Jue 08.01.2009

VERANO12 • SUBNOTA

LA MANO DEL TEÑIDOR

Todos hemos aprendido a hablar, y la mayoría de nosotros podría aprender a hablar bastante bien en verso, pero muy pocos han aprendido o podrían aprender a cantar. En cualquier pueblo podrían reunirse veinte personas y hacer una representación de Hamlet que, aunque imperfecta, transmitiría lo suficiente de la grandeza de la obra y sería digna de verse. Pero si intentaran hacer lo mismo con Don Giovanni descubrirían de inmediato que no se trata de hacer una buena o mala representación, porque serían incapaces de cantar la partitura. Cuando decimos que la representación de un actor, incluso en un drama poético, es buena, queremos decir que a través de su arte es capaz de simular conscientemente la manera en que el personaje representado se comportaría en la vida real según su naturaleza, es decir inconscientemente. Pero para un cantante, lo mismo que para un bailarín, no se trata de simular o de cantar las notas del compositor de manera “natural”; su comportamiento es descaradamente “artístico” del principio al fin. La paradoja implícita en toda representación, básicamente que las emociones y situaciones que en la vida real serían tristes o dolorosas son en escena un motivo de placer, es algo que en la ópera se hace completamente explícito. La cantante puede representar el papel de una novia abandonada a punto de suicidarse, pero al escucharla tenemos la certeza de que todos –incluso ella– la estamos pasando maravillosamente bien. En cierto sentido la ópera trágica es imposible, ya que cualquiera sean los pecados que los personajes hayan cometido y los sufrimientos que experimenten, están haciendo exactamente lo que quieren. De allí la sensación de que la ópera seria no debe recurrir a temas contemporáneos sino limitarse a situaciones míticas; o sea a situaciones donde todos nos encontramos en tanto seres humanos, y por lo tanto debemos aceptar por más trágicas que sean.

El artificio que la ópera asume en su sentido más puro la convierte, en cambio, en el medio dramático ideal para representar el mito trágico. Una vez, durante la misma semana asistí a una representación de Tristán e Isolda y vi L’éternel retour de Jean Cocteau, la versión fílmica de esa misma obra. En la primera, dos almas que pesaban más de cien kilos cada una aparecían transfiguradas por un poder trascendente; en la segunda un apuesto muchacho conoce a una hermosa chica y tienen un romance. Esta pérdida de valor no se debe a la falta de talento de Cocteau, sino a la naturaleza del medio cinematográfico. Si hubiera recurrido a una madura pareja de gordos el efecto sería ridículo, ya que los retazos de lenguaje, que son todo lo que una película tolera, no tienen suficiente poder para trascender la apariencia física. Y sin embargo si los amantes son jóvenes y hermosos, la causa de su amor parece “natural”, una consecuencia de su belleza, y así se evapora todo el sentido del mito.

Los sentimientos de alegría, ternura y nobleza no están restringidos a los personajes “nobles”, sino que son experimentados por todos, por las personas más convencionales, estúpidas y depravadas. Una de las glorias de la ópera es que puede demostrarlo, y una de las vergüenzas del drama hablado es que no. Dado que usamos el lenguaje en la vida cotidiana, nuestro estilo y vocabulario terminan identificándose con nuestras características sociales, con la forma en la que los otros nos ven. En una obra, incluso en una obra en verso, hay límites muy estrechos para la gama de expresiones verbales que un personaje puede usar, y si el autor va más allá de ellas lo vuelve un personaje increíble. Pero justamente porque no usamos el canto para comunicarnos, una canción puede estar fuera de lugar pero no fuera de personalidad; es tan verosímil que una persona estúpida cante de manera hermosa como que lo haga una persona inteligente.

La ópera no puede presentar a los personajes como lo hace la novela, o sea personas que potencialmente son tan buenas como malas o activas como pasivas, ya que la música es actualidad inmediata y ni la potencialidad ni la pasividad sobreviven en su presencia. Esto es algo que el libretista nunca debe olvidar. Mozart es un compositor más grande que Rossini, pero el Fígaro de Las bodas... es menos satisfactorio, según mi opinión, que el Fígaro de El barbero...; y creo que la culpa es de Da Ponte. Su Fígaro es demasiado interesante como personaje para ser completamente traducido a música. Junto al Fígaro que está cantando uno siente la presencia de otro Fígaro que no está cantando sino reflexionando en privado. El barbero de Sevilla, en cambio, no es una persona sino una entidad musical, que asume el canto sin cargas suplementarias.

De la misma manera, encuentro La bohème inferior a Tosca, no porque la música sea inferior sino porque los personajes, especialmente Mimí, son demasiado pasivos. Hay un desfase embarazoso entre la determinación con la que cantan y la vacilación con la que actúan.

La característica que comparten todos los grandes papeles operísticos, por ejemplo Don Giovanni, Norma, Lucía, Tristán, Isolda, Brunilda, es que cada uno de ellos es un estado del ser apasionado y voluntarista. En la vida real todos, incluso Don Giovanni, serían unos aburridos.

Para compensar esta falta de complejidad psicológica, sin embargo, la música puede hacer lo que las palabras no pueden: presentarnos la relación inmediata y simultánea de todos estos estados entre sí. La coronación gloriosa de la ópera se encuentra en las grandes escenas corales.

El drama está basado en el Error. Creo que alguien es mi amigo cuando en realidad es mi enemigo; creo que soy libre para casarme con una mujer cuando en realidad es mi madre, que aquella persona es una camarera cuando en realidad es un noble disfrazado, que aquel joven bien vestido es rico cuando en realidad es un aventurero sin un centavo, o que si hago tal y tal cosa resultará tal otra cuando en realidad resulta algo totalmente diferente. Todo buen drama se basa en dos movimientos: primero el de cometer un error, segundo el de descubrir que se trataba de un error.

Al componer un argumento, el libretista debe adaptarse a esta regla; pero en comparación con el autor dramático, el tipo de errores que puede utilizar es mucho más limitado. El autor dramático, por ejemplo, logra sus mejores efectos mostrando cómo las personas se engañan a sí mismas. El autoengaño es imposible en la ópera, ya que la música es inmediata y no reflexiva: lo que se canta es. Como mucho, se puede sugerir el autoengaño haciendo que el acompañamiento orquestal no concuerde con el cantante, por ejemplo las notas joviales y ágiles que acompañan el acercamiento de Germont al lecho mortuorio de Violeta en La traviata. Pero si no se utilizan con moderación, esos recursos confunden en lugar de aclarar.

Asimismo, en el drama hablado el descubrimiento del error puede ser un proceso lento, y por lo general cuanto más gradual sea, mayor será el interés dramático. Pero en un libreto, el drama de reconocimiento debe ser tópicamente abrupto, ya que la música no puede subsistir en una atmósfera de incertidumbre; el canto no puede caminar, sólo puede saltar.

Pero en compensación, a diferencia del autor dramático, el libretista no necesita preocuparse mucho por la verosimilitud. En la ópera, una situación creíble es aquella en la cual resulta creíble que alguien cante. Un buen argumento de libreto es un melodrama –tanto en el sentido estricto como en el convencional de la palabra– que se la pasa dando a los protagonistas la oportunidad de ser presa del arrebato, y enfrentándolos a situaciones demasiado trágicas o demasiado fantásticas para las “palabras”. No hay un buen argumento de ópera que sea sensato, ya que las personas no cantan cuando son sensatas.

En la ópera, la orquesta no se dirige al público sino a los cantantes. Un amante de la ópera soportará, e incluso apreciará, un interludio orquestal, sólo a condición de saber que los cantantes no pueden cantar en ese momento porque están cansados o porque se está realizando un cambio de escenario; pero cualquier utilización de la orquesta que no sea para llenar ese tiempo muerto es una pérdida de tiempo. “Leonora III” es una bella pieza musical para una sala de conciertos, pero incluida entre el Primer y el Segundo Acto de Fidelio, se convierte en doce minutos de aburrimiento agudo.

La imaginación musical de muchos compositores, entre ellos Campion, Hugo Wolf y Benjamin Britten, se ha alimentado de la poesía más elevada. La cuestión que queda abierta es si el auditorio escucha las palabras que se cantan como palabras de un poema o solamente como sílabas cantadas, según me inclino a creer. Un psicólogo de Cambridge, P. E. Vernon, hizo el experimento de reemplazar los versos originales de una canción de Campion por versos sin sentido con el mismo valor silábico, y apenas un seis por ciento del auditorio se dio cuenta de que algo andaba mal. Justamente porque creo que al escuchar el canto (a diferencia de lo que sucede con los cánticos) escuchamos no tanto palabras sino sílabas es que por lo general no estoy a favor de la ópera traducida. Wagner o Strauss representados en inglés resultan intolerables; y seguiría siendo así aunque los méritos poéticos de la traducción fueran mayores que los del original, ya que las nuevas sílabas no tienen una relación adecuada con el tono y el tempo de las notas a las que están asociadas. El valor poético de las palabras puede estimular la imaginación del compositor, pero son sus valores silábicos los que determinan la música. En el canto la poesía es descartable, pero las sílabas no lo son.

La época dorada de la ópera, de Mozart a Verdi, coincidió con la época dorada del humanismo liberal, de la incuestionable creencia en la libertad y el progreso. Si las buenas óperas son hoy más raras, esto puede ser el resultado no sólo de que hayamos aprendido que somos menos libres de lo que imaginaba el humanismo del siglo XIX, sino también de que hayamos perdido hasta cierto punto la certeza de que la libertad es una bendición inequívoca, de que los libres son necesariamente los buenos. Decir que las óperas son hoy más difíciles de escribir no significa que sean imposibles. Eso sólo sucedería si dejásemos de creer por completo en el libre albedrío y en la personalidad. Cada Do sostenido ejecutado con precisión demuele la teoría de que somos las marionetas irresponsables del destino o del azar.

Este fragmento pertenece a La mano del teñidor, de

W. H. Auden. Adriana Hidalgo Editora.

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