clase el deseo de estar en el agua fue más fuerte. Justamente le preguntó al médico si podía nadar.
–El agua no es para nada aconsejable le respondió mientras le recetaba unas cremas con corticoides que, según él, iban a solucionar el problema en pocos días.
Le recomendó no rascarse, no tocarse, no usar telas sintéticas y llevar siempre prendas holgadas para evitar el roce con la piel.
–Ni cadenitas ni anillos ni nada que ayude a la descamación.
–Mejor vivo desnuda en una vitrina.
El médico apenas sonrió:
–No hay que estresarse –dijo antes de despedirla.
Faltaba una hora para su próxima clase de natación; aunque la idea de aparecer nuevamente con las piernas manchadas la atormentaba, supo que necesitaba estar en el agua para relajarse, de hecho, lo único que la calmaba.
En el camino se detuvo frente a la vidriera de la agencia de viajes. Conocía el local. Habían cambiado la foto de una playa con palmeras por una que mostraba un cabo de agua turquesa con veleros blancos, típico paisaje mediterráneo. A veces, cuando se angustiaba, cerraba los ojos y se veía atravesando una de esas magníficas playas a grandes pasos hasta zambullirse en el agua cristalina. Algún día, en vez de soñarlo despierta, iba a poder contarlo. No por otra razón los rollitos de billetes verdes en la antigua lata de galletas, a fuerza de privaciones, se iban engrosando mes a mes. De pronto, una picazón aguda la hizo llevar una mano hacia las piernas pero se reprimió. Tenía ganas de rasguñarse y arrancarse la piel. Empezó a caer una lluvia fina y se fue apurada. Las personas y sus paraguas yendo y viniendo, rozándola y empujándola, los ruidos estridentes de las bocinas, las frenadas, la humedad de la ciudad la exasperaban y no veía la hora de estar en el agua.
En el gimnasio salió del vestuario envuelta en una gran toalla que le llegaba hasta los tobillos. Su plan era sacársela rápido y zambullirse de inmediato. Luego, al finalizar la clase, esperaría en la piscina hasta que todos sus compañeros se hubieran ido. Pero no bien se la sacó pudo ver a uno de ellos que ya estaba en el agua y la saludaba agitando la mano. Era tarde para envolverse de nuevo en la toalla y además él se acercó nadando a toda velocidad. Tuvo ganas de salir corriendo pero finalmente se tiró al agua. Durante la clase se olvidó por completo de la incomodidad que había pasado y disfrutó de nadar como nunca. No podía seguir escondiéndose de sus compañeros, así que a la salida sacó un pase libre. Podría ir a la piscina todas las veces que quisiera sin tener que cruzarse con las mismas personas, eligiendo horarios en los que había menos gente, como a primera hora de la mañana o muy tarde por la noche.
A los pocos días, las manchas se habían agrandado y recubierto de costras blancas que ella intentaba sacar con la punta de los dedos, dejando en el suelo un charco de finas láminas que parecían coco rallado. Consultó a un homeópata que, después de retenerla con preguntas de esto y lo otro durante casi tres horas, le dio una medicina con un nombre extraño. En la farmacia le dieron un papelito que le salió una fortuna. Cuando en su casa lo abrió y pudo ver un polvito blanco, se sintió estafada pero lo tomó. De todos modos, a los quince días, sus manchas pasaron a ser parches de piel espesa, siempre de color rosa, y revestidas de costras cada vez más gruesas. Al llamar al homeópata y comentarle su situación, el médico le dijo que el hecho de que el cuadro empeorara era algo frecuente antes de una definitiva curación.
Fue en una reunión laboral, alrededor de una mesa ratona, que ella cruzó las piernas, el pantalón se subió y dejó al descubierto el empeine de su pie calzado en una chatita bastante abierta, lo que produjo el gritito histérico de una compañera que le preguntó qué le pasaba en la piel. Antes de responder, un compañero dijo la palabra “alergia”.
–Es un espanto lo mal que se vive agregó un tercero , no sabemos qué comemos ni qué respiramos.
–Eso –dijo su jefa señalándole el pie– es de acá –y pasó a tocarse la sien con el índice—. Terapia, querida, mucha terapia.
Ella sonrió y no dijo nada. Hacía tiempo que guardaba la tarjeta de un psicólogo al que, por una razón u otra, nunca se animaba a llamar. Ahora era el momento indicado.
El psicólogo, un hombre extremadamente serio, la hizo sentar y le pidió que hablara. Ella contó lo que le estaba pasando con la piel. Como el terapeuta no decía nada, se dijo que tal vez su relato era incompleto y que tenía que contar otros aspectos de su vida. El hombre permaneció callado y profundamente meditabundo hasta que al final dijo:
–Está claro que usted está negando su feminidad. Y tiene miedo al contacto con el otro. Entonces, antes de que el otro la dañe, usted se daña a sí misma.
Pagó la sesión y salió del consultorio ofendida. ¿Había dejado a su novio por miedo?, ¿estaba negando su feminidad por no poder sostener una relación durante mucho tiempo? De su feminidad no pensaban lo mismo sus compañeros de oficina que se pavoneaban frente a ella para sacarle una sonrisa. Era consciente de que su cuerpo, esbelto y armonioso, su largo pelo rubio y sus ojos claros perturbaban a cualquier hombre, y por eso mismo no necesitaba usar ropa provocativa, maquillarse o sonreír como una tonta. Ni siquiera a su ex novio conquistó con sus encantos. Cada vez que recordaba la escena ella cantando mientras preparaba el café en la casa de unos colegas y él escondido escuchándola trataba de taparla con otra imagen, la de ella atravesando la espléndida playa hasta zambullirse en al mar azul.
–¿Por qué no tomás clases de canto? –le había insistido él cuando ya estaban de novio—. Con esa voz y esa gracia vas a hacer carrera muy rápido.
Eso la había confundido. Ella no se veía persiguiendo a productores o, en el mejor de los casos, cantando arriba de un escenario. Ella sólo quería cantar cuando y donde se le antojaba, sin presión, por el simple hecho de cantar. Porque cuando cantaba sintonizaba con otro mundo.
Las cremas con corticoides apenas mejoraron el estado de su piel. Tal vez, los corticoides y la medicina homeopática no hacían buen matrimonio. Decidió ver a una acupuntora que le recomendaron en la oficina.
–Si te preocupa la mirada de los otros, estás perdida, pichona –le dijo una mujer gorda que no dejaba de hablar—. Vos no tenés que darle importancia, porque si vos no le das importancia, los otros tampoco le dan importancia.
Y mientras la gorda cotorreaba de lo lindo, las agujas caían de su cuerpo como alfileres mal colocados en una maqueta. Al final de la sesión, la mujer terminó por admitir:
–Te pido mil disculpas, pero es la primera vez que me pasa.
Decidió volver a la alopatía. Un dermatólogo especialista en problemas psicosomáticos le dijo que lo único que daba resultado eran los rayos UVA. Ella sólo tenía que tomar una pastilla que sensibilizaba su piel y luego estar unos minutos parada dentro de un tanque con tubos. Quiso saber en cuánto tiempo estaría curada y el médico le dijo que eso dependía de cada caso, pero que en general podían verse mejorías a partir de la cuarta o quinta sesión. Aceptó el tratamiento que empezaría la semana siguiente y sintió algo parecido a la ilusión cuando se dio cuenta de que podía ponerse una meta: cuando ella tuviera de nuevo las piernas blancas, viajaría al mediterráneo. Contenta, decidió ir al gimnasio aunque faltaran pocos minutos para que cerrara.
En la entrada, la recepcionista le negó el acceso. Ella insistió con tanta determinación que la chica terminó por aceptar de mala gana. Por suerte, había una sola persona. Era una mujer que descansaba apoyando la espalda en el borde de la piscina y que, al descubrir sus piernas moteadas de rojo y blanco, disimuló mal su impresión. Ya se había acostumbrado a las miradas indiscretas. Si te preocupa la mirada de los otros perdés, se dijo recordando el consejo de la acupuntora, mientras subía por el trampolín. De eso las gordas sabían. Nadó con una facilidad que a ella misma asombró. Si nadar era un bálsamo, por qué no venía todos los días. En el vestuario se pasó la toalla por las piernas y se lastimó. Su piel reseca, ahora pegada a las costras, se había empezado a resquebrajar y a menudo sangraba. Se secó las lesiones con papel higiénico. Eso que tenés se cura, escuchó que le decían. Era la mujer que hacía un rato estaba en la piscina. Su prima había tenido lo mismo y había pasado por varios médicos sin ningún resultado. Tengo la persona indicada, dijo y le pasó el número de teléfono de una sanadora.
En su casa se preparó unos paños tibios embebidos en aceite de almendras para calmar la aspereza y evitar las fisuras, pero al rato necesitó volver al agua. Así que llenó la bañera, le puso avena y se sumergió. Pensaba que podría aterrizar en el sur de Italia y desde allí tomar un barco hacia las islas más famosas. Empezó a cantar.
A la cuarta sesión de rayos sólo logró un bronceado perfecto y ridículo para el mes de agosto. Empezó a dudar de todo y así se presentó en la casa de la sanadora. La mujer le dijo que ella había sido “ojeada” por gente que envidiaba su belleza. Lo que ella tenía que hacer era escribir en diferentes papelitos los nombres de las personas que a ella le inspiraban poca confianza y que pusiera cada uno en cubito con agua en el freezer; de ese modo el efecto maléfico de la persona que quería hacerle daño sería congelado. En cuanto a su piel, tenía que aplicarse una pasta hecha a base aceites de pescado porque, según dijo la sanadora, la escama anula la escama. Se fue algo avergonzada de sí misma por haber hecho semejante consulta. Aun así, cuando llegó a su casa no dudó en hacer el ejercicio de los papelitos dentro de las cubiteras. Y así puso a varias compañeras de la oficina a congelar. En cuanto a las escamas, ungirse con aceite de pescado y oler a merluza pasada, estaba fuera de cuestión.
Volvió al primer dermatólogo. Además de las fisuras que se habían multiplicado, ahora tenía ampollas blancas de pus que reventaban solas. El médico le dijo que esperara unos minutos y volvió con varios colegas que examinaron sus piernas como si se tratara de algo todavía desconocido para la medicina. Mientras la observaban y hacían comentarios que ella no podía entender, lloró en silencio y con tanta altura que ninguno de los médicos se dio cuenta.
–No vamos a ocultarle la gravedad del caso –le dijo al fin el médico—. Usted misma puede verlo. Vamos a tener que hospitalizarla.
Sintió que le ajustaban una cuerda en el cuello y no pudo hablar. Los médicos siguieron hablando de papeles y autorizaciones pero ella ya no escuchaba. Cuando pidió ir al baño, se escapó del hospital. Necesitaba agua para calmarse como un fumador con su cigarrillo. Sin embargo, sabía que no podía ir al gimnasio sin causar un revuelo de miradas atónitas. Ella misma prefería no mirarse las piernas. Los parches de escamas, fisurados y pustulosos, se habían extendido y se estaban uniendo por los bordes haciendo como una piel nueva. La última vez que había ido al gimnasio un hombre en el agua que la vio bajar por la escalerita le preguntó sin rodeos si lo que ella tenía era contagioso. Depende, dijo ella, los pelotudos se contagian seguro. El hombre murmuró algo sobre la educación de las nuevas generaciones y salió de la piscina.
Esa noche en el gimnasio no había muchos nadadores. Se tiró de cabeza y de un segundo a otro sintió el bienestar en su cuerpo. Me estoy volviendo loca, pensó. Era como si fuera dos mujeres en una, la que cumplía con su trabajo administrativo sin siquiera cuestionarse la realidad de su vida monótona y solitaria, y la que en el agua disfrutaba y era feliz como si ya estuviera en el mediterráneo. Al emerger del agua, se dio cuenta de que los demás nadadores habían salido de la piscina y murmuraban mirando hacia ella. Corrió al vestuario y se vistió sin mirarse. A la salida, la recepcionista la llamó y le dijo que esperara. Apareció un hombre canoso que la invitó a pasar a una oficina. Ella se negó a sentarse. Sabía lo que iba a decirle, así que le pidió que fuera breve. El hombre, disculpándose y tratando de justificarse a cada momento, hizo que el momento se hiciera más largo de lo que ella podía soportar. Está bien, dijo casi sin mirarlo, y se fue para siempre.
En su casa encontró un mensaje en el contestador. Era de su ex novio que quería tener noticias de ella y tal vez salir a tomar algo. Noticias de ella él podía tener, pero de ahí a verla y que ella le mostrara sus piernas en semejante estado, eso nunca. Cenó rápido y se metió en la bañera con avena pensando en aquel extraño mensaje. En realidad no sabía muy bien qué sentía. Era como si la mitad de su cuerpo, de la cintura para arriba, quisiera verlo, y la otra, sus piernas, lo rechazara sin la menor vacilación. No puedo, se dijo tajante, se terminó. Jamás volvería a verlo.
Pasó la noche sin dormir. Luego de varios paños con aceite de almendras y vaselina sólida terminó por sumergirse en una bañera con mucha avena para aplacar el ardor. Sentía que le estaban arrancando la piel y estuvo a punto de llamar a un médico de urgencia. Lo soportó mordiendo la almohada y ahogándose en llantos. Sin habérselo propuesto estaba haciendo lo que el homeópata le había indicado: no obstaculizar el proceso, dejarlo fluir. Extenuada, se durmió al amanecer. No fue al trabajo. Levantó el tubo del teléfono y marcó el número de la oficina para avisar que no iría cuando de pronto pensó en la antigua lata de galletas donde tenía los billetes verdes arrollados y cortó antes que le respondieran. Ya no hacía falta.
El viaje en avión le resultó más largo de lo que ella había imaginado. Estaba tan ansiosa que no comió ni bebió. El aire presurizado le resecó la piel todavía más y pasó toda la noche yendo al baño para mirar sus piernas. Se bajaba los pantalones con mucho cuidado, para no doblar las finas láminas en que se habían convertido sus costras y que ya no podía arrancar, se sentaba en el inodoro y se acariciaba esas escamas, sin poder creer lo que veía y tocaba. La piel rojiza había desaparecido por completo y también el ardor y el dolor. No podía decir que le agradara porque semejante aspecto no estaba en sus ideales de belleza, pero tampoco podía afirmar que le disgustara. Estaba en camino.
Lo primero que hizo fue ir a ver el mar. Algo había cambiado en ella y sólo lo supo cuando mojó sus pies en el agua. Se quitó los pantalones y ni siquiera se alarmó al comprobar que las endebles láminas del día anterior eran ahora una rígida malla resplandeciente. Se sacó la parte de arriba y quedó completamente desnuda. Feliz, se metió en el mar, se sumergió y nadó en las profundidades. Sintió que ni siquiera necesitaba aire para cantar.
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