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El cuento por su autor

G. K. Chesterton decía que los narradores debemos agradecer de rodillas los pedidos de un artículo o de un cuento que a veces nos llegan de diarios y editoriales, porque el rasgo distintivo del escritor es la haraganería. Sin ese reclamo a corto plazo, afirmaba, buena parte de nuestros proyectos de ensayo y de ficción seguirían dando vueltas en un limbo de postergaciones. En la humorada de Chesterton hay algo de verdad, al menos en mi caso.

Originalmente, “La puerta de Aljalil” fue pensada para una antología de cuentos sobre un tema unitario: los nuevos pecados capitales. Yo elegí la codicia. Me pareció que este vicio y sus aberrantes consecuencias signaba claramente nuestro siglo. ¿Pero qué tipo de codicia es la peor entre sus muchas manifestaciones? ¿La del dinero, que lleva a la corrupción y al crimen? ¿La del poder, que aplasta a los más débiles para encaramarse en la cima? ¿La del sexo sin límites? Claro que no. Afortunadamente, al menos en nuestro lado del mundo, ya olvidamos a san Gregorio Magno y su amenaza del infierno que castigaba una elección privada, y la lujuria, uno de los siete pecados capitales de hace mil años, ha perdido importancia con el uso.

Pero de juicios morales o religiosos no se hace un cuento. De modo que tuve que explorar ese limbo del que habla Chesterton en busca de una nueva codicia que a mí me conmoviera personalmente y que deseara escribir en forma de relato. La encontré en el tráfico de niños. Niños robados en un hospital, de padres de condición humilde a quienes les dicen que el recién nacido ha muerto para venderlo a otros padres, ignorantes de la horrible maniobra. Secuestros de niños que sólo reaparecen después de pagar un rescate y de angustiosas negociaciones o que no vuelven nunca. Abuso de niños pobres, extraviados o sin familia, víctimas de la monstruosa codicia de pedófilos. Niños como mercadería.

Es comprensible que este delito atroz, que no es una leyenda urbana y es global como lo prueban tantos casos en distintos países, agrave el miedo instintivo de perder por unos momentos al hijo pequeño que una madre o un padre lleva de la mano, y lo convierta en el terror de una ausencia definitiva.

“La puerta de Aljalil”, aunque es una historia de apasionado amor maternal, tiene en su ficción la marca de esa sombra. Pero se me ocurrió –escenario, argumento, personajes– gracias a un detalle infinitamente menor. Unas telas beduinas de colores que me fascinaron y que compré de pura codicia, deslumbrada por su belleza. Todavía las guardo, dobladas, intactas, sin darles ninguna utilidad, como si su único propósito hubiera sido el de inspirarme el ámbito y la acción de este cuento.

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Vlady Kociancich
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