Dom 19.02.2012

VERANO12 • SUBNOTA  › HECTOR TIZON

Para un cuento de Borges

I

El hecho es, como todos recordamos, Dahlmann, luego de abordar el tren, recién salido de su convalecencia, intenta leer. Durante el viaje sintió que tal vez, con el tiempo, podría recuperar las esperanzas, a pesar de todo. “Mañana me levantaré en la estancia”, pensaba. Al cabo de los tediosos, deprimentes días en el hospital, pensó en Dorotea, que no dejó de pasar una tarde sin ir a verlo, desde un principio, cuando sólo podía sospecharla como un rostro incierto, difuminado por las brumas de la fiebre, sin oír su voz, a pesar de que ella, seguramente por el movimiento casi imperceptible de sus labios, como ocurre en los sueños, decía algo.

De todos los seres humanos sólo reconocemos la existencia de aquellos que amamos. Se habían conocido de niños, luego se distanciaron, y ahora su grave enfermedad los había reconciliado ¿Pero ella, de verdad, era la misma? Intimamente sabía que cuando uno pierde en una cosa, nunca, jamás, encuentra la misma cosa perdida. El vasto campo que entonces veía por la ventanilla era una llanura ininterrumpida. Mientras el tren se desplazaba, afuera todo se veía desaforado e íntimo, sin casas, sin sembradíos ni arboledas; sólo vio un toro a lo lejos. La soledad era perfecta, agresiva. El primer amor es lo único y verdadero, lo demás son repeticiones. Sólo nos enamoramos una vez, todos los otros son reflejos de esa primera, y ya no duelen ni significan tanto cuando llegan a marchitarse.

A pesar del tiempo transcurrido, y a pesar de haberla visto inerte y de una blancura desoladamente triste y dolorosamente en su ataúd cuando él apenas podía sostenerse de pie, aún no lo creía, y tampoco alcanzaba a comprender cómo podemos mantenernos impávidos, fríos y silentes ante el azar. ¿Cómo era posible? El señalado para una muerte segura por septicemia, confinado en aquel hospital, sin duda había sido él, pero el destino, que sí parece jugar a los dados, hizo que ella muriera, inexplicablemente atropellada en la calle al salir de la que debió haber sido la última de sus visitas.

En tal ensoñación estaba Dahlmann cuando el inspector de los boletos le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, anterior y remota. Advertencia que a él en ese momento le pareció impertinente. O sin importancia.

Cuando el tren se detuvo notó que estaba en medio de la pampa baldía, y que la estación era apenas un pequeño galpón, y allí alguien le indicó que tal vez en el único almacén cercano podrían ayudarlo a llegar a la estancia.

Dahlmann caminó dspacio hacia el lugar indicado. “Ya se había hundido el sol, cuenta Borges, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche.”

A poco andar –desde la pobre estación hasta el almacén mediarían no más de una docena de cuadras–, el leve viento trajo los acordes de un tango; seguramente en el boliche habría una victrola. Dahlmann, que era un lector omnívoro, cuya curiosidad semiótica iba desde Las Mil y Una Noches hasta El alma que canta, creyó reconocer la letra y los acordes de un tango de Troilo, aunque no pudo recordar el nombre; también, con grave felicidad, dice Borges, aspiraba el olor del trébol, en pleno campo.

De la letra del tango apenas si descifró unas palabras:

…y allí el silencio que mastica un pucho
dejando siempre la mirada a cuenta…

Le intensidad y la dirección del aire desleía o aclaraba la canción, hasta que estuvo más cerca y pudo notar que las paredes del almacén eran de color punzó maltratado por el tiempo, y que atados al palenque había unos caballos pacientes y ensillados.

Dahlmann habló brevemente con el patrón, que pareció asentir, y se acomodó en una mesa junto la ventana. El tango terminaba así:

Dicen que dicen que una noche zurda
con el cuchillo deshojó la espera…

Dahlmann pidió unas sardinas, un trozo de carne asada y un vidrio de vino tinto, mientras el tango aquel terminaba:

Y entonces solo, como flor de orilla,
largó el cansancio y se marchó por ella…

En el almacén, mortecinamente iluminado por un farol de querosén que colgaba de un travesaño, había algunos parroquianos más, tres o cuatro, sentados en una mesa.

El tango volvió a sonar porque uno de ellos lo puso en la victrola nuevamente, y la protesta de alguien se dejó oír:

–¡Che, otra vez!

–Sí, y qué –contestó otro, el que había puesto una vez más el disco. Tenía el sombrero calado casi hasta las orejas, era de rasgos achinados y torpes, de mediana estatura, erguido, y llevaba bien sus cincuenta años; su pago –Dahlmann después lo supo– había sido el bañado de Flores; con su cuchillo debajo del saco debía varias muertes, pero la más sentida, y seguramente la que le había creado un rencor consigo mismo y contra todos, fue la de aquel italiano, grandote y bonachón, dueño del almacén La Madrugada, a quien achuró a mansalva porque no le había traído la copa de ginebra, o tal vez porque sí nomás, porque andaba cabrero con la vida.

La música del tango había comenzado de nuevo cuando Dahlmann –cuenta Borges– sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre el mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.

Dahlmann hizo como si no se diera cuenta y trató de continuar con la lectura de Las Mil y Una Noches, “como para tapar la realidad”, explica Borges. Pero otra bolita hizo blanco en su cara. Ya no podía disimular la provocación ni quitarle importancia, y a pesar de los ruegos del patrón, se encaró con los peones exigiendo una explicación. El malevo del sombrero puesto y la cara achinada copó la parada y, sin más, lo injurió a los gritos. Borges cuenta que el matón jugaba a exagerar borracheras, y entre burlas y palabrotas sacó el cuchillo y retó a Dahlmann a pelear. El patrón, afligido, alcanzó a alegar que Dahlmann estaba desarmado, pero de inmediato un gaucho le alcanzó una daga desnuda, que fue a caer a los pies de Dahlmann; éste, al recogerla, sintió lo irremediable del gesto –su experiencia en estos duelos no pasaba de la vaga noción “de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro”– y, sintió también que se hacía cómplice de su propia muerte, no por lo que tuviera de dolorosa, sino de irreparable y definitivo.

“–Vamos saliendo –dijo el otro”, como jactándose en el convite. Se llamaba Henríquez, luego lo supo, patronímico que de por sí era una inconsciente bofetada. Algo le latía en la sangre, algo que lo exaltaba más que el vino y que lo había hecho ponerse de pie para la provocación. “Pituco del c…”, alcanzó a decir echando mano al cuchillo, ese que revoleó y abarajó en el aire ante los ojos de Dahlmann, tristes y súbitamente descreídos ya de cualquier actitud convencional que los salvara a todos del absurdo.

“No hay más caso”, pensó Dahlmann. Comprendió que no era posible vivir sin matar. Y en ese instante su coraje se evidenció como una llamarada. En ese momento intuyó que él, como todos, debía cumplir un deber asignado de antemano. Por esa razón ninguno de los dos escuchó al patrón cuando éste arguyó que Dahlmann estaba desarmado. Cada cual debía cumplir su papel. Asumir su parte. Fue en ese instante que escuchó el ruido seco del cuchillo que un comedido había tirado a sus pies. Dahlmann, con mano torpe, recogió la daga, empuñándola.

Este fue el primer acto.

¿Henríquez, después de tanto tiempo, lo había reconocido como a uno de los otros? (Dahlmann se inclinaba ahora para recoger el puñal que le habían alcanzado.) De aquellos otros cuyo estigma le escocía la sangre, de aquellos parientes del Enrique que en una noche no memorable pero remota lo había hecho bastardo en su madre.

Cuando lo vio puñal en mano dudó por un instante, pero enseguida cubrió esa duda con aquel “¡vamos saliendo!”.

Entonces ambos dejaron la luz del interior del boliche que había sido punzó pero que los años mejoraron, para ganar la otra luz, la de afuera y final…

Un perro oscuro y subrepticio se les adelantó al salir, y desapareció quejumbroso en la noche.

A diez pasos del rancho fue el duelo. Dahlmann quedó sorprendido cuando paró el primer golpe del compadrito. Y ni siquiera sintió la sangre en el antebrazo. Henríquez arremetió una segunda vez. Dahlmann lo paró de nuevo y por un instante, trabados, se miraron a los ojos, como en un paso de baile, intensa, entrañablemente. El compadrito tenía la cara bañada en sudor y lo escupió para calentar aquel combate frío, insensible, temeroso y sin odio que se desarrollaba rápidamente igual que un rito ineludible o una sentencia; e inmediatamente, accionando con la izquierda para separarse, describió el golpe con la derecha, pero ya Dahlmann le había entrado al medio, y éste sintió cómo el otro se arqueaba hacia adelante con el impacto de la hoja, que se hundió tibia, una vez más, por encima del cinturón.

Henríquez cayó de rodillas instantes después que el puñal, llevándose ambas manos al estómago, a los pies de Dahlmann, que todavía lo esperaba. En ese momento salió el bolichero con un farol en la mano, e iluminando la cara del compadrito que yacía contra el suelo con los ojos abiertos, se los cerró.

Entonces Dahlmann, intuyendo quizá que se había convertido en el frío e involuntario ejecutor del destino del otro, levantando la mirada, observó el horizonte abierto y tenebroso de la pampa, y comprendió que a partir de ese momento regresaba, él también, quizá para renacer.

II

Cuando el malevo cayó a sus pies, Dahlmann, todavía con el cuchillo en la mano, ni se dio cuenta al principio de que el que cerraba los ojos al muerto le estaba diciendo: “Bueno, hombre, no se aflija tanto, que él se la buscó”, y tampoco vio que los otros parroquianos asentían.

–Váyase tranquilo nomás –ahora oyó claramente al bolichero–. El quería matarlo.

Y Dahlmann pensó que quizá lo había hecho.

–Puede irse a caballo hasta la estancia. Tome uno de los míos, que yo después lo mandaré a buscar –dijo el patrón, condescendiente.

Per él, guardando el puñal con la hoja todavía húmeda en la cintura, prefirió caminar.

Y ya casi amaneciendo, llegó a las casas.

III

Jamás, ni inmediatamente después ni hasta ahora había escuchado comentario alguno de lo que ocurrió en el boliche, y así todo el episodio quedó en vaga, confusa pesadilla, a punto de parecerle que nunca había sucedido.

Pasó el tiempo –nadie podrá saber cuánto–, mientras su vida se consumía inútilmente.

Dahlmann había llegado al estado en que, de lectores omnívoros, nos convertimos en relectores contumaces de aquellos pocos libros a los que guardamos una fidelidad hecha de complicidades, admiración, y de nostalgia por el asombro perdido y reencontrado; un poco de Tucídides y otro de Cicerón, algo de Séneca y de Agustín; de Conrad y del London de Alaska.

Pero no podía olvidar a Dorotea ni en la vigilia ni en el sueño, y su recuerdo le alteraba los días, porque la muerte de un ser amado nos priva a la vez de porvenir y de pasado.

En la casa sólo había una sirvienta vieja y silenciosa, a quien la vida le había enseñado a callar, y que a las cinco de la tarde le alcanzaba la bandeja del té. ¿Cómo es posible que cuando hemos perdido todo lo que amamos sintamos la necesidad de tomar una taza de té?

Había leído que si se suprime la vista, el trato y contacto permanente, se desvanece la pasión amorosa; pero eso le parecía un consuelo pueril.

Llegó el otoño y con él los atardeceres abreviados.

¡Es que acaso debemos llorar sin mesura? Nada vuelve, en el mundo.

Cuando el sol ya pálido se ocultaba, salía a la galería y pasaba largo tiempo apoyado en la balaustrada. Al contemplar las estrellas, ellas nos confirman la insignificancia de nuestro destino, la luna sigue donde está, alumbrando apenas sobre los cementerios desaparecidos. Balbuceó imperceptiblemente la palabra amor. La muerte del otro nos afecta más que la propia. “Nos encontramos con la muerte en el rostro de los demás.”

Esa noche no durmió porque ya estaba decidido y no soportaba más deshojar la espera. Buscó el puñal, que había conservado como un sangriento fetiche cargado de poder, como si debiese cumplir acabadamente con su destino ciego y rencoroso. No había olvidado la última página de Fuego en Casabindo, una oscura novela de provincias, pero no pudo o no supo colocar el cuchillo, asegurándolo. Entonces, agarrándolo con ambas manos, de pie, se lo clavó en las entrañas y fue cayendo pesadamente de rodillas. Y en ese instante acaso alcanzó a ver el rictus de la boca del malevo surcada por el bigote ralo, achinado, la luz amarillenta y tambaleante de un farol y, al final, el estupor en los ojos, la última mirada ya sin brillo ni asombro ni sorpresas, como la pampa, como la suya propia, ahora en que él también dejaba de ver.

Usted lo dijo, Borges, el hombre dura menos que la liviana melodía.

Nota madre

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