“Clase magistral” no sucede en un lugar determinado pero cuando lo escribí, en la escena de mi mente, transcurría en el edificio donde hoy funciona el Centro Cultural Rojas, en la avenida Corrientes. Durante la intervención militar en la universidad, lo habían habilitado para dar clases. Las aulas eran largas y oscuras, sin ventanas, con demasiadas puertas. Según me contó una vez mi padre, mucho antes había funcionado allí el centro de estudiantes de medicina.

Nunca supe por qué mi padre perdió sus estudios de medicina. Todo el tiempo en la familia se sabía que había querido ser médico, había estado a punto de recibirse, todavía quería: hubo una injusticia atroz –que mi padre jamás nombraba y mi madre, pero sólo con gestos, denunciaba siempre– o una claudicación indecible.

Pero el edificio de Corrientes, con sus varios pisos, no pudo haber sido pensado para centro de estudiantes. ¿Cuál fue su finalidad primaria? Tal vez nunca se usó para lo que estaba destinado. Tal vez su destino era no servir nunca para aquello a lo que estuviera destinado.

Escribí “Clase magistral” a mediados de los ’80. Hoy, de sus personajes, el que me parece más humano y perdurable es el animal agradecido. El profesor debe ser más bien una función del texto, o de la enseñanza. El chico y la chica de la segunda fila, a esa parejita yo la tenía muy vista; los envidiaba y los odiaba.

¿A qué categoría pertenecen los recuerdos que en el autor se presentan al revisitar su obra? No se trata del tiempo recobrado, proustiano, en el que la obra se genera. Tampoco de la memoria y el buen olvido que, no en el autor pero en el lector, un texto puede liberar. En el autor, los recuerdos que trae la obra son del orden de la exhumación, y componen una máscara que se justificaría si, por algún resonar o transparencia, permitiera la aparición de un nuevo objeto en el interior del texto original.