Sáb 23.02.2008

VERANO12 • SUBNOTA

EL HIJO, TAN DISTINTO DEL PADRE

Los judíos que siguen confiando en la Alianza no encuentran en Yahvé la ambivalencia que yo describo, de la misma manera que los cristianos que creen que Jesús era Cristo y yo contemplamos una figura muy distinta. El punto de vista gobierna nuestra respuesta a todo lo que leemos, pero esto, sobre todo, ocurre con la Biblia. Cuando uno lee a los estudiosos, ya sea cristianos o judíos, siempre se pregunta por sus condicionantes que, con demasiada frecuencia, predeterminan su presentación de los hechos. Es obvio que también hay que ser cauto ante lo que yo escribo, pues soy un crítico literario dividido entre la herencia judaica y una desazón gnóstica ante Dios.

James Kugel, igual que Kenneth Kuntz, recalca acertadamente que no encuentras a Yahvé en la Biblia; él te busca. Después de todo, su solo nombre insinúa que su presencia depende de su voluntad. Aunque parece haber estado ausente estos dos últimos milenios, Kugel, de forma bastante desalentadora, señala que las cosas no fueron mucho mejor para los israelitas cuando Yahvé, supuestamente, estaba al mando. ¿Todo es, pues, una cuestión de percepción, tanto entonces como ahora? Me agrada el alegre comentario de Donald Akenson: “No me puedo creer que a ninguna persona en su sano juicio le haya podido caer bien nunca Yahvé”. Pero como él mismo añade, se trata de algo irrelevante, pues Yahvé es la realidad. Yo iría un poco más allá e identificaría a Yahvé con la “prueba de realidad” de Freud, que es algo parecido a la idea de Lucrecio acerca de cómo son las cosas. En cuanto que principio de la realidad, Yahvé es irrefutable. Todos tendremos que morir, cada uno cuando le toque, y no puedo estar de acuerdo con la creencia farisea de Jesús en la resurrección del cuerpo. Yahvé, al igual que la realidad, tiene un sentido del humor desagradable, pero la resurrección física no es uno de sus chistes judíos o freudianos.

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El atractivo de Nuestro Señor Jesucristo no puede residir en su perfeccionismo, en el que supera al de los fariseos. O mejor dicho, se le hace ofrecer una liberación de la realidad de la muerte, de cómo son las cosas y, por tanto, también de Yahvé, que es reemplazado por un Dios Padre supuestamente más blando, a la vez ejecutor y suicida, dependiendo precisamente de cómo se interprete la Trinidad. Al no tener acceso al Jesús histórico, me desconcierta que mi yo se divida a la hora de recibir a Jesús el personaje literario. El componente espiritual que hay en mí responde al cuanto menos protognóstico Jesús del Evangelio de Tomás, mientras que como crítico literario me siento fascinado por el misterioso Evangelio de Marcos. Mateo me resulta ajeno y Lucas y los Hechos despiertan mi escepticismo, mientras que Juan me odia y yo le respondo de igual modo. Pablo me deja totalmente perplejo, pero, de todos modos, nada tiene que ver con el Jesús de la historia, fuera cual fuere. D. H. Lawrence sentía un horror por el Apocalipsis de Juan el Divino que yo comparto.

¿Por qué casi todo el mundo, en cualquier época y lugar, necesita a Dios o a los dioses? ¿O por qué Dios nos necesita? Preguntas que no se pueden responder o se responden demasiado deprisa. Los poetas necesitan dioses porque el politeísmo es poesía. ¿Es Yahvé un poema? ¿Lo es Nuestro Señor Jesucristo? Cristo o bien necesita (o decide) amarnos, según casi todos los cristianos que he conocido, y ellos deciden (o necesitan) amarlo. Un filósofo judío francés ha popularizado la idea radical de que algunos judíos posteriores al Holocausto dicen que necesitan amar más a la Torá que a Dios. No obstante, toda la Cábala y gran parte del Talmud fusionan a la Torá con Yahvé. ¿Nos ama la Torá? Hago caso omiso de Yahvé cuando, en uno u otro momento, afirma su amor por el pueblo judío. Es evidente que no lo ama, y no porque matáramos a Cristo; fue él quien lo hizo, utilizando a los romanos y a unos cuantos judíos colaboracionistas como agentes. Si Yahvé necesitaba a los judíos, o a los cristianos, o a los musulmanes, a los zoroástricos, hindúes, budistas, confucianos, taoístas y a todos los demás, al parecer necesitaba alimentarse mediante sacrificios, por lo que deseaba un aluvión de alabanzas, oraciones, himnos de gratitud e inmenso amor, incesante amor. ¿Es Yahvé simplemente un rey Lear cosmológico e intemporal, un patriarca de patriarcas?

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Padres e hijos pueden enfrentarse en la literatura y en la vida. Freud consideraba Los hermanos Karamazov la mejor de las novelas, aun cuando le molestaba, con motivo, el morboso antisemitismo de Dostoievski. Podemos ver en el príncipe Hal una mezcla de Mitya e Ivan, mientras que el papel del anciano Karamazov se divide entre Enrique IV y Falstaff. No hay duda de que Dostoievski espigó elementos de Shakespeare, del mismo modo que Freud (con algo de mala fe) bebió mucho más de Shakespeare que de Dostoievski. Una lectura edípica o hamletiana de Jesús en relación con su padre celestial no es muy innovadora: de eso trata el Jesús gnóstico, y lo expresa concisamente William Blake, el más vitalista de todos los gnósticos: “El Hijo, tan distinto del Padre”.

El permanente misterio de Yahvé es que no tenemos más alternativa que comprenderlo en términos humanos, pero, no obstante, trasciende cualquier término que podamos aplicarle. Su carácter moral desafía la adivinación y su personalidad es tornadiza. El Jesús de Marcos es igual de misterioso, como también Hamlet. Llamar al Yahvé del Tanakh un personaje shakesperiano es darles la vuelta a las cosas: William Tyndale precedió a Shakespeare, y por fin empiezo a darme cuenta de que, más incluso que Chaucer, la Biblia inglesa, aunque en fusión con Los cuentos de Canterbury, le proporcionó a Shakespeare un precedente para su genio sobrenatural a la hora de crear hombres y mujeres. Esto no quiere decir que Shakespeare fuera un dramaturgo cristiano, aunque sin duda escribió para públicos cristianos. Yahvé fue el modelo principal para Lear y el Jesús de Marcos lo fue para Hamlet, lo que no significa que las creencias de Shakespeare –fueran cuales fueren– aparecieran en escena. Y no obstante, tan omnipresentes son las ironías del Escritor J que no creo que podamos determinar el grado de confianza (si es que hay alguna) que depositó en el voluble Yahvé, un Dios en el que no se puede confiar en lo más mínimo.

Los dioses escandinavos y de Oriente pueden ser unos embaucadores y quizá todas las divinidades, incluido Yahvé, tengan en última instancia orígenes chamanísticos, que ahora ya no podemos encontrar. Aunque otra paradoja es que Yahvé alterna entre la pícara malicia y el terror moral. Quienquiera que escribió el Evangelio de Marcos tenía esto en mente: Yahvé se entrega a y explota lo que nosotros llamaríamos su propio narcisismo. ¿Cómo iba a ser de otro modo? El recuerdo de nuestros padres y madres, si han muerto, o las experiencias que estamos viviendo con ellos poseen muchas funciones, pero hay una que es clave: atemperar nuestro narcisismo. Freud considera esto la formación del superyó (superego) mediante la interiorización de los padres. Yahvé, espantosamente humano, no tiene padres, contrariamente a lo que les ocurre a los dioses griegos. Jack Miles, que siempre cuestiona las ideas establecidas y pone el dedo en la llaga, se pregunta qué mantiene vivo a Yahvé si no tiene precursores. Hamlet tiene al Fantasma y a Gertrudis, y rechaza a Ofelia, que debería haber sido su esposa. ¿Cómo podríamos comprender a Hamlet si el Fantasma no se manifestara y si Gertrudis y Ofelia ya estuviesen muertas?

En mi lectura de la obra de Shakespeare, Hamlet no ama a nadie. Y Yahvé, ¿es capaz de amar? Los Sabios insisten en que Dios ama a Israel, a pesar de sus apostasías. Jesús, coincidiendo en esto con los Sabios del judaísmo, está convencido de que su abba lo ama, hasta que al final grita: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”. Ojalá pudiera interpretar el texto de J y a Marcos como relatos de amor divino, pero no me es posible, y no dejo de preguntarme: “¿Por qué no?”. Yahvé es, sin duda, el más apasionado de los dioses, entusiasta y celoso, pero, como he señalado, no hay nada en él parecido al amor de Lear por Cordelia ni al de Jacob por Raquel. El amor, dijo Wittgenstein, no es un sentimiento. Contrariamente al dolor, el amor hay que ponerlo a prueba. Uno no dice: “Esto no ha sido un dolor verdadero, porque ha pasado muy deprisa”. Sometido a esa prueba, Yahvé no experimenta amor verdadero, ni por Israel ni por toda la humanidad. No dejo de admitir que hay tantas versiones de Jesús como habitantes sobre la Tierra. Las dos únicas que me impresionan son incompatibles entre sí: el Evangelio de Tomás y el de Marcos, que ni siquiera es compatible consigo mismo. El Jesús gnóstico enseña la percepción y no el amor; no se puede decir que el Jesús de Marcos ame a sus discípulos. Si existe algún parecido entre el Yahvé de J y el Jesús de Marcos, éste debe de consistir en que ambos frustran nuestras expectativas. ¿Puede eso llamarse amor? ¿Es amor un amor con el que no puedes vivir en la práctica? Shakespeare era incapaz de vivir con Anne Hathaway, aunque se fue a pasar con ella sus últimos años. Yahvé no podía casarse, como no fuera metafóricamente, y Jesús no se casó, un escándalo en su tradición. Sócrates no amaba ni a su mujer ni a sus discípulos y tampoco se podía decir que amara Atenas. Jesús lloraba por Jerusalén, probablemente a causa del amor a su pueblo.

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En todo el mundo, lo que atrae a las masas del cristianismo y de su rival, el Islam, es la simplicidad de su interpretación. El triunfo del cristianismo sobre el judaísmo, en los primeros siglos de la era común, no pudo tener lugar por causas teológicas. “Cree que Jesús era el Cristo y serás salvado y vivirás eternamente” resultó ser un eslogan perfecto a nivel popular. Posteriormente fue igualado por “Sométete a Alá por la autoridad de Mahoma, Sello de los Profetas, y serás recompensado en la vida futura”. La supervivencia del yahvismo sería sólo para unos pocos. Supuestamente no había ninguna distinción entre la Ley y el amor que aislara al judaísmo, sino un trauma histórico que aún perdura. No espero que nadie valore mi conjetura de que aferrarse solamente a Yahvé era y es arriesgarse a perpetuar el trauma. El Jesús de Marcos, que sufrió toda la noche antes de su final, se había mostrado categórico en su devoción tan sólo a Yahvé. Si se arguye que Jesús ha salvado a incontables personas, queda claro que no pudo salvarse a sí mismo.

Este retrato está incluido en Los nombres divinos
de Harold Bloom.
(Editorial Taurus).

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