Jue 11.02.2016

VERANO12

La vida real

› Por José María Brindisi

El cuento por su autor

Escribí “La vida real” hace alrededor de diez años. Extrañamente para mí, que soy obsesivo y lento, lo hice de un tirón, como máximo de un par de sentadas. Más extraño aún, recuerdo que algunos tramos los escribí no sólo con mi mujer dando vueltas alrededor, sino incluso sentada a mi lado. Las circunstancias, supongo, explican todo: ella estaba embarazada, pasaba mucho tiempo en casa y el departamento en el que vivíamos hasta que nació nuestra hija nos resultaba acogedor, bellísimo, pero también bastante ajustado.

Se trata de uno de esos cuentos que no podría calificar de “humorísticos”, pero que tampoco se hallan en ese otro extremo en que el humor es, apenas, un tamiz, un medio para llegar a otra parte. En este caso el humor es parte del asunto, y desde allí se vale de cierta ligereza, cierto modo de fluir; en algún sentido, una historia plantada en la realidad pero contada desde cierta distancia, hasta cierto punto una representación de otra historia que se le parece y que no está contada.

No recuerdo el origen, pero sí mi necesidad, desde el rechazo que me ha producido siempre la lectura biograficista, de coquetear un poco con el modo en que los amigos a veces se ven reflejados en los textos a partir de una o dos características, olvidando por lo general otras cincuenta que en nada coinciden con ellos. Nabokov se reía de sus potenciales biógrafos perezosos y blanqueaba esos cuatro o cinco elementos más o menos relevantes –la cosa no pasa por ahí– que había arrancado de su vida, no con afán de confesarse sino, simplemente, porque le venían bien. A los amigos les cuesta esa lectura; entender que en la vida son mucho más que eso, pero que en los textos la mayoría abrumadora de las veces sólo son ingredientes sueltos, material a disposición para hacer literatura. En principio, casi ninguna de nuestras vidas justifica una novela, ni mucho menos. Por supuesto, basta escarbar un poco para que la materia narrativa surja, para que tome forma y se encienda. Pero con las anécdotas, con los datos, hacemos poco y nada.

Con “La vida real”, sin embargo, decidí reírme un poco de mí mismo. Tomar algún episodio suelto, alguna broma de la que fui “víctima” o victimario, algún estribillo de la adolescencia y la primera juventud y llevarlo bastante más allá. También fue un modo de reírme de la solemnidad con que a veces vivimos la literatura, devolviéndole pese a ello una cualidad que cada vez con más frecuencia, desde ciertos discursos cínicos, se le niega: la posibilidad de cambiarnos la vida. Cuántas veces, pienso, volverá a cambiármela.

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