Mar 12.02.2013

VERANO12 • SUBNOTA  › DIEGO FISCHERMAN

El piano vertical

En el baúl estaban las cañas que no utilizaríamos. Junto a ellas, las boyas coloradas para pescar lisas, los señuelos para tarariras y, repartida entre los dos bolsos y envuelta entre pulóveres de la manera más prolija posible, la dinamita.

Santiago me había llamado por teléfono el día anterior al mediodía.

–Necesito mostrarte algo –me había dicho, sin darme demasiadas explicaciones.

Le pregunté de qué se trataba y me dijo que después me contaría. En esa época no se decían demasiadas cosas por teléfono, así que le dije que cuando me desocupara iría para su casa.

Pensé que se trataría de alguno de sus proyectos nuevos. Santiago dibujaba muy bien; se había recibido de arquitecto y nunca entendí muy bien cómo fue que terminó trabajando en Gas del Estado. Pero seguía dibujando y nunca dejaba de pensar que por ahí algún día podría dedicarse a eso. Ilustrar algún libro para chicos, decía, o hacer historietas.

No era raro, en ese entonces, que se entusiasmara con algo que había hecho y me llamara para que lo viera. Esas veces su tono era siempre de urgencia. Una vez que Susana ya había visto lo que él acababa de hacer, necesitaba que otro más lo viera y en general me llamaba a mí. Si por algún motivo yo no podía ir o tardaba más que lo que él había previsto, se ofendía y, aunque no decía nada, no explicaba por qué ni era capaz de decir francamente qué era lo que le había molestado; el resentimiento podía durarle varios días.

Ibamos en su auto, un Peugeot 404 del ‘68. Teníamos la radio prendida y sonaba algo que supongo que eran los Bee Gees. Casi no hablábamos y tanto él, que manejaba, como yo, teníamos los ojos fijos en la fracción de la línea de rayas blancas que separaba los dos carriles de la ruta, iluminada por las luces del auto. No había prácticamente nada de tránsito en contra.

Hacía bastante frío, aunque no tanto como en los días anteriores, y el cielo estaba estrellado. A medida que nos alejábamos de la ciudad, se veían más estrellas y el aire que entraba por su ventanilla abierta parecía más transparente y filoso.

Conocía a Santiago desde segundo grado. Ibamos a la Escuela Primera Junta, que nunca supe si se llamaba así por la Junta de Mayo, porque estaba a dos cuadras de Primera Junta o por las dos cosas a la vez. En sexto grado, como la escuela se estaba cayendo a pedazos y tuvieron que arreglar la mitad de las aulas, para que entráramos todos los alumnos hicieron tres turnos. A nosotros nos tocó el turno intermedio, de once de la mañana a dos de la tarde. Me parece que fue en ese momento que nos hicimos más amigos. Vivíamos a dos cuadras uno del otro, casi siempre nos encontrábamos a la ida y, en ese año en que ya íbamos solos, volvíamos juntos. A las diez era muy temprano para almorzar, así que comíamos a la salida, en su casa o en la mía y, a veces, cuando nos daban plata, en una pizzería. A ninguno de los dos nos gustaba demasiado el fútbol y después de comer, en lugar de ir al baldío con nuestros compañeros, hacíamos los deberes lo más rápido que podíamos y casi siempre nos quedábamos armando planeadores de madera balsa o conversando.

La secundaria la habíamos hecho en el Urquiza de Flores. El iba a ser dibujante y yo actor, pero después él siguió arquitectura y yo hice el profesorado de geografía. El se casó con Susana en junio de 1970. La había conocido en un ensayo al que me había acompañado, dos años antes, cuando estábamos haciendo Nuestro Pueblo, de Wilder, con un grupo que yo había armado con gente del profesorado.

–¿Y las nenas? –le pregunté mientras encendía un cigarrillo y el auto pasaba a un camión iluminado como un árbol de Navidad en la parte trasera.

–Están con mis suegros. Susana va ir a buscarlas mañana.

–¿No convendría que ella también se quedara allí hasta que volviéramos?

–Puede ser, pero nos pareció mejor alterar lo menos posible la rutina.

–¿Ellas se dieron cuenta?

–Sí, claro. Violeta todavía es chica, pero Julia sabía perfectamente de qué se trataba. Es igual a la que aparece en los dibujitos animados.

–¿Y vos qué les dijiste?

–Nada, la verdad, más o menos. Que alguien había guardado eso en el piano, que había que tirarla y que era importante que nadie se enterara.

–No creo que se lo cuenten a nadie.

–Espero, y si lo cuentan espero que no les crean. Yo no lo creería.

–Yo tampoco –dije y me sonreí mientras me acordaba del momento en que Santiago me lo había contado, sentados en el living de su casa, con el piano nuevo ocupando la pared donde antes estaba el bargueño.

Susana, en la época en que la había conocido, estudiaba antropología. Tenía unos diecinueve años y lo que primero llamaba la atención de ella era el tamaño de sus ojos oscurísimos. Era sumamente menuda –en realidad aún seguía siéndolo– y usaba el pelo muy corto, un poco como se veía en algunas actrices de películas francesas. Era la hermana de un compañero mío del profesorado y me la había cruzado un par de veces en su casa, alguna vez en que nos habíamos juntado a estudiar. Fue, también, una de las primeras que se incorporó al grupo de teatro y, en realidad, la única que no estudiaba con nosotros. Casi no hablaba y tenía una manera especial de mirar, desde abajo y como si espiara. Después de los ensayos, que hacíamos en el salón de actos del Acosta, donde estudiábamos, nos íbamos todos juntos a un bar que había en Rivadavia y Urquiza, y ahí comíamos un sandwich o algo parecido. Casi siempre, yo me sentaba al lado de ella y conmigo era uno de los pocos con los que conversaba. “Cómo me pesás, pobre cabeza”, recuerdo que decía en la obra y, cuando lo hacía, se tomaba la nuca en lugar de la frente, que hubiera sido lo más esperable, y levantaba los ojos hacia mí.

Su hermano solía sentarse en el otro extremo de la mesa, como si quisiera demostrar que en ese ámbito no los unía ningún lazo en especial. Después sabría que la relación entre ellos era especialmente complicada y que, para él, el hecho de que Susana se hubiera incorporado a un ambiente que hasta ese momento le pertenecía con exclusividad, era vivido como una especie de afrenta.

En una de esas reuniones en el café, después del ensayo al que había ido Santiago, fue cuando me di cuenta de que ella llegaría a casarse con él. Simplemente por la manera de mirar hacia otro lado mientras trataba de que su pregunta acerca de si era amigo mío pareciera desinteresada. Al fin y al cabo, yo creía que era actor y me la pasaba tratando de detectar signos ocultos en los gestos de otros para catalogarlos mentalmente e incluirlos en mi galería de posibilidades.

Santiago volvió a ir al ensayo siguiente y, esa vez, él también vino al café. Se sentó enfrente de Susana; al principio charlaba conmigo, ignorándola o casi, y después empezó a preguntarle cosas acerca de ella como actriz. Cómo incluía las experiencias de su vida en la composición que hacía del personaje, si ella había sufrido tanto como se traslucía en la profundidad de su actuación. Nunca supe si lo que decía era cierto o si se trataba de una calculada batería de recursos de seducción, pero bastaba ver la atención y el brillo en los ojos de Susana para saber que ella le creía.

Cuando llegué a su departamento, más o menos una hora después de su llamado, lo primero que vi fue, efectivamente, el piano. Conocía esa casa desde hacía ocho años y cualquier cambio me hubiera resultado igualmente llamativo. Pensé, primero, que ése era el motivo por el cual Santiago me había llamado. Y en algún sentido, lo era. Al piano lo habían subido por escalera, me contaba mientras Susana preparaba café y las chicas jugaban en su dormitorio. Había preferido ni mirar, decía. Le alcanzaban los ruidos del instrumento, todo forrado con frazadas, golpeando cada tanto contra las paredes mientras los tipos que lo subían gritaban cosas como “No, pará, cuidado, así no que se nos va”. Santiago imitaba las voces de los mudadores y lo hacía con bastante gracia. El piano, me contó, se lo había comprado a un conocido pensando en un regalo para las nenas. Era un piano vertical alemán, bastante bien cuidado, y según le había dicho la persona que se lo vendió, lo había dejado su hermano cuando se fue a Europa. A Santiago no se le ocurrió probarlo; en realidad daba por descontado que debería hacerle algún arreglo y, por el precio, no importaba demasiado si no estaba en condiciones óptimas. Lo que no esperaba era que no sonara en absoluto.

Cuando los mudadores finalmente lo dejaron en el lugar del living que le había destinado, dejó que fuera Julia la que tuviera el honor de tocarlo por primera vez. Ella puso sus manitos en el teclado, empezó primero a bajar de a un dedo por vez y luego a golpear las teclas con fuerza. Y no pasaba nada. El piano no tenía sonido. Entonces Santiago llamó a Susana, le dijo algo así como “me parece que nos estafaron”, fue hasta el instrumento, se agachó y le sacó la tapa. Adentro, junto a las cuerdas, había tres paquetes envueltos con papel y trapos. Los sacó de a uno y los desenvolvió. En uno de ellos había un montón de El Descamisado, calculó que todos los números del último año en que había salido. Los otros dos paquetes eran de dinamita. Intentaron que Julia y Violeta se fueran para su pieza pero no lo lograron; las nenas estaban excitadísimas y sobre todo la mayor se entusiasmaba con la idea de que veía “dinamita verdadera, personalmente, por primera vez”.

Parte de la historia, la principal, me la contó esa noche. Lo demás se fue completando mientras viajábamos en el auto. El motor hacía un ruido regular, que parecía más un carraspeo constante que un zumbido; la radio seguía prendida; los dos fumábamos casi permanentemente y el cenicero que estaba junto a la palanca de cambios iba llenándose de los restos apagados. Habíamos llevado un termo con café y unos vasos de papel que habían sobrado del cumpleaños de Violeta, para poder tomar algo sin tener que parar ni bajarnos del auto. De todas maneras, debería ser un viaje corto. Ciento cincuenta y seis kilómetros hasta Lezama y después, por la ruta que iba a Pila, en una zona de estancias que yo conocía bastante bien, hasta encontrarnos con el río Salado en la parte de su recorrido en que va de norte a sur.

Sin exceder el límite de velocidad permitido, todo el asunto no tendría que llevarnos más de tres horas. Habíamos discutido bastante acerca de qué era menos peligroso, si volver enseguida, con el riesgo de que un policía de la caminera recordara el auto y le resultara sospechoso que pasara de vuelta, o esperar en algún lugar reparado, adentro del auto, hasta que se hiciera de día. Lo que decidimos fue, finalmente, que si no veíamos ningún policía a la ida, volveríamos enseguida y, si nos llegaban a parar, diríamos que yo era médico y había ido a atender un parto en el puesto de una estancia cerca de Pila. “Los cardos” era el nombre que le habíamos inventado. En ese caso, explicaríamos que las cañas estaban allí desde el fin de semana, en que habíamos ido a pescar a Monte. En cambio, si creíamos que algún policía había prestado atención al auto, seguiríamos hasta Gral. Belgrano y pasaríamos el resto de la noche en algún hotel, iríamos efectivamente a pescar por la mañana y no volveríamos hasta la tarde. Las posibilidades de que la caminera nos parara y revisara el baúl del coche, o de que desconfiaran acerca de por qué un médico iría a atender un parto en una estancia de Pila, acompañado, en un auto con chapa de Capital y sin los instrumentos necesarios, no habían sido siquiera mencionadas, aunque por ahí eran las únicas en las que realmente pensábamos.

En la secundaria, Santiago era un experto copiándose, cosa que yo nunca pude hacer bien por culpa de mi vista. En los exámenes cuatrimestrales de física y de matemática él, además de hacer su prueba, me pasaba las fórmulas a mí y, a veces, cambiábamos de hoja y él, directamente, las anotaba en la mía. Podía imitar casi perfectamente mi letra, y otra de sus habilidades era la falsificación con exactitud de cualquier firma que pudiera mirar durante un rato, lo que resultó sumamente útil cuando estábamos en cuarto y quinto año, en que tomamos la costumbre de, por lo menos una vez por semana, encontrarnos en un bar de la avenida Rivadavia y, a la hora de entrar al colegio, desayunar tranquilamente con medialunas y después irnos a jugar al billar. Santiago firmaba los boletines de inasistencias de los dos. A cambio, yo le prestaba todos los discos de jazz que me compraba y él los grababa en un aparato inmenso, con dos gigantescos carretes de cinta, que le había regalado el padre cuando cumplió quince años.

El casamiento con Susana fue triste. Ellos, y yo también, en esa época estábamos en contra de las fiestas y de cualquier clase de ceremonia. La reunión se hizo en la casa de los padres de ella, cerca del Parque Chacabuco. Vino y empanadas y algunos amigos que tocaban la guitarra mientras cantábamos folklore. Seguía charlando mucho con Susana y era común que fuera a visitarlos a su departamento, en un segundo piso al que se subía por escalera, y nos quedáramos conversando durante horas mientras esperábamos que Santiago volviera del trabajo o de alguna reunión.

Nuestra relación recién cambió cuando nació la primera de las nenas. Nunca supe, a pesar de todo lo que ella me contaba, si efectivamente estaba enamorada de Santiago.

Lo que estuvo claro, en cambio, es que ser madre le cambiaría la vida. En un sentido es como si a partir de ese momento ella se hubiera opacado; como si hubiera perdido algo de la energía que tenía. En otro, ya durante el embarazo, se la notaba mucho más segura. No parecía necesitar más de nuestras conversaciones, pero tampoco de Santiago. Si yo llegaba más temprano que él, ella me dejaba solo, me decía que leyera o mirara televisión mientras esperaba, argumentando que tenía cosas que hacer. Cuando Santiago llegaba, ella se quedaba un rato con nosotros y después se iba a dormir.

La semana anterior habíamos estado en su casa viendo los últimos partidos del Mundial. Susana se quejaba de que el ruido de la gente en la calle no iba a dejar dormir a las nenas. Ahora, mientras el auto pasaba por la zona de Chascomús disminuyendo la velocidad y las luces de los paradores de la ruta nos iluminaban las caras de manera intermitente, yo servía café en dos vasitos y le acercaba uno de ellos a Santiago, que lo tomó con la mano derecha sujetando el volante con la otra.

–¿Te acordás de Battagliese? –preguntó él.

–Más o menos.

–El otro día me lo encontré por la calle. Está igual. Lo hubiera reconocido en cualquier lado, pero él me reconoció a mí.

–¿A qué se dedica?

–Es contador, creo. Me dijo, pero la verdad que no le presté atención. En realidad nos dedicamos a recordar anécdotas.

–¿Cuáles?

–¿Te acordás cuando atamos el escritorio con la correa de la persiana antes de que entrara la de inglés y lo soltamos de golpe cuando se fue a sentar?

–Pobre, era una buena tipa.

–Más bien. Por eso le hacíamos esas cosas. Porque la queríamos.

–El que estaba enamorado de ella era Daniel.

–Y era el que más quilombo hacía.

La línea blanca intermitente de la ruta iba deslizándose al costado del auto. Habíamos apagado la radio y el único ruido, cuando parábamos de hablar, era el del motor. Los paquetes con los periódicos, me contó, los había quemado hoja por hoja, durante más de una hora, en la boca del incinerador.

–¿Susana estaba asustada? –le pregunté.

–No sé, con ella nunca se sabe. Supongo que sí, pero no dijo nada. Lo único que dijo fue que te pidiera ayuda a vos.

No vimos policías. En la estación de servicio de Lezama no había nadie. Ni siquiera tenía una luz encendida en la oficina. Allí doblamos y, por el camino desierto, iluminado tan sólo en donde lo alcanzaban los faros del auto, cruzamos el puente sobre el río. Bajamos la velocidad y, en el primer camino vecinal, doblamos hacia el norte.

Las ruedas rebotaban sobre el camino de tierra, paralelo al río. Tomamos una bajada hacia un playón en el que podían distinguirse algunos botes atados a postes de la orilla. Las luces del auto enfocaban hasta la ribera de enfrente.

–Dejá el motor en marcha –dije.

–¿Te parece?

–Mejor salir rápido.

–Igual primero tengo que apagarlo para poder abrir el baúl.

Santiago apagó las luces y sacó las llaves. Bajamos cada uno por su lado y fuimos hacia atrás. Santiago abrió el baúl y sacamos la dinamita de los bolsos, aunque sin desenvolverla.

–¿No flotará?

–No creo –me contestó–, y en cualquier caso lo que podemos hacer es meterle unas piedras a cada paquete.

–Hagámoslo rápido.

Llevamos, cada uno, uno de los bultos envueltos en frazadas y bajamos la pequeña barranca que llevaba al río. Se oía el agua desplazarse por la corriente y el suave chapoteo del oleaje minúsculo contra el barro de la orilla mientras, los dos en cuclillas sobre las frazadas, metíamos adentro de cada paquete, entre los cartuchos, todas las piedras que permitían los elásticos que sostenían la dinamita. Nos paramos y, después de mirarnos, tiramos los paquetes al agua. Las estrellas se reflejaban en la superficie que se alteró, como rompiéndose en pedazos, con los chasquidos casi simultáneos de los dos bultos cayendo al río. Una nutria pasaba nadando, con el hocico fuera del agua, cuando, después de flotar un instante, la dinamita se hundía en el agua. Guardamos las frazadas en los bolsos, subimos la barranca y metimos los bolsos de nuevo en el baúl. Habría que avisarle a Susana que ya todo está listo, pensé yo mientras subíamos al auto y Santiago ponía el motor en marcha.

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