Jue 28.02.2013

VERANO12 • SUBNOTA  › JUAN IGNACIO BOIDO

Todos tienen algo con su nombre

Esta es la historia de un chico que sube todos los días a la biblioteca del colegio. A veces, camina entre los libros y recorre los estantes, que empieza a conocer de memoria; otras, ya sabe qué libro busca y se sienta a leer cerca de la estufa sobre la ventana.

El colegio es un edificio antiguo y la biblioteca, en el segundo piso, ocupa una serie de habitaciones donde alguna vez durmieron los pupilos. El orden de los libros responde, convencionalmente, a las diferentes materias: historia, geografía, manuales ilustrados que alguna vez sirvieron por igual a las clases de ciencia y a las de dibujo. Hay enciclopedias, novelas de aventuras, policiales, best-sellers de espías: los libros son, también, como las capas geológicas del colegio. Con los años se han ido acumulando, ocupando los diferentes cuartos y probablemente ni siquiera la bibliotecaria, una señora tan antigua como el colegio, sabe exactamente qué libros hay.

Un día, en uno de esos cuartos, un cuarto minúsculo en la otra punta de la entrada, repleto de libros que nadie lee hace años, libros viejos que alguna vez vivieron en la biblioteca del fundador del colegio, el chico encuentra uno que nunca había visto, un libro de tapas azules y letras plateadas en el lomo, un libro parecido a un animal pequeño, a una de esas especies exóticas que todavía aparecen en lo profundo del Amazonas o en el fondo del mar.

Apenas lo abre, se siente hipnóticamente atraído. Lee con voracidad, no puede dejar de leer. Es un libro de guerra, de guerra antigua. Empieza con la historia de Gengis Khan arrasando el norte de China hasta la Mesopotamia. En cada aldea por la que pasa, el ejército acata la orden de asesinar a todos los niños para que en el futuro no exista memoria viva de la guerra. La idea de Gengis Khan es crear un imperio en el que nadie recuerde un mundo que no estuviera gobernado por Gengis Khan. Años después, el protagonista del libro, un chico de 13 años, se pierde un día en un bosque del norte de China y encuentra el lugar al que va la memoria perdida. Un lugar en el que se juntan los recuerdos que ya nadie recuerda: los recuerdos de un mundo en el que no gobernaba Gengis Khan. Esos recuerdos que nadie recuerda son, finalmente, el libro que ese chico termina escribiendo, el libro que este otro chico está leyendo.

Aunque la biblioteca permite retirar libros registrándose en el escritorio de la entrada, él habitualmente los lee ahí mismo. Pero éste no: éste se lo lleva. Tampoco lo registra: piensa en devolverlo, pero también piensa en leerlo a solas, sin que nadie, ni siquiera una tarjeta con su nombre, sepa que lo está leyendo. Así de poderosa es la fuerza que lo une al libro.

Esa noche termina de leerlo en la cama.

Al día siguiente, vuelve a la biblioteca. Piensa en quedarse con el libro, pero también piensa que es mucho mejor dejarlo en ese cuarto minúsculo al que nadie entra. Como esconder un tesoro a la vista de todos. Ahí va a estar cada vez que vaya, ahí va a estar cada vez que quiera. Además, pasa más tiempo en el colegio que en su casa. Sólo se lo va a robar, piensa, cuando termine el colegio o cuando encuentre alguien a quien mostrárselo.

Entra a la biblioteca, la atraviesa y llega hasta el cuarto. Todo está exactamente igual al día anterior: los libros intactos, el olor a madera, el crujido del piso, el silencio suspendido en el aire. Si hay algo que le gusta de ese lugar es quedarse quieto, atento, esperando el instante en que se empieza a oír el zumbido del silencio profundo que viene de lejos, como el silbato de un tren que nunca termina de pasar.

Pero esta vez el sonido no llega. Nada perfora el silencio. De a poco, el silencio se vuelve más espeso, más oscuro, más submarino. Y de a poco, en esa oscuridad, empieza a distinguir, como especies de las profundidades que salen a su encuentro, las formas difusas de personas y lugares que no conoce. Le lleva un segundo de regocijo y éxtasis darse cuenta de que son, también ellos, recuerdos perdidos, recuerdos de los que nadie se acuerda.

Desde ese día, vuelve todos los días: cada recreo sube a la biblioteca, entra a ese cuarto al que nadie entra, lleno de libros que ya nadie lee, y ve cómo, de a poco, empiezan a aparecer los recuerdos que nadie quiere. Los conoce, habla con ellos, se entera de historias enterradas, conoce a padres que se fueron, escucha secretos que vencieron. A veces sólo los acomoda. Otras, los escucha y los vuelve a dejar donde estaban, porque no los entiende. Pero siempre vuelve: pasa el tiempo ahí, y el resto del tiempo espera para volver. Así, día a día, ese lugar se convierte en el centro de su vida. Pero también sabe que esos recuerdos no pueden ser su vida: esos recuerdos son de otros. Y justamente por eso, al cabo de uno o dos años, el chico crece y no tiene miedo de dejarlos un rato sin perderlos. Lentamente su vida empieza a ocuparse de cosas nuevas: empieza a salir, usa los recreos para hablar de otras cosas; ya no les tiene miedo a los más grandes porque de a poco se va convirtiendo él mismo en los más grandes, baja al patio, piensa en fiestas. Un día, después de semanas sin subir, se da cuenta de que fue así, justamente, como todos sus dueños los olvidaron. El se jura no olvidarlos.

En una de esas fiestas en las que tanto piensa, conoce a una chica. Se enamora, cree enamorarse. Siente que está dispuesto a cualquier cosa por ella. Pero pasa lo que pasa tantas veces: ella no lo quiere igual, no lo quiere como él la quiere. No te quiero así, le dice. Somos chicos. Si nos queremos así ahora, nos vamos a terminar separando. Vamos a crecer, vamos a conocer a otra gente, y nos vamos a olvidar. En cambio, si seguimos siendo amigos, nos vamos a seguir viendo, y cuando seamos más grandes, vamos a estar juntos para no separarnos nunca. El le cree. Se hacen amigos. Hablan por teléfono. Se hacen regalos para los cumpleaños, se ven cada tanto. Se cuentan sus problemas, aunque no se cuentan nada que tenga que ver con otros: ella, porque lo quiere; él, porque para él no hay otra. Incluso va a la casa de ella, a veces lo invitan a comer; las hermanas mayores lo tratan bien, hasta puede ver en ellas, en el modo en que lo miran, en que le hablan, que ellas también están esperando el día en que se pongan de novios. Y la esperanza de ellas se convierte en su certeza: él sabe que sólo tiene que esperar a que ese día llegue.

Una noche de ésas en que él la va a visitar, ella está triste, y en el living, los dos solos, se larga a llorar. El la abraza. Ella se acurruca sobre su cuerpo. Llora, pero de a poco, su llanto se serena, como si la respiración de él fuera un mar manso sobre el que ella descubre que puede flotar. El le pregunta qué le pasa. Entonces ella, con una voz que él no le escuchó nunca en todo ese tiempo, le habla de la madre: le dice que la extraña. El sabe algo: la madre murió cuando ella nació. Ella le mostró una foto de su mamá embarazada y le dijo: Es la única foto que tenemos juntas. Pero ahora le dice que la extraña. El no se anima a decirle que la entiende, que entiende que ella querría tener una madre, y a lo mejor por eso siente que la extraña, pero que es difícil extrañar a alguien que uno no conoció. No se anima a decírselo. No sabe si es verdad. No la quiere consolar con mentiras. Pero es como si ella lo escuchara: La extraño, ¿entendés?, le dice ella con la cabeza hundida en su pulóver. Mi mamá se murió cuando nací. El otro día fui a ver al médico que me hizo nacer, y ¿sabés qué me dijo? Me dijo que ella me conoció y que yo la conocí a ella. Cuando nací, mi mamá me vio, me tuvo en sus brazos, llegó a verme y a darme un beso. Después tuvo una infección, quedó inconsciente, a mí me llevaron a la incubadora y ella se murió. Pero llegó a verme, ¿entendés? El le acaricia el pelo. Ella sigue: La semana que viene es mi cumpleaños, y estoy cansada de ver el esfuerzo que hacen mis hermanas cada cumpleaños por no sentir que es culpa mía que ellas no tengan mamá. Por eso fui a ver al médico, por eso la extraño, porque me están convenciendo de que fue mi culpa.

Esa noche ella se duerme. El la lleva a la cama y se va a su casa. Sabe que no puede hablar de esto con nadie. Camina. Aunque son pocas cuadras hasta el departamento donde vive con sus padres, da vueltas. Mira a la gente más grande que anda por la calle a esa hora: no sabe bien ni a dónde van ni de dónde vienen. Parecen personas que se salieron de sus vidas por un rato. Personas que se escaparon del recuerdo de otras. ¿Quién se acordará de ellos en ese momento? ¿De quién se estarán acordando ellos? Entonces se acuerda del cuarto en la biblioteca del colegio: el cuarto de los recuerdos olvidados. Puede ser que ahí esté el recuerdo de ella en brazos de su madre. Se propone llevarla. Al día siguiente hablan, pero él no le dice nada. Quiere pensar bien cómo hacerla entrar a su colegio sin que nadie los vea. Quedan en verse el sábado a la tarde. Entonces, cuando se encuentran, le cuenta. Ella le cree. El tiene un plan: los lunes, la bibliotecaria se va más temprano, casi todos están en el campo de deportes y él puede decir que se tiene que quedar preparando algo para la revista del colegio. Ella puede ser de la revista de otro colegio que viene a ayudar. Sólo le tienen que mentir al portero, y él no es de los alumnos sospechosos. El le explica el plan casi con alegría. Está feliz de poder ayudarla. Hace dos años que se conocen y está cada vez más seguro de lo enamorados que están. Ese lunes ella va hasta el colegio. El la espera en la puerta. El portero no está, y un minuto después están en la biblioteca. Se siente un ladrón en la bóveda de un banco. La bóveda de un banco que el día anterior visitó como cliente. Los libros tapizan las paredes como cajas de seguridad. Atraviesa la sala. Ella lo sigue y, cuando llegan al otro lado, él le muestra la entrada al cuarto. De repente, ahí parado, por primera vez piensa en que a lo mejor no todos pueden ver los recuerdos olvidados. El los está viendo, los tiene delante. Ella está por entrar y él siente pánico. Se da vuelta para mirarla, para explicarle, para decirle algo, pero la cara de ella le dice todo: está radiante, ella también los ve.

Sin mirarlo, pero conectados por un lenguaje único que sólo ellos conocen, como él siempre creyó que iban a estar, ella le pregunta: “¿Dónde está?” El sabe que ella habla del recuerdo de su nacimiento. Pero él le dice: No sé, no lo quise buscar. Ella sonríe y él siente que esa sonrisa es un milagro en ese lugar, porque es algo que él nunca va a olvidar. Siente que ella finalmente es suya, que puede hacerla feliz. Pero antes, ella necesita estar en paz. Te espero afuera, le dice él, y mientras sale la ve avanzar, con los ojos en otra parte, una sonrisa que no es de este mundo, un resplandor que sólo los santos conocen.

Nunca más hablaron del tema. Salir del colegio fue todavía más fácil que entrar. Y aunque tuvo que pasar más de un año después de ese día, antes de terminar el colegio se pusieron de novios. Ese fin de año hubieran podido hacer estallar todos los fuegos artificiales del mundo. No se despegaban ni un segundo y cada vez que se reían el mundo desaparecía. Pero aunque en sus corazones latía la fuerza de estar viviendo finalmente la vida que querían, a veces, apenas se permitían preguntarse si ese destino no los habría alcanzado demasiado temprano. Disfrutaban, bailaban, se amaban, pero empezaron también a tener los mismos problemas que todos. Ella recibía insinuaciones e invitaciones de chicos más grandes; él, alerta y a veces consciente, no sabía cómo defenderla. El amor era el mismo, pero se les escurría. Hasta que un día, como todos, se separaron. Al principio estuvieron de acuerdo en dejar de hablar, pero al poco tiempo ya hacían esfuerzos enormes por no hablarse. Se llamaban para los cumpleaños, se veían cada tanto. Ninguno de los dos mencionaba a otros. Alguna vez intentaron salir, pero llegaban siempre a la misma conclusión: no estaban listos. Sin decirlo, los dos pensaban que más adelante, cuando fueran más grandes, volverían a estar juntos, esta vez no demasiado temprano. Cada vez que alguno de los dos se ponía de novio, dejaban de hablarse. Y así pasaba el tiempo. En los cumpleaños, a veces, uno era una voz en el contestador del otro. Otras veces hasta tenían la sensación de haberse perdido la pista. Pero eso sólo hacía más fuerte el sentimiento de que sus vidas no estaban en sus manos.

Un día, él se fue a vivir solo. Puso todas las cartas y fotos de ella en una caja: ése era su cuarto de los recuerdos. Y el tiempo siguió pasando. Pasó, incluso, el año en que la televisión puso de moda el nombre de ella. Tuvo algunas novias, las quiso mucho, pero en el fondo de su corazón, sólo esperaba el día de volverla a ver, de volver con ella.

Un año, la llamó para su cumpleaños. El hombre que lo atendió le dijo que ella no vivía más ahí. Ni siquiera eso le hizo perder la tranquilidad: sabía que en algún momento ella lo llamaría. Pero unos días después, sin imaginarse que las cosas guardaban relación, mientras pasaba cerca del colegio, decidió entrar. Todo había cambiado mucho en pocos años: ni siquiera estaba el portero al que no habían necesitado mentirle aquella vez. Saludó a los profesores que todavía conocía, caminó por los pasillos, fue al mismo baño al que había ido durante años. No sabía bien qué hacía ahí, y tampoco se lo preguntó. Subió a la biblioteca. Pero era lunes: la bibliotecaria se había ido temprano, casi todos estaban en el campo de deportes y, como nadie la usaba ese día, la habían cerrado con llave. Sin demasiada pena, se prometió volver en la semana. Pero nunca volvió. Ella tampoco nunca lo llamó.

Y así pasó el tiempo.

Hasta que años después, una mañana lee en el diario que murió el padre de ella. No sabe si llamarla. Sabe que no puede: no tiene adónde. No sabe si ir al entierro. No se anima. Se consuela pensando en que el padre no murió cerca de la fecha del cumpleaños de ella. Piensa en buscarla. Lo intenta: su nombre no está en la guía, tampoco en Internet. Puede que ni siquiera esté viviendo en el país. En esa época, mucha gente se iba a vivir a otro lado. Uno de sus pocos amigos, por ejemplo. Y por ese amigo, justamente, instala en la computadora un programa para hablar por teléfono. Es más barato y más nítido que las líneas comunes. No son buenos tiempos, ni para el país ni para él. Una noche, perdiendo el tiempo en la computadora, encuentra el nombre de ella en la lista de usuarios del programa que usa para hablar con su amigo. Sólo ver su nombre lo pone nervioso. Igual de nervioso que cuando, hace veinte años, vivía con sus padres y se encerró en el baño para llamarla por primera vez. Ahora no sabe bien lo que quiere. No sabe con qué se va a encontrar. No sabe con qué se quiere encontrar. Pero ni siquiera tiene que discar: alcanza con apretar el botón verde con el dibujo de un teléfono en la pantalla. Del otro lado, el teléfono suena. Es tarde, piensa. A lo mejor dejó la computadora prendida. A lo mejor es la computadora del trabajo. Y con esa sola suposición le alcanza para tratar de imaginarse su vida, su casa, su escritorio, el olor de su ropa (¿seguirá su ropa teniendo el mismo olor?), su cocina. En eso está pensando cuando ella atiende. ¿Hola?, dice ella, y por el modo en que lo dice, sabe que no está acostumbrada a que llamen a esa hora. Tiene la misma voz que cuando hablaban, más cálida, más tranquila. ¿Qué quedará en cada uno de los chicos que fueron? Y de alguna manera se lo pregunta: le pregunta si es ella. Ella se queda callada un segundo y se sonríe –la siente sonreírse, la escucha sonreírse, como cuando eran chicos y hablaban horas por teléfono y antes de cortar él podía jurar que la había visto delante de él durante todo ese tiempo. Y así, sonriendo, le dice: Sí, soy yo. Su ropa, está seguro, sigue teniendo el mismo olor.

Enseguida se dicen lo que se tienen que decir: él le pregunta si es tarde, ella le dice que no, que acaba de acostar a su hijo. El le pregunta si tan tarde. Ella le dice que donde está es más temprano, son las ocho. Vivo en San Francisco, le dice. Está casada, su marido todavía no llegó, es biólogo, trabaja en un laboratorio. Enzimas. Encima estás casada, dice él. Ella tarda en entender el chiste, pero cuando lo entiende se ríe. El siente que tendría que estar sufriendo más, pero no sufre; no siente nada. Toda su vida hasta ahora se muere para siempre, pero igual que en la película de un derrumbe sin sonido, no siente el estruendo. La risa de ella le llega como el estallido de una estrella, de una estrella no muy grande, una explosión controlada, luminosa pero observable, y cuando se apaga, ese espacio inmenso en el que los dos están flotando, en el medio de la noche, en cada extremo de la línea de teléfono, se vuelve frío, se hace oscuro y desconocido. Por primera vez desde que se conocen no están juntos. De pronto, todos los recuerdos que comparten, todos los planes que hicieron, la vida que podrían haber tenido, se convierte en esa sustancia muerta que ahora los rodea: en nada.

Hablan un rato. No se cuentan sus vidas pero se las transmiten. El le pregunta si cada tanto vuelve a Buenos Aires. Ella le responde que está por viajar. El le dice que se podrían ver. Ella duda. Así lo conozco, dice él. Entonces ella se ríe y acepta. Quedan en hablarse y dos semanas después, por primera vez en años, cumplen con la promesa de verse.

Se encuentran en un bar, un bar cerca de donde vivían cuando eran chicos, cuando se encontraban para recordarse que en el futuro se tendrían. La ciudad cambió bastante en estos años, el bar en que están sentados ni siquiera existía cuando eran chicos (había un video club: alguna vez alquilaron algunas películas juntos; él incluso se acuerda cuáles), pero en el fondo de sus corazones, sentados uno frente al otro, ellos se sienten iguales, aunque ahora, ese mismo sentimiento que parece haber viajado en ellos durante todos estos años, como un objeto precioso atesorado en el camarote por el capitán de un barco pirata, es algo que pueden sentir más claramente, como si recién ahora les fuera dado abrir a la luz del día el cofre de su tesoro: ella siente el inmenso amor de él cubriéndola una vez más; él siente la gratitud con que ella se entrega, con que se deja cubrir.

Pero en esos primeros segundos, también hay lugar para algo más: algo que él apenas percibe, pero que enseguida empieza a hacerse más evidente: ella se deja cubrir por su amor, lo acepta y todavía le hace saber que se lo agradece, pero también por primera vez, él siente cómo a ella su amor no le es necesario.

Es un cambio minúsculo pero que para él significa todo: ya no ve en ella el reflejo de su amor. Su amor no destella en el modo en que lo mira, no se siente en el chasquido del beso con que se saludan, no brilla en esos anillos que él jamás le habría regalado. Se siente solo. Por primera vez en su vida se siente solo delante de ella. ¿Es posible que durante todos estos años él haya confundido el amor de ella con el reflejo de su propio amor? No sabe. Cree que sí, espera que no. Lo único que sabe es que se siente solo como no se sentía desde el día antes de conocerla.

Ella también se da cuenta de todo esto.

Ella también se siente triste, pero no sola.

Hablan. Se preguntan cómo están. Incluso, cada tanto, en gestos intrascendentes para cualquiera que los viera, en inflexiones mínimas de sus voces, como si fueran restos del idioma único que una vez hablaron, se insinúan lo mismo que se dijeron por teléfono: la vida que podrían haber tenido, las esperanzas de encontrarse, la certeza de que el otro estaba en algún lado. Pero ella, a pesar de la ternura con que envuelve cada palabra, habla de todo eso como si hablara de un lugar muy querido que ya pertenece irremediablemente al pasado, como si se entregara, un poco por la gracia que le causa y otro poco por consideración hacia la persona con quien habla, a pronunciar palabras de una lengua que alguna vez fue la suya pero que hace años dejó atrás.

Hablan del pasado como de un país que ya no existe. Como de un lugar en el que sólo ellos vivieron, como dos personas que recuerdan un juego que de chicos sólo ellos jugaron. La sonrisa de ella le dice que no hay manera de volver, que ya viven en otro lado. Pero se lo dice todo en ese idioma que alguna vez hablaron, que sólo ellos hablaron.

Hablan de las veces que creyeron verse de lejos. Ella le cuenta de la primera vez que salía con un novio del cine y creyó verlo entrando en otra sala. Ella se ríe y le dice que le soltó inmediatamente la mano a ese chico con el que estaba. El le dice que le pasó algo parecido: la primera vez que salió con una chica, le pareció verla hablando con alguien en la ventana de un bar; a medida que seguían caminando, él se iba convenciendo de que ella los había visto, y así fue como ésa se convirtió en la primera y última vez que salió con esa chica. Los dos se ríen. Los dos saben que es la última vez que se van a ver. Por lo menos en muchos años.

El intenta –cualquiera en su lugar lo intentaría– volver al presente. El presente parece un territorio diferente para cada uno. Pero lo intenta.

Le pregunta en qué idioma sueña, si ya sueña en inglés.

Ella se ríe y le dice que no. Que a veces en sus sueños alguien habla en inglés, pero ella, todavía, sueña en castellano. Lo que ya no sabe, le dice, es en qué idioma hace las cuentas. A veces, le dice, suma y multiplica en otro idioma. No puede decir que sea castellano, pero tampoco inglés: simplemente piensa en hacer una cuenta, y en algún lugar de su mente los números empiezan a moverse, y el resultado aparece, sin que pueda recordar el idioma en que todo sucedió.

El la escucha y piensa: así es como se empieza a olvidar: olvidamos sin pensar.

El presente ya no es un lugar en el que puedan vivir. Entonces le pregunta de qué trabaja su marido, qué es lo que hace exactamente. En qué consiste ese trabajo que la llevó a vivir tan lejos. Ella le explica que trabaja en un laboratorio. Enzimas, dice él. Sí, encima, se ríe ella. Pero enseguida, como si abandonara las aguas territoriales de ese país donde alguna vez vivieron, y se adentrara en el mar de su propia vida, su voz cambia, se vuelve más honda y más serena, como las aguas profundas de mar abierto, y empieza a hablarle de ese trabajo. Trabaja en un laboratorio. Es un trabajo complejo, pero ella se lo explica con una sencillez que revela la seguridad con que lo hace: investiga el modo en que determinadas enzimas que recubren las células se modifican tiempo antes de desarrollar alguna enfermedad degenerativa. Su trabajo consiste en encontrar la manera de anticipar esos cambios. Igual que en el ADN, le dice, en algún lugar de esas células está la información para saber cómo se van a comportar a lo largo de su vida. Saberlo abriría la puerta para prevenir enfermedades que hoy sólo se pueden combatir una vez que aparecieron.

O sea, le dice él, que todo está cifrado: sólo hay que saber desencriptarlo y leerlo.

Sí, le dice ella.

O sea, le dice él, vos decís que el futuro ya está escrito en algún lado de esas células.

Sí, de alguna manera sí, se ríe ella. Pero sólo como posibilidad. Hay que ver si anticiparlo nos permite también modificarlo.

¿Y qué tan cerca están de descifrar las enzimas?, le pregunta él.

Ella alza los hombros y en un gesto que le vio por primera vez hace años le dice: Cinco años o cincuenta. Hay algo en su tranquilidad que a él le resulta inexpugnable. O sea que puede que nunca lo descubra, le dice él. Puede que nunca lo descubra, le dice ella. ¿Y no te resulta raro que trabaje en algo que quizá nunca veas terminado?, le pregunta él. Ella sonríe. Sonríe para decirle que entiende la pregunta. La entiende porque es algo que ella se preguntó hace mucho tiempo, hace tanto que ya es como si fuera una pregunta olvidada, como si la respuesta hubiese estado ahí antes que la pregunta. Una respuesta que pareciera haber ido tomando forma cada día que no se vieron, cada día que no se hablaron. Una respuesta que recién ahora pone en palabras. Una respuesta que ahora ella le da con una sencillez que viene de otro lado, de un lugar que él no conoce, de ese lugar donde ella vive ahora: Puede ser, le dice, pero imaginate: si lo descubre, esa enzima puede llevar su nombre.

Nunca la vio así. Entiende lo que le dice, lo que no entiende es que sea ella quien lo diga. Se siente orgulloso, y triste.

Eso quiere decir, le dice entonces él, que si lo descubre, todos, los que nazcan, los que nacimos, los que se murieron, todos vamos a tener algo con su nombre.

Ella se ríe, y riéndose le dice que sí.

Y yo también, le dice él.

Ella no sabe qué decir. Lo mira y no sabe qué decirle. Creía que eso ya había quedado atrás. El también creía lo mismo.

Te quiero pedir un último favor, piensa en decirle él. Pero no dice nada.

Me tengo que ir, dice ella. Tiene que ir a buscar a su hijo, dice.

Se paran. Se despiden. Se rozan por última vez.

Nunca más se ven.

Pero la historia del chico que iba todos los días a leer a la biblioteca no termina ahí. Hay algo más. Algo que ella nunca va a saber: esa misma noche, por primera vez en años, él pensó en volver al cuarto en la biblioteca del colegio. Por primera vez, pensó que podía encontrarse a sí mismo ahí adentro. Pensó que él mismo podía ser un recuerdo perdido. Pensó en ir hasta el colegio, subir a la biblioteca, atravesarla hasta aquel cuarto y buscar, después de todos esos años, el recuerdo del momento en que ella lo olvida. Pero consolándose en recuperar eso –algo de él mismo– que ella había olvidado, empezó a entender que no había nada que buscar: que ese recuerdo no existe, que ella no lo olvidó porque simplemente nunca lo quiso tanto. Y entonces, después de todo ese tiempo, algo en el fondo de él se ensombreció para siempre, como la última hoja verde del bosque que finalmente acepta el otoño. El sólo volvería a esa biblioteca cuando ella estuviera en un libro que llevara su nombre.

Este cuento está incluido en

El último joven (Seix Barral, 2012).

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