› Por Juan José Saer
Para los griegos, morir joven era un acto de desmesura. Si comparamos la retirada brusca de Arlt con la persistencia borgiana, que se disemina en banalidades, advertiremos tal vez que, en ciertos casos, una muerte bien colocada puede llegar a tener, como él decía, la eficacia de un cross a la mandíbula.
De haber vivido, Arlt hubiese tenido hoy la misma edad que Borges. ¿Cómo imaginárnoslo recibiendo condecoraciones, almorzando en la televisión, errando por universidades europeas y norteamericanas, perorando sobre el infinito y sus alrededores? Si un escritor es únicamente escritor cuando escribe, podemos decir que Borges, que en otros tiempos escribió textos de primer orden, hoy los sobrevive y no es más que un anciano que hace chistes en los diarios, en tanto que Arlt es estrictamente contemporáneo de su propia obra, como Kafka, Proust o Dostoievski de las suyas, hasta tal punto que es imposible separar esa obra del hombre que la escribió. Desde luego, la edad de la muerte no tiene ninguna importancia: únicamente la obstinación de la búsqueda, el no querer ser otra cosa que escritor, el no aceptar tareas sociales de substitución, como quien diría subalternas, la fuerza de conservar hasta el final esa disponibilidad para la incertidumbre que es la condición esencial de las obras mayores.
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