› Por Valeria Tentoni
El cuento por su autor
“Podría decirse que el cielo azul es el fondo absoluto”, escribe Gastón Bachelard en El aire y los sueños, y cita unas líneas después a Coleridge: “La vista del cielo profundo es, de todas las impresiones, la más próxima a un sentimiento”.
Una de las cosas que enloquecen a los reclusos es la imposibilidad de estar bajo ese océano aéreo en que desanclan las fuerzas de la imaginación. De cualquier modo, en el futuro de este relato casi todos los sentimientos son un bien de lujo. Y, además, las deudas sí son motivo de prisión, como lo eran para los romanos, garantizando con su libertad personal los cumplimientos. O como lo fue mucho después, por ejemplo, para el padre de Charles Dickens, quien tuvo que trasladarse con su familia a Marshalsea, prisión inglesa para deudores, a causa de su insolvencia. 40 libras y 10 chelines: ese es el monto exacto por el que lo perseguían.
El horror es una alquimia que se produce, siempre, con ingredientes del pasado. En ese libro delicioso que se llama Historia de la estupidez humana encontramos extraordinarios ejemplos de la estupidez en la justicia. Entre ellos, cuando las autoridades condenaban a los muertos por crímenes descubiertos después de sus decesos, arrancándolos de sus tumbas y procesándolos. Atados a las sillas, para mantenerlos erguidos y putrefactos frente a los jueces, hasta se les intentaba tomar juramento de decir la verdad y nada más que la verdad. Después los devolvían a la tierra para que reanudara sus trabajos de descomposición.
En este futuro ya no hay cárceles, como quería Louk Hulsman. En cambio, hay algo quizás más amable, quizás peor.
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