› Por Harold Bloom
Nietzsche, siguiendo a Jakob Burckhardt, estableció una distinción entre el honrar al padre y a la madre de los hebreos y la lucha de los griegos por ocupar el lugar principal. Jesús reverencia a Yahvé como su padre; en el Corán niega ante Alá haber pretendido igualarse a Dios, por no hablar de ser superior a él.
¿En qué consiste ser el Padre? En The God of Old (2003), James Kugel identifica una cualidad que denomina “inexorabilidad”, que es difícil de definir de manera exacta, pero que forma parte del carácter de Yahvé. La metáfora de Kugel es profundamente evocativa de los Salmos, que hacen hincapié en la brevedad de nuestra vida en comparación con la de Yahvé. Las respuestas de éstos a la pregunta “¿Qué es el hombre?” tienden a recordarnos nuestra insignificancia, aunque raramente con la contundente voz de Yahvé saliendo del torbellino al final del Libro de Job. Yahvé oye lo que Kugel denomina “el grito de la víctima”, pero su inexorabilidad hace que su reacción sea más problemática que otra cosa. El Dios del Antiguo Testamento de Kugel tiende a permanecer detrás del mundo, aunque a veces entra en él. Todo depende de la perspectiva, de la nuestra y de la de los escritores bíblicos.
¿Es Jesucristo, al igual que Yahvé, un Dios “inexorable”? El cristianismo ha insistido en que Cristo oye el grito de la víctima e intercede, cuando puede. Por definición, Yahvé puede, pero muy a menudo se niega a intervenir. La populista Cuaternidad cristiana (Padre, Hijo, Espíritu Santo y Virgen María) nos ofrece cuatro intercesores potenciales, y de hecho docenas más, sean santos angélicos o ángeles santos. Cuando toda esa multitud oye el grito de la víctima es difícil que todos sean inexorables. Para Kugel, la Biblia es ahora una palabra perdida, pero yo reitero la paradoja que he invocado en libros anteriores: el cristianismo (y el judaísmo) ya no son religiones bíblicas, digan lo que digan. Soy incapaz de comprender por qué tantos estudiosos cristianos siguen hablando de “la teología del Antiguo Testamento”. El Tanakh no tiene teología y Yahvé, por seguir repitiendo lo obvio, no es un Dios nada teológico. La teología fue inventada en Alejandría por Filón, un judío helenizado, que interpretó la Septuaginta de la misma manera en que Plotino glosó a Platón. Por suerte, la “inexorabilidad” kugeliana no es teológica y sin duda se acerca a la percepción de las Escrituras que tenía Jeshúa de Nazaret, y nada a la del Jesucristo trinitario.
Yahvé desdeña la teologización, pero es dado a la teofanía, o sea, a manifestarse. Aunque no tiene límites, Yahvé acepta una momentánea serie de menguas para poder mostrarse. Aparte de sus apariciones como guerrero y como tormenta, esas teofanías gravitan sobre lugares elevados, no exclusivos de Yahvé, pero en los que evidentemente se siente a gusto y de los que también es propietario, tanto en el Sinaí como en Sión, donde Salomón construyó su Templo y donde Isaías contempló a Dios entronizado. Es de presumir que el trono del Templo es una representación del trono más grande e imponente que Yahvé, a una escala más gigantesca, ocupa encima de nosotros en los reinos celestiales. ¿Acaso el Cristianismo espera que presenciemos a Cristo entronizado de manera semejante, junto a su Padre? Esa visión presenta dificultades estéticas y espirituales. Ya he mencionado que John Milton, quizá demasiado valiente al intentar superar esas dificultades, nos presentó a un Cristo que lidera un ataque montado en el Merkabah contra Satán en El paraíso perdido, un pasaje que nadie considera un triunfo poético. No hay nada en la carrera de Jesús que sugiera que es un guerrero divino.
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