Dos o tres veces en mis años de periodista me tocó hacer notas sobre falsos médicos. En todos los casos se habían destacado en la profesión: construyeron carreras brillantes, fueron reconocidos por colegas y pacientes; contribuyeron al desarrollo de sus especialidades, produjeron trabajos científicos y alcanzaron cargos de responsabilidad. Todos habían abandonado la carrera de medicina tras cursar unas pocas materias, para reaparecer años más tarde ya instalados en la actividad. Recuerdo a uno de ellos, en la sala del tribunal que lo condenó a indemnizar a pacientes que él había curado y que aprovechaban para aducir un “daño moral”. Había sido jefe de servicio. Tenía los labios apretados, la cara alerta y severa.
Los falsos médicos, con su trayectoria impecable, desbaratan el valor que se asigna a la formación académica. Sugieren la posibilidad de que las instituciones legitimadoras de cada función social sean superfluas o engañosas. Y pone en crisis el lugar del maestro: si el falso médico aprendió de alguien, fue mientras lo engañaba.
Por mi parte tuve un familiar directo que intentó ejercer la falsa medicina. Era inteligente y responsable, lo tenía todo para triunfar pero no le fue bien: se ponía muy ansioso; caía en la humillación frente a los médicos con título, a los que hubiera debido saber conducir, y finalmente abandonó la práctica profesional.
Los textos que presento forman parte de un relato inédito titulado Falso médico.
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