VERANO12 • SUBNOTA › CLAUDIA PIÑEIRO
En la carpeta donde Martina guarda las facturas de servicios pagas, tampoco.
Ni en el fuelle donde están las impagas.
Ni en el cajón del escritorio.
Ni en la lata donde archivan las garantías de los electrodomésticos.
Ni apoyado con descuido sobre algún estante de la biblioteca.
Tampoco sobre la repisa que almacena los cientos de cedés que compraron entre los dos desde que se conocen.
Ni en su mesa de luz, la de él. Ni en la mesa de luz de Martina. ¿Cómo iba a estar en la mesa de luz de Martina?
Entra al cuarto de Lucio y comprueba que sigue dormido. En realidad no hace falta comprobarlo, si se hubiera despertado ya habría llamado: maaaa. Siempre primero ma es lógico, y recién después de muchos ma sin respuesta: paaaa. Pero de todos modos lo verifica como si eso fuera un rito para alargar el sueño de su hijo. Hoy quiere que Lucio siga durmiendo un rato más. Un largo rato más. Si es posible hasta que vuelva Martina y sea su turno de ir a votar. Si es que encuentra el DNI. Ya sabe lo que le va a decir Martina cuando regrese: “¿Te das cuenta de que sos un desbolado, no?”. Pero esta vez él no le va a contestar jugando como suelen hacer: “Desbolado pero limpito”. Desbolado pero limpito, sexy, lindo, bueno en la cama y toda esa lista de adjetivos que él saca a relucir cuando ella le recuerda lo que es una verdad absoluta: que es un desbolado. Y porque lo es, es que no sabe dónde está su DNI. No tiene ni la menor idea. Por supuesto que no está en su billetera, ni en el cajón de la cómoda donde guardan los otros documentos, ni en la caja fuerte empotrada en la pared del dormitorio. Esos son los tres lugares lógicos, los previsibles, los primeros en los que buscó. Los únicos lugares en los que tendría que haber buscado. Si total, ¿qué va a pasar si no vota esta vez?
Mira el reloj. Martina ya tendría que estar de vuelta. Ella sugirió ir a votar por separado, así no tenían que llevar a Lucio. “Si hay mucha gente se va a poner fastidioso”, dijo, y si se pone fastidioso Lucio, nos ponemos fastidiosos nosotros. Y él le creyó. Entonces le creyó. Pero ahora, después de que buscó el DNI por toda la casa, piensa que pasó demasiado tiempo desde que ella se fue. Que Martina ya tendría que haber votado. Que a esta hora ya podría haber votado como diez veces, cortado boleta, votado y vuelto a votar. Que le llama la atención que haya decidido ir tan temprano cuando Martina siempre se burló de los ansiosos o apurados que llegan a primera hora y los enganchan para cubrir la ausencia de un jefe de mesa. A lo mejor pasó eso, a lo mejor la engancharon para alguna mesa. Pero si fuera así, ella lo habría llamado. Ella lo habría llamado, sí. El ya la llamó, varias veces, pero su mujer tiene el celular apagado. No dejó mensaje ni escribió texto porque en realidad no sabe qué decirle. Pero llamó, y ella lo tiene apagado. O fuera del área de cobertura, como dice la cinta.
Prende la tele, en todos los canales pasan imágenes de gente votando. En alguno aparece un candidato sonriendo mientras introduce el sobre en la urna. Es obvio que ese candidato se votó a sí mismo. Es obvio que todos saben a quién votó. Pero ante la pregunta del notero el candidato responde: “No puedo decir, sería voto cantado”. Y sonríe otra vez. Antes no tenía esos dientes, se los puso durante esta última campaña. Un estúpido, piensa él. Jamás lo votaría. Aunque ahora no sabe, ahora que buscó por toda la casa el DNI y que no lo encuentra, ya no sabe. Es más, quizá sí que lo vota. O mejor que eso, quizás una vez dentro del cuarto oscuro revisa las boletas y elige el candidato más corrupto, o el más ineficiente, o el más mentiroso, y vota a alguno de esos. Para que el país se vaya a la mierda, se convierta en un drama, y entonces el suyo, su propio drama, no sea más que una tonta anécdota en medio de tanta catástrofe.
La foto la encontró dentro de un sobre color amarillo patito. ¿Quién compra sobres amarillo patito? Y en ese sobre, con un trazo que él no conoce escrito con birome negra y en letra cursiva: “Martina”. Primero sólo lo corrió, hacia el fondo del cajón, en busca de su DNI. Pero después, cuando trajo el sobre hacia adelante para dejar las cosas de su mujer como las había encontrado –no porque quisiera ocultar que buscó allí si a él tampoco le hubiera importado que Martina abriera el cajón de su mesa de luz buscando algo perdido, sino por respeto al orden de que ella disfruta y que él no profesa– es que sintió, al tacto, que en ese sobre amarillo había una foto. Y una foto le dio curiosidad, una curiosidad vana, tonta, sin expectativa de grandes descubrimientos, sólo eso de decir: “Uy, una foto, a ver de cuándo es”. Entonces la sacó. Y la foto era de Martina, como decía el sobre. Martina escrito con birome negra en una letra cursiva que él no conoce. Martina desnuda, aunque sólo se la vea de los hombros hacia arriba, el resto lo tapa una sábana, el resto se adivina debajo de una sábana arrugada. Y un pezón que se asoma hacia un costado, debajo de un pliegue de la tela blanca que ella sostiene divertida mientras juega a que se tapa de esa foto que alguien le toma de imprevisto, que casi le roba. Pero ella no está enojada por el robo. Martina no está enojada. Ella sonríe, despeinada, debajo de la sábana, suave como su pezón. Y junto al cuerpo de ella, sobre la tela, una pierna. Gruesa, oscura, fuerte, llena de vello negro y largo. Una pierna de hombre. Y un pie grande, fibroso, de uñas prolijas. La pierna de un hombre desde la rodilla hacia abajo. La pierna izquierda de quien saca la foto. Ese que hace que Martina se ría, despeinada, bajo la sábana. El no sabe de quién es esa pierna, no la conoce, o no la reconoce al menos. Tal vez nunca lo sepa. O sí. Tal vez esa pierna y ese hombre estén algún día en su departamento, dentro de un tiempo, esperando que Lucio se despierte. Porque más allá de la circunstancia de un polvo al azar, ¿quién saca hoy una foto en papel?, ¿y quién guarda esa foto, que él no debería nunca haber visto, en su mesa de luz? El tiene amigos, compañeros de trabajo, que descubrieron fotos en los celulares de sus mujeres, en la computadora. Pero que se hayan descubierto cornudos en una foto de papel, no conoce a nadie. ¿Lo habrá hecho a propósito Martina? ¿Estará buscando que él se entere y por eso dejó la foto tan a mano? ¿Habrá ella misma, incluso, escondido su DNI para que él revise por toda la casa hasta encontrar ese sobre amarillo? ¿Estará ahora Martina, su mujer, con ese hombre, riendo juntos, después de haberse revolcado en esa misma u otra sábana blanca?
En la televisión, un locutor dice que ya votó el 30 por ciento del padrón electoral. El mira la hora en el celular y llama otra vez a Martina. Su celular sigue apagado o fuera del área de cobertura. No le va a creer. No le va a creer cuando ella entre y diga que no encontraba la mesa, o que la suya era la que tenía la cola más larga o que delante de ella votó una vieja que se tomó dos horas para decidir a quién elegir. No le va a creer, aunque sea cierto. Tampoco le va a mencionar el sobre, por ahora. Mucho menos le va a pedir explicaciones que no le hacen falta. Ni le va a pedir nombres. Ni fechas. Ni detalles. Si ella quería que él encontrara ese sobre y explotara el mundo, su mundo, el de ellos, él no le va a dar el gusto. La va a hacer sufrir. Sí, que sufra.
El sonido de las llaves en la puerta lo estremecen. Es Martina, quién si no. “Me tocó la peor mesa de todas, la más lenta, con cada una de nosotras se tomaban tres horas para buscar línea por línea con una regla en el padrón y tildar, insoportable.” “Y seguro que delante de vos había una vieja que tardó dos horas en votar.” Ella lo mira sin entender lo que supone un chiste. “No –dice–, una chica, joven, tan joven que debe ser la primera vez que vota. ¿Y Lucio?”, pregunta. “Duerme”, le contesta él. “¿Todavía?”, dice ella. El no responde. Ella mete la mano en el bolsillo del jean, saca su DNI y lo deja sobre la mesa. El lo agarra. Primero mira el sello, sí, su mujer votó. Después mira la foto. Estaba distinta, el pelo más largo y más claro, como descolorido por el sol. “¿Vas a ir a votar ahora o después de almorzar?”, pregunta ella. “No sé si voto –dice él–, no encuentro el documento.” “¡Qué raro! –se ríe ella–, ¿ves que sos un desbolado?” Pero él no completa, esta vez no. Entonces ella, aunque sin sospechar, se apura y dice: “Sí, ya sé, desbolado pero limpito”. Martina pone agua en la pava para hacerse un café. “¿Ya buscaste bien?”, le pregunta. El mira su espalda, los omóplatos que se dibujan debajo de la remera, el brazo que se agita para apagar el fósforo. “Sí –dice él–, busqué muy bien”, pero no da detalles. “¿Querés que busque yo?”, le pregunta ella mientras saca dos tazas del armario. “No hace falta, buscarías en los mismos lugares donde ya busqué.” “¿Cuándo fue la última vez que lo usaste?” “En la última elección supongo, nunca lo uso, llevo la cédula para que no se pierda.” “Parece que la previsión no funcionó”, dice Martina y lleva las dos tazas a la mesa. “Hay trámites para los que te piden el DNI, una escritura, renovar el pasaporte”, insiste su mujer. “No hice ninguna de las dos cosas”, contesta él. “Me moría por un café”, dice ella. El no dice nada, pero se sirve azúcar y revuelve, no sabe si lo va a tomar pero hace como si supiera. “El casamiento de Leo”, dice ella señalándolo con el dedo índice hacia adelante. “¿Qué pasa con el casamiento de Leo?”, pregunta él. “Que fuiste testigo del casamiento de Leo, ahí usaste el documento, te apuesto a que está en el bolsillo del saco azul”, dice y en el mismo momento en que termina la frase se levanta y mientras sale de la cocina completa: “Si vos no usás saco a menos que se case un amigo”. La mira desaparecer detrás del marco de la puerta. Siente que algo de él se lleva con ella cuando desaparece. A lo mejor hay una explicación, a lo mejor la foto era un chiste, un juego. O un montaje. A lo mejor él miró mal y eso que estaba junto al cuerpo de Martina no era una pierna. Tal vez le deba preguntar, tal vez ahora cuando ella regrese de su búsqueda él la encare y le pregunte por el sobre amarillo y por la foto, y por la pierna. Intenta tomar el café pero su cuerpo lo rechaza. Martina entra agitando su DNI en el aire. “Te dije, en el bolsillo del traje azul”, confirma orgullosa y deja el documento sobre la mesa. “¿Qué harías vos sin mí?”, le pregunta su mujer. “Qué haría sin vos, sí”, dice él y se le llenan los ojos de lágrimas. Pero ella no llega a darse cuenta porque en ese momento se oye la voz de Lucio que dice maaa y Martina sale disparada otra vez hacia los cuartos. “Voy, mi amor”, escucha que dice de camino, y no se lo dice a él, ni al de la sábana, ni a ningún otro hombre como ellos, sino a su hijo, al hijo de los dos. Martina vuelve con el chico en brazos, dándole besos en el cuello. “¿Por qué no vas ahora y te sacás el asunto de encima?”, le sugiere ella. “Sí –dice él–, mejor me saco el asunto de encima.” Agarra el DNI, le hace una caricia a Lucio, le da un beso en los labios a Martina y sale.
En la calle el sol de frente le molesta en los ojos. Le duele la cabeza, apenas, pero un dolor que conoce, un dolor que sabe pronto será más intenso. Es evidente que es un día distinto, los negocios están cerrados, hay menos autos y colectivos, la gente camina por la calle de otra manera: no van a cualquier sitio, tienen algo que hacer, algo que, aunque los entusiasme o los fastidie, los hace sentir protagonistas. La ciudad suena diferente, huele diferente. Y él, de camino a la escuela donde le toca votar, se decide por el candidato de la dentadura arreglada, que gane él y que reviente todo de una vez.
Este cuento está incluido en la antología Elecciones (Editorial Raíz de Dos), compilado por Federico Racca.
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