Vie 03.01.2014

VERANO12 • SUBNOTA  › CRISTINA FEIJóO

El eterno retorno de un relato

Nos habíamos sentado en el living; era pleno invierno. La calefacción movía las hojas del helecho ubicado en la ventana. La gorda Delia estaba igual que antes, hasta tenía puesta la misma ropa. Aunque ahora no sé, pasó tanto tiempo que los recuerdos se me mezclan y la gorda de Estocolmo se une con la de mi relato y con la de antes. No me costó nada reconocerla cuando bajó del tren. Caminaba con la mochila al hombro, balanceando su gordura. Vos viste las fotos, la misma camisa verde oliva y el pantalón arrugado, el Camel siempre en la mano. Esas que salieron color sepia porque no graduamos bien la luz, pero después nos estremeció el color. El pelo corto, cobrizo, como si no hubieran pasado doce años. En todo estaba igual. Como si el relato que escribí en la cárcel y su protagonista hubieran empalmado en un plano atemporal.

Era extraño verla allí, sentada en el living de casa, en Norsborg, y escucharle la voz ronca, la risa para adentro. Cada vez que se reía se acomodaba en el sillón, ¿te acordás? No, es imposible que te acuerdes de esos gestos. A mí me deslumbraban. Era como si estuviéramos otra vez en un acto relámpago o en el bar de la estación, en Sáenz Peña. Le pregunté si se acordaba de cuando apedreábamos a los tacuara. Ella prendió un cigarrillo con la colilla del otro, tiró el humo por el costado y dijo que era uno de sus recuerdos favoritos. Después hizo un gesto con la cabeza y se rió. Y al final terminamos todos durmiendo en el mismo cuarto, dijo. Yo no sé, me gustaba escucharla. No juzgaba. No entraba en su circuito el juzgar. Te cuento lo de Grecia para que entiendas de qué te hablo.

La gorda había estado un año viviendo en Tesalónica, con un préstamo de estudios que les extrajo a los daneses. Al año no tenía un peso y vivía en una cueva. Vendía artesanías. Un día conoció a unos ingleses que andaban recorriendo mundo en moto, y decidió irse con ellos a Holanda. Se tenían que encontrar en no sé qué puerto. Los tipos no aparecieron nunca. Se quedaron con el dinero y la ropa de Delia. La robaron, aunque para ella no. Ella decía que algo les sucedió, algo que les impidió llegar. Vos dirás qué ingenua. No era ingenua. Había algo en su manera de ver las cosas, de creer en las cosas, como si estuviera conectada a un orden secreto.

Después volvió a Dinamarca, sin un peso y sin ropa. Tuvo algunos problemas por lo del préstamo de estudios. Dijo que los daneses menearon la cabeza confundidos. ¿Su conducta era producto de la represión sufrida o del desorden del Tercer Mundo? No decidían qué hacer con ella. La gorda no los soportó mucho tiempo y se fue a Gambia. Había conocido a un negro, Paul, que estudiaba cine en Copenhague. Ahí fue cuando ella descubrió su racismo encubierto. Eso dijo. Yo la miré escandalizada, porque eso del racismo aquí, justamente, tiene sus bemoles y si una, precisamente una, que es cabecita negra, dice esas cosas... pero ella me miró con sorpresa y siguió hablando. Decía que tenía incrustados, así dijo, incrustados, hasta genéticamente, los signos de la dominación blanca sobre la raza negra y que él se lo hacía notar.

En Gambia le pasaron cosas raras. Vivían en una especie de pueblo tribal y ella sentía que descubría el meollo de la condición humana. Todos los valores en contraste. Estaba tan excitada con el choque cultural que lo embarcó a Paul en un proyecto cinematográfico. Ella volvería a Dinamarca a buscar unos materiales, unos equipos de filmación, y regresaría a Gambia por un par de años.

Pero cuando llegó a Copenhague se encontró con que el Conejo estaba internado en un hospicio. Fue como si todo lo demás no hubiera existido nunca, como si jamás hubiera estado en Gambia, ni tuviera más proyecto que estar sentada junto al Conejo, internado. Yo tengo la impresión de que en ese momento comenzó algo muy jodido dentro de la gorda, algo que la perseguía, la asfixiaba y que aparecía en su voz y llenaba la pieza cuando ella me lo contaba. Algo que tenía, en el aire del cuarto, una consistencia más densa que el aire y que al respirarlo, ella y yo, nos ubicaba en otra dimensión, en un tiempo que no era circular ni espiralado, sino que era más bien como una presión hacia atrás. De lo que me contó después tengo más la sensación que la memoria. Como cuando querés contar un sueño. Mientras lo soñás las cosas son como son. Son y no son, y después lo contás y la verdad del sueño muere aplastada por las palabras.

Te diría que cuando la gorda supo que el Conejo estaba internado entró en una especie de delirio. Como si lo tuviera preso el sistema. Me lo explicó minuciosamente. Me habló de una red que nos envolvía, una telaraña que se alimentaba de sonrisas digestivas y productos al alcance de la mano. El indicio son las flechas, decía. Las que señalan en los corredores y no conducen a ninguna parte. Los que las pusieron creen en ellas y uno termina creyendo también, siguiéndolas hasta enredarse y no sabe qué hace allí, en esos corredores vacíos. La gorda movía la cabeza. Esas cosas son fatales para gente como el Conejo, decía. Gente acostumbrada a un enemigo frontal. El fue de los pocos que se mantuvieron fiel a la memoria y no enloquecieron, porque enloquecer es aceptar esas patrañas. Por eso lo encerraron. La voz grave de la gorda pegaba en las paredes que nos devolvían una vibración hueca. Yo me había quedado con la mirada fija en un dibujo que teníamos en la pared. Una pantera negra, bordeada de fucsia fosforescente, no sé si te acordás. La voz de la gorda era lo contrario del dibujo y yo era un punto perdido en el cuarto. Lo peor fue que en ese momento me di cuenta de que ese poster era de un mal gusto increíble. Entonces, ¿dónde está la realidad? decía la gorda, prendiendo otro Camel. De pronto era incierto estar allí, aplastada en el sillón, escuchando cómo Delia me contaba que le dejaban llevarse al Conejo los fines de semana. Algunas salidas eran de película, te juro. ¿Sabés cómo lo llamaban al Conejo los chilenos que vivían abajo? El cóndor pasa. Lo vieron dos veces pasar por la ventana cuando le daba por tirarse. Decí que era un tercer piso y abajo había un toldito, o nieve, ahora no me acuerdo. Igual alcanzó a romperse una pierna. La gorda no dijo la verdad en el hospital porque no lo iban a dejar salir más. Cuando el Conejo se recuperó se lo llevó a Italia, a un pueblo donde los locos podían andar sueltos. Un nuevo método de psiquiatría abierta.

Fueron en tren. Llegaron dos días después. Delia reventada porque no había pegado un ojo hasta llegar a Italia, por miedo a que el Conejo se bajara o se tirara del tren. Pero cuando pasaron la frontera con Suiza él se hizo amigo de un pibe napolitano, como de diez años, que había discutido con los guardias fronterizos. Era un chico muy alegre, de ojos negros, grandes, y pelo oscuro y tieso como alambre. El Conejo había seguido atentamente la discusión y cuando los guardias se fueron se puso a hablarle con seriedad y lentitud. El chico escuchaba por cortesía, pero no entendía una palabra. También por cortesía empezó a hablar cuando el Conejo hizo una pausa. Gesticulaba y mostraba la canasta con los animales. El Conejo parecía feliz. Los ojos pardos eran dos líneas oblicuas en su cara, decía la gorda. Hacía años que no le veía esa felicidad tranquila, olvidada. Ahí la gorda durmió unas horas, hasta que llegaron al pueblo.

Al principio todo iba bien porque en esa aldea se hablaba dialecto y parece que el Conejo estaba contento porque, al no entender nada, parecía entender todo. Más que ir a terapia, al Conejo le gustaba sentarse en el bar del pueblo o quedarse parado siempre en la misma esquina durante horas, con una bufanda al cuello a pesar del calor. La gorda Delia trabajaba en la cosecha de uva y mucho no le importaba lo de la terapia porque al Conejo lo veía bien. Pero la plata no alcanzaba para pagar el tratamiento y cuando llegó el invierno se volvieron a Dinamarca. Ella lo seguía llevando los fines de semana a su cuarto del hotel estudiantil y él la seguía dócilmente. No volvió a tirarse. Sentado en un rincón del cuarto, miraba por la ventana y no paraba de fumar. Horas y horas de silencio. La gorda hacía solitarios y a veces le contaba historias que el Conejo parecía no escuchar. Se metió en los silencios de él y empezó a entenderlos, me dijo. Sacudió la cabeza y se rió: lo que pasa es que me estaba rayando. Yo di un respingo. Me había ido metiendo en esa lógica y el torniquete racional me sacudió. Me retrepé en el sillón y prendí un cigarrillo. La risita de la gorda me hacía sentir vagamente en ridículo. Otra vez su voz llenó la habitación. Los objetos perdieron contorno, el volumen parecía transferido a la luz de la lámpara, al hilo de humo de los cigarrillos y a la voz de la gorda. Había empezado a contar, como si intentara explicárselo a sí misma por enésima vez, qué hacía esa noche caminando por las vías del tren. Lo único que recordaba era que había salido a caminar porque necesitaba pensar, tenía sensación de asfixia y no le era posible ordenar los pensamientos. No había nada que no le pareciera extraño: los árboles blancos, el pavimento, el frío que le quemaba la piel, la oscuridad densa, más densa aún por las luces de neón. Sintió pánico y caminó más rápido, con los latidos en la garganta, hasta que llegó a las vías del tren. Los durmientes de madera vieja y reseca se sucedían entre las piedras manchadas de grasa, como los durmientes de cualquier parte del mundo, me decía. Fue allí donde pudo empezar, donde sintió que podía, mejor dicho, empezar a pensar. Pero demasiado tarde, porque enseguida hubo voces alteradas, la luz gigantesca de un enorme foco y entonces sintió el frío y un cansancio intolerable.

La internaron cuatro meses, como marca la ley. Así hacen con los suicidas, dijo, y agregó: pero no pensaba matarme. Cuando la soltaron el Conejo ya no estaba. Se había querido volver a Colombia y los daneses ni lerdos ni perezosos le habían pagado el pasaje. Por lo que sé, la gorda no volvió a tener noticias de él.

Nos quedamos calladas. No había nada que yo pudiera decir, y para romper el silencio Delia me preguntó por los años de la cárcel. Quería que le contara cómo había sido todo. Le hablé sobre todo de nuestras artimañas para sobrevivir, los nombres que les dábamos a las cosas para disfrazar su precariedad, para darles una permanencia que no tenían y cómo las cosas de afuera adquirían una dimensión gigantesca. Un recuerdo, el sabor de una comida, el nombre de una calle. Fue entonces cuando me acordé del relato que Tesi me había mandado desde Buenos Aires. Ese en que la gorda era el personaje central. La idea de que ella lo leyera me llenó de entusiasmo porque ahí estábamos todos cuando habíamos empezado a militar, cómo habíamos vivido, o cómo yo había imaginado que fuimos y vivimos. Revolví los cajones hasta encontrar la carta. Veinte carillas llenas de tachaduras, escritas con una Lettera 22. Volví al living y se las pasé. Pero antes de que leas esto, le dije, vas a ver cómo salió de la cárcel.

Un día que nos tocaba fajina, estábamos con Tesi en el lavadero y en eso me preguntó qué pensaba hacer con lo que había escrito. Me encogí de hombros. No sabía adónde quería llegar. Tesi dijo que yo no podía dejar que la requisa se lo llevara así, sin más, y me di cuenta de que ella andaba de vuelta con eso que les ataca a los antropólogos, lo de la cultura carcelaria. De reojo, vi que echaba la enorme melena a un costado. Me acercó la cara angulosa y astuta y me apuntó con el índice: yo a ese relato lo voy a salvar. Y fue ella quien lo sacó de la cárcel. Tres cartas a su hermano en una semana. Según ella, transcribía un relato de la Bullrich que la había fascinado (ésa era una nota al pie para la censura).

Casi un año después yo vine a parar a Suecia con la opción. Tesi había salido un tiempo antes con libertad vigilada. No esperaba tener noticias de ella porque el desparramo había sido mayúsculo, y sólo las más amigas nos habíamos rastreado. Por eso me sorprendió la carta, y más me sorprendió, cuando la abrí, que contuviera las veinte páginas mal escritas con la Lettera y apenas una carilla de Tesi, contando de la recuperación del cuento.

La gorda, antes de irse, me pidió el cuento para copiarlo en Copenhague. Le di las veinte carillas de Tesi y la acompañé a la estación. Había un atraso de tres horas en los trenes a causa de la nieve. Subimos la escalera del hall central hasta el barcito de arriba. Había mucha calefacción. Una paloma se paseaba, abajo, entre un cajero automático y un stand de videos. La gente iba y venía envuelta en gorros y abrigos, acarreando valijas. Estábamos sentadas una frente a la otra pero me costaba escuchar su voz en medio del murmullo hueco del hall.

Al subir la escalerilla del tren la mochila se le atascó de costado. Un hombre de piloto gris la ayudó y desapareció empujada por la gente. esa fue la última vez que la vi.

Un tiempo después hablamos por teléfono. La gorda me contó que le estaban pedaleando el reingreso a Arquitectura. Qué querés, le dije, si les cagaste la guita del préstamo. Pero ella estaba convencida de que los gringos nos habían explotado lo suficiente como para bancarse con estoicismo nuestras catarsis. Estaba convencida de eso. La noté desanimada y me desconcertó ese desánimo, esa sensación de estar acorralada que no pegaba con su optimismo ideológico. Le escribí acerca de esto. Y mirá, cuando te digo ideológico no creas que hablo de la revolución. No. Es mucho más indefinido que eso. Para ella la línea en el suelo seguía trazada. Sólo que los que estábamos de este lado ya no éramos los pobres de la tierra, sino algo mucho más amplio que tenía que ver con una estructura de pensamiento, una cierta manera de sentir, una solidaridad subterránea e irracional, un ir a contrapelo de algo. No te lo puedo explicar mejor. Quería seguir hablándolo con ella pero la gorda se murió.

Yo estaba con la carta de su hermano, el flaco Eduardo, contándome eso, que la gorda se había muerto en su cuarto del hotel estudiantil. Para mí la noticia fueron apenas palabras escritas; el significado se me fue colando de a poco. Estaba allí luchando contra un vacío que me tragaba desde adentro y que no sabía si nacía de la duda de que la gorda Delia alguna vez hubiera estado en esa cocina, mientras veía como diapositivas implacables su imagen justamente allí, con la taza de café en la mano. El flaco decía que no había alcanzado a verla. Había muerto de repente, un mes antes, y cuando él llegó a Copenhague ya habían quemado su ropa, sus papeles y sus dibujos. Es decir, todo, y la habían enterrado en un pequeño cementerio católico de las afueras, al lado de una cárcel. El lugar era hermoso, un pequeño parque bien cuidado. En casi todas las tumbas había velas encendidas y los setos estaban cargados de nieve. Ella estaba en la parte nueva, al final. Era un lugar plano, de tierra removida, detrás del cual se levantaba el edificio cuadrado de una cárcel. El flaco se detuvo a separar con una rama la mezcla de nieve y tierra hasta que apareció, en el cemento, la placa con su nombre. Dejé la carta, levanté la vista y vi en mi mente las letras de piedra y la tierra árida y fría.

Años después, ya de regreso en Buenos Aires, me encontré con Tesi en su departamento. Después de un rato me preguntó por el relato. Quería saber si había intentado publicarlo. Le conté que el relato había cumplido la extraña misión de ser leído por su protagonista muchos años después, a veinte mil kilómetros de distancia, y que relato y protagonista habían sido quemados y devueltos a su origen. Y que eso era todo. Tesi no dijo nada. Se levantó y me dejó sola en medio de las paredes encaladas del living y las vasijas antiguas. Cuando volvió traía un montón de hojas manuscritas, que me alcanzó en silencio. Las desdoblé y leí: “Querido hermano”. Y a mí me pareció que todo volvía a comenzar, o que nada terminaba de una vez y para siempre.

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