› Por Fernando Bogado
Como todo en la literatura, escribir un cuento es hablar de los cuentos, del género cuento pero también de cuentos particulares, de cuentos de otros. Y de ahí se arman las generalizaciones, los ejemplos y los contraejemplos de lo que el cuento (y la literatura) debería ser y no es. “Oro” es un humilde intento de contar una historia que, hipotéticamente, estaría ligada a un relato mucho más general que vengo armando en un silencio relativo –si descontamos la ansiedad de adelantar tramas e ideas por el entusiasmo o las circunstanciales copas de más–. Pero también es una suerte de declaración: se puede escribir prosa, todavía, desde la exageración, el excedente y el exceso. Desde lo ex, entonces, se puede hacer algo.
¿Por qué esta necesidad de reclamar esos campos? Algo pasó entre la década del ‘90 y la primera década del siglo XXI que determinó una forma de cuento bastante regular dentro de lo que es la literatura argentina contemporánea. La tendencia a la forma mínima, a ciertos momentos de ambigüedad ubicados de manera medida y al rechazo por la adjetivación parecerían cumplir a rajatabla la forma borgeana que ya Jorge Luis había dictaminado para su poesía ultraísta y que trasladó a lo que comenzaría a escribir desde la década del ‘30 en adelante. Luego, tenemos a cuentistas que siguen esa línea “estilo Poe” de cálculo milimétrico, como sucede con el primer Cortázar o Abelardo Castillo, hasta llegar a los textos de algunos escritores contemporáneos. No sé si incluir aquí a Osvaldo Lamborghini: sus relatos funcionan siguiendo la lógica de la analogía o la ejemplificación de un concepto, pero el resultado es desbordante.
Cuando terminé este relato, me quedé pensando por qué escribía así. Digo, por qué admiro el “estilo milimétrico” y escribo casi como si contara algo oralmente, como si mi tarea fuera la de reproducir un chisme con cierta elegancia y algún que otro chistecito de vez en cuando. Me parece a mí que tiene que ver con la posibilidad de otra tradición, también presente en nuestras letras, pero que no ocupa tanto espacio dentro del concepto de “cuento nacional” que manejamos hoy en día. El cuento como chisme, como anécdota: Jorge Asís. El cuento como exceso “barroco”: Manuel Mujica Lainez. El cuento como ajuste de cuentas: Félix Bruzzone. Me parece que la idea va por ahí, pero puedo equivocarme, claro. Permítanme este exceso.
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